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lunes, 29 de diciembre de 2014

De donde vienen las montañas y los rios

Hace mucho, mucho tiempo, cuando los ríos y las montañas de la región de Kitui todavía no existían, un grupo de hombres fue a cazar a la selva. Entre ellos había un gigante llamado Mwoka. Era tan grande que su arco se elevaba por encima de la copa de los árboles más altos de la selva. La cuerda que tensaba su arco era tan gruesa como diez brazos humanos uno al lado del otro. Pero no llevaba, como los demás hombres, un carcaj lleno, sino una sola flecha muy larga. Era más larga que el camino entre dos aldeas y más larga que cien brazos humanos puestos uno delante del otro. Así de larga.
Este hombre tan enorme era el jefe de la partida de caza. Había ordenado a sus cazadores que transportaran muchos barriles de aceite y por supuesto a nadie se le hubiera ocurrido desobedecerlo. Pero ¿para qué se necesitaba tanto aceite en una cacería? Nadie lo sabía.
Mientras se internaban en la selva, el gigante Mwoka les pidió a los demás que cargaran con su arco. Lo sostuvieron entre varios, poniéndose en fila y apoyando el arco sobre el hombro derecho de todos los cazadores al mismo tiempo. Y, sin embargo, el jefe se dio cuenta de que así no podían caminar, porque el peso del arco los aplastaba. De modo que volvió a llevarlo él mismo.
Caminaron y caminaron hasta encontrar un grupo de rinocerontes.
-Estas son presas para ti -le dijeron a su jefe. ¡Dispara tu flecha!
Pero el gigante no hizo más que sonreír:
-No puedo perder tiempo con esas cositas de nada.
Caminaron y caminaron hasta encontrar un grupo de elefantes.
-Estas son presas para ti -dijeron los hombres. ¡Dispara tu flecha!
Pero el gigante sonrió otra vez, como divertido y compadecido al mismo tiempo.
-No tiene sentido que me distraiga con esos animalitos tan pequeños -dijo, mirando a los elefantes desde arriba.
Caminaron y caminaron hasta llegar a una pradera, donde había un gran grupo de jirafas comiendo hojas de las acacias. Y los hombres volvieron a pedirle al gigante que disparara su flecha.
-Disculpadme, no me di cuenta -dijo Mwoka. Sin duda tendréis hambre.
Y de una sola patada derribó diez jirafas. Los hombres las desollaron, prepararon un delicioso asado de jirafa, y comieron con mucho apetito mientras el gigante los miraba sin probar bocado. ¿Para qué gigantesco animal guardaba su única flecha ese hombre tan grande? Ellos nunca habían visto un animal más alto que la jirafa, ni más grande que un elefante, ni más robusto que un rinoceronte. Cuando terminaron de comer, su jefe les ordenó seguir la marcha.
Caminaron y caminaron hasta llegar a una inmensa sabana, cubierta de altísimos pastos, que estaba cerca de un lago. Allí, por fin, se sentó el gigante.
-Aquí nos quedaremos -informó a sus hombres. Tenemos que esperar al animal que quiero cazar. Es un nzangamuyo y no hay nada en el mundo tan delicioso como su carne.
Los hombres nunca habían escuchado nombrar a ese animal tan raro y tenían muchas ganas de verlo. Después de tomarse un día de descanso, Mwoka decidió limpiar una porción de terreno, y cortó los altos pastos de la pradera dejando un claro que medía unos cinco kilómetros de diámetro. Les pidió a sus hombres que fabricaran cuatro escaleras y treparan a su espalda llevando los barriles de aceite. Debían verter el aceite de modo tal que le untara todo el cuerpo: la espalda, los hombros, las costillas, el pecho, el cuello y los brazos. Después les pidió que caminaran por encima de su cuerpo aceitado para masajearlo y que sus músculos se ablandaran: así estaría en mejores condiciones para la gran cacería que se avecinaba.
