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lunes, 7 de abril de 2014

Robin, el gigante triste

Hace muchos años, en lo más profundo de un bosque, vivía un matrimonio de granjeros. Como no habían tenido hijos, a menudo se lamentaban de su suerte, envidian­do la felicidad de otros vecinos.
Ella, la esposa, era la que esta­ba más apenada.
-Tenemos que resignarnos, Berta -intentaba consolarla su marido. Debemos aceptar la vo­luntad del Señor.
Un día, cuando el granjero re­gresaba a su hogar, después de ven­der los productos de su granja en el mercado de la ciudad, se internó en el bosque para acortar el camino.
De pronto, cuando estaba en el lugar más espeso y lleno de vegeta­ción, escuchó el llanto de un niño recién nacido.
-¡Vaya! -se dijo, Éste no es lugar para escuchar tales co­sas. ¿Qué puede haber ocurrido?
Se acercó al lugar de donde provenía el llanto del pequeño y no tardó en encontrar a un hermoso niño, envuelto en ricos pañales y ro­
deado de varios animales del bosque, que le miraban sin saber qué hacer.
-Me lo llevaré a mi casa -dijo el granjero, tomando al pe­queño en sus brazos. Mi esposa se pondrá muy contenta y será una buena madre para ese angelito abandonado.
-¡Es un niño muy hermoso! -dijo un conejo.
-¡Es cierto! -observó una ardilla. ¡Nunca había visto un niño tan robusto!
El granjero se despidió de los animales del bosque y corrió hacia su casa con el niño en brazos.
-¡Mira que traigo, mujer! -dijo a su esposa. Dios se ha apiadado de nosotros y ya no estaremos solos.
-¡Gracias. Dios mío! -esclamó la esposa del granjero, tomando al recién nacido con manos amorosas.
-¿Estás contenta?
-Sí -respondió la mujer, que no hacía más que mirar al pequeño. Loc uidaremos como si fuera nuestro verdadero hijo.
Los días fueron pasando, y los granjeros se sentían cada vez más satisfechos de aquel regalo que el Ciclo les había enviado.
Pero, al cabo de algunos meses, los dueños de la pequeña granja se dieron cuenta de que algo extraño estaba ocurriendo.
-¿No te parece que nuestro hijo crece demasiado, -observo el granjero.
-Si, tienes razón -admitió su compañera. Tiene todos los dientes v él solo come mucho más que nosotros. Tal vez sea por eso que cada día está más gordo.
Pasados algunos años, el niño había ido creciendo, cre­ciendo, y se había convertido en un gigante.
Sus padres adoptivos le habían puesto el nombre de Ro­bín y los demás niños le gritaban:
-¡Ahí viene Robín, el gigante! ¡Ahí viene Robín, el gigante!
-¡Esperadme! ¡Esperadme! -gritaba Robín con su gran vozarrón. ¡Quiero jugar con vosotros!
Pero los niños no querían jugar con él, pues les rompía todos los juguetes con sus grandes manazas y les asustaba con sus bruscos ademanes y potente voz.
-¡Oh! ¡Oh! -lloraba Robín, lleno de tristeza.
Los dos granjeros estaban también muy tristes, pues Ro­bín devoraba todo lo que encontraba y no les dejaba nada para ellos ni para poder venderlo en el mercado.
-¡Tendremos que hacer algo! -dijo un día el gran­jero. ¡Este hijo nuestro nos va arruinar!
-¡No importa! -le defendió la mujer. Prometimos cuidarle como si fuera nuestro hijo y debemos hacer por él los sacrificios que sean necesarios.
Como cada día era mas alto, el granjero había tenido que constrirle una cabaña especial de grandes dimensiones.
Por la noche, cuando Robín se iba a acostar, su madre adoptiva le miraba a través de la ventana y le decía:
-¿Estás bien, hijo mío?
-Sí, madre -respondía el gigante. Pero estaría mucho mejor si pudiera comer todo lo que quisiera. ¡Siempre me quedo con hambre!
-Hijo –le decía la buena mujer, en nuestra granja ya no quedan gallinas ni patos, ni tampoco frutas en nuestro huerto. Somos pobres.
La pobre granjera se echaba a llorar y también Robín se ponía muy triste.
-¿Por qué no soy un niño como los demás? -pregun­taba. Todos dicen que soy un gigante y se apartan de mí. ¡Yo quiero ser como los otros niños!
-¡Eres el más hermoso de todos, hijo mío!
-No, mamá. Nadie quiere jugar conmigo, y hasta los animalitos del bosque huyen de mi presencia cuando quiero acercarme a ellos. ¡No sirvo para nada!
-No digas eso, Robín -quiso consolarle la buena granjera.
