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jueves, 25 de abril de 2013

Santa marta y la tarasca

Cuenta la leyenda que Marta, su hermana María y su herma­no Lázaro -el amigo de Jesús a quien Él resucitó- tuvieron que huir de su tierra luego de la crucifixión del Hijo de Dios.
Durante muchos días viajaron sufriendo toda clase de vicisi­tudes, hasta que arribaron a una región llamada Provenza, al sur de la actual Francia.
En una de las aldeas provenzales llamada Tarascón se detuvie­ron a descansar un rato bajo unos árboles. Y cuando ya se dispo­nían a continuar el viaje, vieron venir corriendo hacia ellos a unos aldeanos que, casi sin saludarlos, les dijeron que no siguieran avanzando hacia el río Ródano, pues una terrible dragona habita­ba en sus orillas.
-Es un engendro de los infiernos que siembra el terror en to­da la región.
Pronto las gentes comenzaron a juntarse y a aportar más da­tos cruciales:
-Mata a todo aquel que transita el camino que une Arlés con Aviñón.
-¡Los devora vivos!
-O los agarra con sus dientes por una pierna o un brazo y los ahoga en las aguas del Ródano hasta que sus cuerpos se pudren y recién en ese momento se los come.  
-"La Tarasca", así se llama la dragona: "¡la Tarasca!"[1].   
-Hasta hace poco sólo ella misma se proveía de víctimas para alimentarse... ¡Pero ahora ha empezado a exigirnos a nosotros que se las sirvamos en la puerta de su cueva!
-¡Sí, es horrible! Ahora exige sacrificios humanos: todos los días una persona joven, hombre o mujer, le debe ser entregada pa­ra que la devore viva...
-¡Y si no cumplimos nos ha amenazado con venir a instalar­se en la plaza principal hasta devorarnos a uno por uno, desde los más viejos hasta los recién nacidos!
-Y no sólo a los pobladores de Tarascón, sino a todos los de los alrededores. ¡Estamos muertos de miedo y casi no nos atreve­mos a salir de nuestras casas!
Y tanto pero tanto se siguieron quejando de la dragona los ate­rrados pobladores de ese pequeño lugar de Provenza, que Marta se conmovió y se hizo el firme propósito de ir a enfrentarse con esa bestia.
Por lo tanto, una vez instalados los tres hermanos en una po­sada -convencidos de la inconveniencia de proseguir viaje, y cuando ya María y Lázaro se habían ido a descansar de tan fatigo­sas jornadas y también el posadero y su familia se encontraban durmiendo, ella salió sola, sin hacer ruido ni encender vela algu­na, y se dirigió hacia el paraje donde habían dicho que moraba la dragona.
Marta marchaba con la decidida intención de acabar con el cruel reinado de esta criatura infernal y con una única arma: su fe.
Alumbrado el trayecto por la intensa luminosidad de la luna llena, ella iba rezando en silencio, mientras su puño derecho en­cerraba un objeto y lo mantenía apretado contra su pecho.
Y la santa y valiente mujer llegó, al fin, hasta las orillas del Ró­dano, de cuyas aguas ondulantes parecían emerger puntas de cris­tales de luna. Se detuvo a respirar profundamente y luego giró la cabeza hacia la izquierda. A pocos metros de donde se hallaba vio una gran caverna excavada en un roquedal y no dudó de que se trataba del habitáculo del monstruo. Entonces se acercó a la en­trada, con precaución, y de a poco se fue internando en la opresi­va oscuridad de la caverna, teniendo sólo al Divino Maestro como guía y luz.