Durante tres horas Mwoka estuvo tirando de la cuerda del arco y apuntando para practicar. Después de ejercitarse durante un día entero, decidió que todavía no estaba preparado para cazar al nzangamuyo: necesitaba mejorar todavía más el estado de sus músculos. A la mañana siguiente salió a buscar jirafas. Mató unas veinte a patadas y las trajo para que hicieran aceite con su grasa. Tanto aceite usaron los hombres para untar el cuerpo de Mwoka que, cuando se movía, caía a su alrededor como una pesada lluvia.
Después siguieron esperando al extraño animal. ¡Qué grande debía de ser! Esperaron durante dos meses, alimentándose de los animales que el gigante cazaba para todos. Mwoka comía muy de vez en cuando, más o menos cada tres semanas, y era capaz de tragarse ocho o diez jirafas de una vez. Quería mantenerse con un poco de hambre para comerse todo el nzangamuyo y disfrutarlo plenamente.
Un día vieron a lo lejos, sobre la línea del horizonte, una pequeña columna de polvo. Al principio les pareció que crecía. El segundo día se dieron cuenta de que se acercaba muy lentamente hacia ellos y se lo dijeron a Mwoka.
-Ahí viene nuestro animal -dijo el gigante, sonriendo. La nube de polvo creció y se acercó.
-Pasarán todavía seis días hasta que veamos la cabeza del nzangamuyo -dijo Mwoka. Entretanto, me vendría muy bien un poco más de aceite y de masajes. Sobre todo en los hombros y en la espalda.
El sexto día, por la mañana, la columna de polvo llegaba a la altura de las nubes y se había extendido en una superficie tan ancha como el lago. Entonces apareció la cabeza del nzangamuyo, que, para sorpresa de todos, era mucho más chica de lo que se imaginaban: su ancho era apenas como diez brazos juntos. Tenía cuatro cuernitos que crecían enfilados uno detrás del otro. Era chata, y la boca estaba en la parte de arriba, siempre vuelta hacia el cielo. El animal comía hojas y ramas de los árboles, de abajo hacia arriba, dejando los troncos pelados. También comía los altos pastos de la pradera, siempre de abajo hacia arriba. Cuando masticaba hacía un ruido como el del agua que corre, y cuando tragaba parecía una catarata. Por eso bebía solamente cuando llovía. Dejaba la boca abierta bajo la lluvia durante horas enteras, hasta sentirse saciado.
Cuando avistaron esa cabeza tan horrible, los hombres se asustaron muchísimo y su primera intención fue escapar. Los tranquilizó ver a Mwoka afilar la punta de metal de su flecha sin ningún temor. También la untó con veneno para hacerla más mortífera.
-Mátalo, Mwoka -le decían sus hombres. ¡Mata al enorme nzangamuyo antes de que nos mate a nosotros!
-Tengo una sola flecha -contestó el gigante, sonriendo. No puedo arriesgarla disparando a la cabeza, no sé si puedo disparar con bastante fuerza como para perforar los huesos de su cráneo. Intentaré acertarle en el corazón. Pero para eso necesito que aparezca el cuerpo y todavía falta mucho. Unos cuatro días.
Hacia el anochecer desapareció la cabeza del enorme animal y empezó a pasar el cuello. Era larguísimo, muy grueso, y estaba cubierto de unas crines que llegaban hasta el suelo. A medida que el animal se movía, sus crines iban destrozando los altos pastos de la sabana y derribaban, incluso, algunos árboles. Recién el tercer día aparecieron los hombros. El ruido que hacía el nzangamuyo al caminar era como mil tambores tocando todos al mismo tiempo, como una guerra de truenos, como una tormenta tropical. Era ensordecedor y los hombres se tapaban los oídos para no enloquecer.
Por la tarde volvieron a arrojar aceite sobre el cuerpo de Mwoka, que por fin consideraba que había llegado el momento de prepararse para disparar. Hacia el anochecer colocó la flecha en posición de disparo y comenzó a tirar de la cuerda con todas sus fuerzas. Como todo lo que hacía alguien de ese tamaño, era una tarea lenta desde el punto de vista de los hombres normales que lo acompañaban. Toda la noche siguió tirando de la cuerda mientras se arqueaba cada vez más la madera del arco. Sus compañeros encendieron un gran fuego para que sus músculos bien aceitados no se contracturaran con el frío nocturno.