-Por mi culpa os habéis arruinado y la gente se burla de vosotros. Todos llaman a esta granja la casa del gigante.
-Duerme y descansa, hijo mío. Ya verás como todo se arreglará.
Pero Robín no pudo conciliar el sueño. Cuando más lo pensaba, más se convencía de que estaba perjudicando a los dos seres que tan buenos habían sido con él.
-¡Ya sé lo que haré! -se dijo. Me iré a recorrer el mundo en busca de fortuna, y así no seré una carga para los que hasta hoy me han hecho de padres.
Y, tal como lo pensó, lo hizo. Abandonó a media noche el lugar y, como sus pasos eran de gigante, al salir el sol ya es­taba muy lejos de la granja en que hasta entonces había vivido.
-¡Un gigante! ¡Un gigante! -gritaban los habitantes de los pueblos y ciudades cuando veían acercarse aquel niño de tan enorme estatura.
-Está visto que en todas partes habrá de ocurrirme igual -se dijo. Sólo en el país de los gigantes pasaría inad­vertido. Pero, ¿dónde estará el país de los gigantes?
Recorrió muchos países, muchas tierras extrañas, pero no pudo encontrar lo que tanto buscaba.
Pasaron los años y Robín se convirtió en un apuesto jo­ven. Pero, como era un gigante, todos seguían asustándose de él.
Un día, al cruzar una gran cordillera de montañas, llegó a un pequeño país en el que no había estado nunca.
-¡Qué extraño! -exclamó. No se ve a nadie por las calles.
Entonces se dio cuenta de que todos se habían encerrado en una gran fortaleza que estaba sobre una colina.
-Sin duda se habrán asustado de mí -se dijo.
Pero, en realidad; no era ése el motivo. El rey y los es­casos súbditos del país se habían encerrado en la fortaleza en espera del ataque de los soldados de un reino vecino, que les había declarado la guerra.
-¿Puedo ayudaros? -preguntó Robín.
Todos se asustaron mucho al escuchar aquella potente voz que se parecía a un trueno; todos, menos la hija del rey.
-¿Quién eres? -preguntó la princesa, desde la torre más alta de la fortaleza.
-Me llamo Robín -respondió el joven, y me vi obligado a abandonar la casa de mis padres por haberme con­vertido en un gigante. Voy en busca del País de los Gigantes, pues sólo allí podré vivir en paz y sin asustar a nadie.
-A mí no me asustas -le aseguró la hija del rey. En tus ojos brilla la bondad y la ternura, y sé que no nos harás ningún daño.
-Puedes estar tranquila, princesa -dijo Robín. Al contrario, si me lo permites, os ayudaré a defenderos de ese ejército enemigo que veo avanzar hacia la fortaleza.
-¡Adelante! -gritó el jefe del ejército del país vecino, que todavía no se había dado cuenta de la presencia del joven gigante.
Los soldados se disponían a obedecer la orden de su jefe, pero, de pronto, observaron con gran terror aquella extraña y enorme figura que se interponía entre ellos y la fortaleza.
-¡Fuera de aquí! -les gritó Robín, moviendo sus bra­zos como si fueran aspas de molino agitadas por el viento.
Los asaltantes, asustados, abandonaron sus armas sobre el campo y se alejaron a toda prisa.
-¡Nos ha salvado! -gritó el rey. A pesar de ser un gigante, eres un joven valiente y generoso. ¿Quieres quedarte con nosotros?
-Con mucho gusto me quedaría, pues ya estoy cansado dé recorrer el mundo -dijo Robín. Pero acabaría por oca­sionaros muchas molestias y será mejor que siga mi camino.
Pero entonces, volando sobre una mariposa gigante, apa­reció el hada del bosque.
-Puesto que así lo deseas, joven gigante -le dijo a Ro­bín, te convertiré en un ser normal.
El hada, ante la sorpresa y admiración de todos, tocó al simpático gigante con su varita mágica, y Robín quedó con­vertido en un joven de estatura similar a la de los demás mor­tales.
-Gracias -dijo Robín al hada. Ahora podré regre­sar junto a mis padres, pues ya no seré una carga para ellos.
Pero la hija del rey, antes de que el joven abandonara el país, organizó una gran fiesta en su honor.
-¿Volverás algún día a visitarnos? -le dijo al des­pedirle.
Robín prometió que así lo haría, y cumplió su promesa.
Pasado algún tiempo, Robín y la princesa se casaron y los padres del muchacho se fueron a vivir al palacio del rey, en compañía de su hijo, del que nunca jamás se separaron.

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