Luego de avanzar unos pasos vio que un rayo lunar atravesa­ba una grieta del techo de piedra. Bajo el haz luminoso y polvo­riento que se producía en medio de la negrura, Marta descubrió a la criatura más monstruosa que jamás había visto en la vigilia ni en la pesadilla más atroz de su vida.
El cuerpo era semiesférico, plagado de lacerantes puntas, y es­taba cubierto por un caparazón escamoso y duro, que remataba en una cresta de aguzadas agujas. Su cabeza parecía la de una per­sona, aunque deformada por su gigantesca boca de la que surgían docenas de aterradores colmillos.
La bestia se hallaba devorando los restos de una víctima de su crueldad. Por el estado de putrefacción de esa carne hinchada y violácea Marta supuso que sería el cadáver de algún despreveni­do viajero a quien la Tarasca habría sorprendido y luego ahogado en las aguas hasta su descomposición, tal como habían contado los aldeanos que le apetecía hacer, para luego engullírselo.
La Tarasca, antes de descubrir la figura de la intrusa, la olfa­teó. De inmediato, dejó de comer y levantó la cabeza para enfocar sus ojos hacia la procedencia de ese -para ella- siempre exquisi­to y tentador olor de humanos vivos. Y acostumbrada a ver en la oscuridad, la descubrió, menuda e inerme, parada en el medio de la caverna. Entonces le clavó sus ojos furiosos y la miró varias ve­ces de arriba abajo como sin comprender qué hacía ese frágil cuerpo de mujer allí. Y, de pronto, abandonando su repugnante cena, lanzó un rugido y comenzó a avanzar hacia Marta, con sus seis patas cortas que remataban en espantosas garras, mientras agitaba su cola fina como un látigo.
La joven sintió un profundo miedo en su corazón cuando la bestia apuró el paso, pero ella se puso a orar el Padrenuestro que Jesús les había legado, apretó más aún el pequeño frasco destapa­do que llevaba en su mano y empezó a recuperar el ánimo y sus reflejos físicos. Y justo en el momento en que iba a ser engullida por aquellas inmundas fauces, exclamó con la fuerza de su fe: "Je­sús, ¡amánsala!", y tras estas palabras extendió su brazo derecho y arrojó a la cara de la bestia el agua bendita que contenía el fras­co encerrado en su puño.
La Tarasca se retorció como si fuera ácido y, por primera vez, retrocedió asustada.
La devota y valiente mujer avanzó más y más, siempre espar­ciendo agua bendita hasta vaciar el frasco. Y cuando la bestia, arrinconada en el fondo de su cueva, se percató de que ya no te­nía escapatoria, bajó la cabeza sumisa, como un corderito y se aquietó.
Marta no perdió tiempo y desanudando el lazo de su cintura, lo pasó por la cabeza de la monstruosa criatura y así la sacó de la caverna.
Y la llevó caminando del lazo como a una mansa criatura, has­ta que cerca de la ciudad de Arlés, unos hombres, que se dirigían a sus faenas campesinas y venían marchando en sentido contra­rio, divisaron a esa insólita e inconcebible "pareja". Entonces, en medio de la mayor extrañeza, avanzaron corriendo, cercaron a la Tarasca y allí mismo la mataron con sus herramientas de labran­za. Luego dieron infinitas gracias a Dios. Y, desde luego, también a Marta, a quien ya consideraban una benefactora que acababa de producir un verdadero milagro ante sus ojos.