El cuarto día, por la mañana, comenzó a aparecer por fin el cuerpo del nzangamuyo, la zona de las costillas. Mientras avanzaba convertía las rocas en guijarros, y los guijarros en arena con sus patas como montañas. Los árboles que no se comía quedaban convertidos en pulpa de madera. Mwoka terminó de estirar al máximo posible la cuerda del arco, apuntó hacia el lugar donde suponía que estaba el corazón y, hacia el mediodía, disparó por fin. El sonido de la flecha al partir fue tan fuerte que los hombres se quedaron sordos por un buen rato. La flecha atravesó al animal y salió por el otro lado.
El nzangamuyo no parecía haber notado nada. Siguió moviéndose como siempre durante una hora entera. En ese tiempo, los hombres prepararon con las hojas de los árboles unos improvisados tapones para los oídos: el ruido que provocaría la caída del animal podía dejarlos sordos para siempre. Entonces, de pronto, cayó el nzanga-muyo, y fue como si sonaran cien truenos, mientras hacían erupción cien volcanes al mismo tiempo. El choque del cuerpo contra la tierra produjo un terremoto.
Algunos hombres se desmayaron de puro terror. Pero Mwoka estaba muy contento. Corrió al lago y en sus grandes manazas recogió agua para arrojar sobre los caídos. Después, por fin, todos se acostaron para dormir y descansar. Al día siguiente los esperaba una tarea infinita: ¡desollar al nzangamuyo!
Mwoka sabía que ese no era un trabajo para gente normal y solo les pidió que desollaran una pequeña parte. Durante dos días trabajaron para separar el cuero de la carne en un dedo de la pata del nzangamuyo. Encendieron un gigantesco fuego, y Mwoka se pasó dos días asando la carne. Después desolló y cortó otros pedazos de tamaño adecuado como para que los cazadores pudieran transpor-tarlos hasta la aldea. Él pensaba quedarse allí, disfrutando el exqui-sito bocado. Su plan era comer y comer hasta no poder más.
Sin duda el nzangamuyo tenía el sabor más delicioso que jamás hubieran probado, pero su carne era tan dura que los hombres no la podían masticar. Como hacen algunos animales con sus cachorros, Mwoka tuvo que masticar él mismo los pedazos de carne antes de dárselos a sus hombres, que solo así los pudieron comer. Antes de volver a la aldea cargados de carne masticada, estuvieron dos días dándose un banquete.
Después Mwoka les pidió que se alejaran lo más posible de él. Les encareció, sobre todo, que de ningún modo se durmieran cerca de donde él estaba. Pronto entenderían el porqué de esa petición.
A los tres días de comer y comer sin parar el gigante había ingerido carne suficiente como para permanecer un mes entero sin comer, y se había bebido casi todo el lago. También él se fue a dormir, y durmió sin parar durante tres días seguidos. Al despertar, su intestino comenzó a funcionar, y expelió gases. Todo el pasto y los árboles de los alrededores se inclinaron al paso de una violenta ráfaga. Los hombres, que estaban durmiendo a más de diez kilóme-tros de distancia, sintieron que un viento feroz y maloliente los levantaba por el aire y los arrojaba lejos. Entonces entendieron por qué Mwoka les había pedido que durmieran bien lejos.
Mwoka se despertó, encendió otra enormísima hoguera, desolló y asó más carne. ¡Qué rico era el nzangamuyo! La mejor carne del mundo. Esta vez comió durante cinco días seguidos sin parar.
Y cuando se despertó, había llegado el momento de vaciar sus intestinos.
Sus deposiciones fueron tan inmensas como montañas. Y así aparecieron sobre la tierra los montes Muyau y Kitumui, entre muchos otros. Cuando Mwoka orinó, surgieron los ríos Nziu, Kalunduj y Tiva.
Así se formaron las montañas y los ríos de Kitui.

0.009.3 anonimo (africa-akamba) - 059

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