Todavía hoy se recuerda el acto de fe y justicia de Marta, luego declarada santa por la Iglesia Católica Apostólica Romana. Y todos los 29 de julio se realiza una fiesta en Arlés, donde se representa es­te episodio, para que todos tengan siempre presente, generación tras generación, esta hazaña producto de la fe de Santa Marta.

 0.176.3 anonimo (cristiano) - 016





[1] En francés, tarasque.

Santa margarita y el dragón

Cuenta la leyenda que alrededor del año 300 de Nuestra Era vivía en Antioquía (en ese entonces floreciente capital de Siria en poder de los romanos) una santa y virgen mujer llamada Margarita.
Durante la persecución a los cristianos bajo el emperador Dio­cleciano, Margarita fue apresada y encerrada en una mazmorra por haberse negado a casarse con el gobernador romano, prefec­to de la ciudad de Antioquía.
La tortura no se hizo esperar, pero la joven y devota mujer no abjuró en ningún momento de su fe cristiana. Cuanto mayor era el tormento que le aplicaban, mayor era la pasión con la que se aferraba a su fe, pues Dios estaba en su pensamiento y en su co­razón.
Una noche, luego de que los torturadores hicieran su cruel y rutinario trabajo, la abandonaron como a una bolsa de huesos en un rincón de la mazmorra y la dejaron sola y encerrada bajo lla­ve, como siempre.
La joven Margarita comenzó a rezar, para tratar de elevar su espíritu y distraer su mente del inmenso dolor del cuerpo, que siempre la acosaba, aun después de transcurridas varias horas de la sesión de tortura.
De pronto algo le llamó la atención: el silencio era absoluto.
Se acercó, con sus piernas débiles y martirizadas, a la puerta por donde habían partido los torturadores para intentar escuchar alguna voz o algún sonido.
Nada. El más absoluto silencio: ni una ráfaga de viento, ni un lamento de los demás reclusos, ni una pisada en el pasillo...
Margarita se volvió y el corazón casi le dio un vuelco cuando se encontró con un gigantesco dragón negro. Allí, sí, allí mismo, dentro de la estrecha mazmorra. Su cuerpo enorme la ocupaba toda.
Su cabeza estaba coronada por dos negros y gigantescos cuer­nos retorcidos y era estirada hacia adelante. Filosos y aterradores colmillos surgían de su boca horrenda. Sus alas eran como la de los murciélagos y su cuerpo estaba cubierto de escamas como el de las víboras. Su piel emanaba un hedor nauseabundo. Y sus ojos... ¡sus ojos eran lo peor! y su mirada era algo insoportable de ver.
Y de pronto el dragón le habló:
-Soy el Diablo y he venido a rescatarte. Sólo tienes que pedír­melo. Deja de rezarle a Él, no te responderá. Pierdes el tiempo. Piénsalo un momento: si no salvó a su propio hijo, ¿por qué ha­bría de salvarte a ti? Si me pides a mí, yo te concederé lo que de­sees.
Margarita retrocedió como pudo hasta pegar su espalda a la pared.
-¿Quieres salir de aquí? ¡Pídemelo!, ¡ruégame que te saque de aquí y lo haré ya mismo!
La joven estaba maltrecha y no le restaban fuerzas físicas pa­ra resistir, ni tampoco tenía lugar en la mazmorra como para se­guir alejándose del Diablo, pero su fe era inconmovible, y el he­cho de que el Maligno se apareciera ante ella para tentarla, la reafirmaba aún más.
-¡Nunca! ¡Nunca te pediré nada, Satanás! Soy una sierva de Dios.
El Diablo abrió las fauces y le gritó con toda la furia del aver­no y luego insistió con su propuesta, pero la joven santa se man­tuvo firme en su primera respuesta.
Entonces, al ver que la muchacha persistía en su negativa, el Diablo abrió sus fauces y la engulló viva de un solo bocado.
La joven se encontró en la más completa oscuridad, bañada en la sangre densa y tóxica del dragón y casi sin poder respirar por el hedor que surgía de las entrañas de la bestia. Pero a pesar de to­do la joven Margarita siguió firme en su fe. No se dejó vencer ni por el miedo, ni por el dolor, ni el asco, y con toda la fuerza de lo que su fe era capaz, hizo la Señal de la Cruz y clamó:
-Dios Todopoderoso: ¡Líbrame del Mal!
Y en cuanto terminó su clamor, en la oscuridad más profunda de ese infierno bestial, el estómago del dragón reventó y Margari­ta cayó al suelo viva y con su alma sana y salva.

0.176.3 anonimo (cristiano) - 016


San román y la gárgola

Cuenta la leyenda que alrededor del año 520 de Nuestra Era existía una terrible dragona que asolaba los alrededores de la región de Rouen, cerca del río Sena, en la actual Francia. La horrible criatura era conocida con el nombre de "gárgola".[1]
La inmunda bestia atacaba, generalmente, a todos aquellos que concurrían a la fuente a beber o cargar agua, aunque también había noticias de que el monstruo violentaba a quienes se inter­naban en los bosques.
Nadie se atrevía a enfrentar a la terrible gárgola. Se decía de ella las cosas más horrendas; incluso, algunos aseguraban que po­día apresar a una docena de hombres de un solo bocado y tragár­selos vivos.
El arzobispo de Rouen, llamado Román, decidió entonces ir a enfrentar a la bestia, pues estaba seguro de que con la ayuda de Dios todo era posible.
El viaje podía ser largo y peligroso; pero Román recordó las palabras de Jesús que habían llegado hasta él a través de la lectu­ra de los Santos Evangelios: "Si dos o más se juntan en la tierra en mi nombre, lo que pidan al Padre el Padre se los dará".
Por lo tanto, Román pidió a los cristianos de Rouen que lo acompañaran, pero ninguno de todos los que estaban siempre pre­sentes en las misas y en las celebraciones religiosas quiso ir con él.
El golpe fue muy duro para aquel hombre de la Santa Iglesia, pues ahora entendía por qué el demonio se hallaba en ese lugar, convirtiéndolo en un páramo desolado. ¿Dónde estaban los hom­bres de fe?
Fue, entonces, en busca de soldados y carpinteros, herreros y picadores de piedra. Pero nadie quería vérselas con la temible gárgola.
Finalmente Román acudió a la cárcel y allí preguntó:
-¿Quién de ustedes me acompañará a enfrentar a la gárgola?
-Pues nosotros... ¡seguro que no! -le respondieron los pre­sos; hemos cometido nuestros pecados y por eso estamos aquí, pero preferimos pudrirnos en la cárcel que morir destrozados por esa bestia inmunda.
Pero uno de los hombres jóvenes que se hallaban allí lo llamó:
-¡Arzobispo, no se vaya! ¡Yo lo acompañaré!
Román sonrió y aceptó la disposición del muchacho. Hizo los arreglos necesarios para sacarlo de la cárcel y luego partieron jun­tos al encuentro con la gárgola.
Ya cuando se hallaban caminando por el bosque el muchacho le preguntó:
-¿Cómo matará a la dragona, Arzobispo?
-Con el poder de Dios -le respondió Román con rotunda fe. De pronto llegaron a una zona del bosque cuyos árboles esta­ban destrozados, como si algo muy grande y fuerte hubiera pasa­do entre ellos.
-Estamos cerca... -dijo el muchacho como en un susurro. Román notó que los pájaros habían callado y el silencio se ha­bía apoderado del lugar.
-No tengas miedo, Dios está con nosotros -le dijo el arzobis­po al pobre muchacho que temblaba de pies a cabeza y jadeaba como si le faltara el aliento.
Siguieron avanzando y descubrieron muchos huesos huma­nos y de animales esparcidos por el lugar.
-Por aquí debe de estar su morada -aseveró el joven temeroso.
De pronto, como si hubiera surgido de la nada, apareció una te­rrible cabeza tan grande y horrible que no es posible describirla.
El joven convicto dio un alarido de terror y trató de escapar, aunque resbalaba en los huesos que estaban esparcidos en la tie­rra y caía una y otra vez.
-¡Reza conmigo! -le ordenó Román.
Luego se volvió hacia la temible gárgola y, levantando en alto un crucifijo, le dijo:
-¡En el poderoso nombre de Dios, te someto!
La gárgola abrió la boca repleta de filosos dientes y volvió a cerrarla, como si dudara.
El convicto se volvió a mirar lo que ocurría, pues no había es­cuchado el esperado ruido de los dientes al cerrarse ni los gritos del arzobispo.
Román gritó, entonces, por segunda vez:
-¡En el poderoso nombre de Dios, te someto!
La gárgola cerró la boca y bajó la cabeza, pero de pronto tuvo como un ataque frenético y chilló mostrando sus dientes. Entonces, Román hizo acopio de toda su fe y dijo por tercera vez:
-¡En el poderoso nombre de Dios, te someto!
La gárgola levantó su garganta y dio un poderoso aullido, como si por allí dejara escapar todo el mal que había en su interior. Lue­go bajó la cabeza y cerró los ojos, como si se encontrara dormida.
Entonces el muchacho creyó en las palabras de aquel hombre de fe y en el poder de Dios.
-Es muy grande para los cuchillos y las espadas; sólo lograría­mos que se enfureciera. ¿Cómo la mataremos, Arzobispo? -pre­guntó el muchacho acercándose a Román.
-Tenemos que sacarla de aquí.
El hombre se acercó a la terrible gárgola y tomándola de una barba la condujo como una mansa criatura fuera del bosque. En­tonces el muchacho creyó aún más que antes. Creyó en la fuerza de las palabras que había pronunciado aquel hombre de fe y en el poder de Dios Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Una vez que salieron de la foresta, los hombres del pueblo vie­ron aparecer a Román, al convicto y a la horrible gárgola, que ca­minaba a paso lento totalmente sometida.
Entonces corrieron a buscar sogas y ataron a la asesina criatu­ra y la cubrieron de leña. Inmediatamente la prendieron fuego y se quedaron allí observándola hasta que se convirtió en cenizas.

Hasta hace algunos años aún se celebraba, en Rouen, la victoria de San Román sobre la terrible gárgola, haciendo un desfile, pren­díendo fuego a una imitación de la dragona hecha en papel y conce­diendo el indulto a algún condenado en prisión.

0.176.3 anonimo (cristiano) - 016




[1] También recibe el nombre de gargouille y de gargantona.

San narciso y el dragón

Narciso era un fiel y devoto siervo de Dios. Su fe le henchía el corazón con tanta fuerza que no podía evitar bendecir todo cuanto aparecía a su paso y dar las gracias a Dios por cada día de vida.
Dicen que los caminos de Dios son misteriosos. A Narciso esos caminos lo condujeron a Augsburgo y allí se instaló.
El primer día rentó una habitación en una posada y pasó varias horas acondicionándola, para poder realizar en ella sus estudios, sus lecturas de los textos sagrados y rezar sus oraciones; pero, cuando casi ya estaba todo listo, sintió, de pronto, un frío extraño.
Narciso se volvió y se encontró cara a cara con el mismo Dia­blo, que estaba de pie en medio de la oscuridad que lo rodeaba, donde sólo se destacaba su rostro abominable.
El hombre de fe lo observó por unos instantes y de inmediato comenzó a rezar para sacarlo de allí. Pero el Diablo le dijo:
-Entrégame un alma. Entrégame el alma de alguien a quien sólo yo pueda matar.
-¡Vade retro, Satanás! -le respondió Narciso con énfasis.
-No me iré hasta que me des un alma. Éste es el precio por tu estadía en este lugar.
De pronto la iluminación divina irradió la mente del devoto Narciso. Y le preguntó:
-¿Tomarás el alma de quien yo mencione?
El Diablo, envuelto en un halo de oscuridad, sonrió con sus ojos infernales y contestó:
-Así lo haré.
-¿Cómo puedo creerte? ¿Cómo puedo estar seguro? No eres más que un imitador de Dios, un vil mentiroso.
El Diablo pareció entonces enfurecerse de una manera increí­ble. Sus ojos despedían chispas y la oscuridad que lo envolvía pa­reció crecer.
-Yo prometo cumplir con mi palabra. Mataré a quien mencio­nes y tomaré su alma para mí.
-¿Sea quien sea? -siguió inquiriendo Narciso para estar com­pletamente seguro.
-Sí, sea quien sea.
Narciso sabía que si él mencionaba el nombre de una persona para que el Diablo la matase y arrebatara su alma, no sólo caería el alma de esa persona sino también la suya propia por haber pro­piciado que el Diablo se la llevara. También era consciente de que el Diablo sabía esto. Pero Narciso había sido tocado por la ilumi­nación divina y tenía fe en Dios.
Finalmente el hombre de fe habló:
-En los Alpes, en una de sus cimas, existe una vertiente de agua fresca. Los hombres han tallado una fuente a su alrededor para que sea más fácil beber de ella. Allí refrescan su garganta los peregrinos y toda persona que atraviesa tan imponentes montañas.
El Diablo escuchaba pacientemente. Narciso continuó:
-Ahora bien, hace algún tiempo que nadie puede beber de esa agua porque la fuente es custodiada por un terrible dragón negro, de cuerpo escamado y cuernos en su cabeza, que ataca a todo aquel que se acerque. Lo mata inundando su cuerpo del aliento venenoso que mana de su boca y de sus fosas nasales.
El silencio se hizo tangible por unos segundos y cuando el Diablo se estaba por impacientar Narciso habló:
-Quiero que tomes el alma del dragón.
El Diablo lanzó un alarido de furia que resonó en la habita­ción haciéndola temblar, pero Narciso siguió firme en su decisión y permaneció delante del Maligno ungido por la fe.
-Yo puse ese dragón allí para socavar la fe de los humanos -dijo el Diablo enardecido por la ira.
Narciso había recibido ese mensaje del cielo, aunque también había escuchado a varios peregrinos quejarse de la bestia que cus­todiaba esa fuente.
-¡Cumple con tu palabra! -lo conminó Narciso con la autori­dad de Dios.
El Diablo miró con odio a Narciso y desapareció sin dejar ras­tro, como si nunca hubiera aparecido.
Pero cumplió con su palabra: al poco tiempo Narciso se ente­ró de que "el horrible dragón de la fuente" había entrado súbita­mente en combustión "como engullido por unas llamas espanto­sas que parecían venir del averno".
Y entonces Narciso, en silencio, le dio gracias al Señor. Y no sólo por haber liberado la fuente, sino también por haberlo exi­mido a él del pecado de complicidad con el Diablo.

0.176.3 anonimo (cristiano) - 016


La fuente de la dulzura


Esta es una historia de amor. Sucede entre una chica que salía todas las tardes a disfrutar del aire fresco en su balcón, y Yunus, su enamoradísimo vecino. Yunus pasaba horas enteras en Babia, disfrutan­do de cada pequeño movimiento, cada reflejo de sol en los ojos de la chica que le quitaba el sueño. Por supuesto, la chica sabía que Yunus estaba ahí, y de hecho también estaba enamo­rada en secreto, pero su sueño era que un día él se acercara a sus padres y pidiera su mano.
Pasaron las tardes y los meses, hasta que finalmente Yu­nus tomó el coraje necesario y se dirigió hacia su vecino, el padre de la chica.
-La paz sea contigo, querido vecino. Tengo algo que decirte.
-Que la paz sea contigo, amigo. Dime qué necesitas.
-Verás. De un tiempo a esta parte creo que me he enamo­rado de tu hija.
-¡Alabado sea Dios! ¡Me alegra tanto oír eso! -contestó el hombre con sincera alegría. Creo que de todos modos hay algo que deberías saber.
-¿Ella no me ama? -dijo Yunus, espantado.
-¡No, no! Estoy seguro de que sí. El problema es otro.
-¿Cuál es el problema, querido vecino? Dímelo de una vez, por favor.
-Mi hija tiene muy mal carácter.
-¿Ése es el problema?
-Sí. Pero no estamos hablando de un poco de mal carác­ter, estamos hablando de un serio problema de actitud. Es casi imposible hablar con ella sin que te insulte o te grite al­guna maldición.
-¡Caramba! -dijo Yunus un tanto preocupado. ¿Y crees que eso tendrá solución si la trato con el cariño y el respeto que se merece?
-No lo creo así. Tengo la impresión de que existe una so­la forma de arreglarlo.
-¿Y cuál es esa forma?, si puedo preguntar...
-Debes ir hasta la fuente de la dulzura robar tres gotas y colocarlas en una pequeña botella encantada en la que só­lo entren éstas. luego tu futura esposa deberá beberlas, y su carácter será mucho más tranquilo y agradable. Debes pre­guntarle a la anciana que pide limosna en las escaleras de la mezquita. Ella sabe dónde puedes encontrar la fuente. Aunque en realidad, no sé si vale la pena que te tomes tan­tas molestias por una mujer.
-Querido vecino, estoy muy enamorado de tu hija. Haré cualquier cosa con tal de estar con ella.
Y sin decir más, partió en busca de la fuente. Primero compró una botella tan pequeña como para que entraran tan sólo tres gotas, y luego se encontró con la anciana en las escaleras de la mezquita.
-¿Dónde está la fuente de la dulzura? -le preguntó, mientras dejaba una moneda en su mano.
-Debes caminar siete días hacia el este y siete días hacia el sur. Ahí encontrarás el río. Crúzalo y llegarás al país en el que vive un gigante. Pregúntale. Él te dirá lo que quieres saber.
Yunus viajó tal como se lo había indicado la anciana, y al llegar al río se encontró con el hombre de la barca que ayu­daba a cruzarlo.
-¿Sabes dónde vive el gigante? -le preguntó Yunus.
-En esa dirección -contestó el hombre de la barca, tiene una cueva entre los montañas. Pero trata de ser muy educa­do cuando le hables, ya que es capaz de aplastarte con sus puños.
Yunus caminó tanto que llegó agotado. Se tiró a descan­sar sobre unas rocas y se quedó dormido. Al despertar, se dio cuenta de que el lugar donde se había recostado era la palma de la mano del gigante.
-¡Vaya, vaya! ¡Pero si es un pequeño mortal en la palma de mi mano! ¿Qué es lo que quieres?
-Noble gigante, que la paz sea contigo -dijo Yunus, muy educado. He venido a preguntarte dónde puedo hallar la fuente de la dulzura. Tan sólo necesito tres gotas para curar el mal carácter de la chica de la que estoy enamorado.
-¡Ja, ja, ja! ¡Ésa es una buena razón para buscar la fuente! -rió el gigante, de buena gana. Si no me hubieras hablado tan bien, te hubiera aplastado con mi dedo meñique. Pero te dirigiste a mí con respeto, y por eso voy a darte lo que ne­cesitas. Aquí, dentro de mi cueva, hay un pasaje secreto custodiado por un dragón de tres cabezas. Debes decir: "En nombre de Sulimán, hijo de David, ¡déjame pasar!". Y el dragón te dejará acercarte a la fuente.
Yunus se aproximó a la cueva bajo la atenta mirada del gigante y se adentró por el pasaje secreto. Le temblaban las piernas, y para darse ánimos, recordaba el reflejo del sol en los ojos de su hermosa vecina.
Al final del pasaje, un dragón de tres cabezas lanzaba fuego por su nariz y olfateaba el aire, dándose cuenta de que alguien se estaba acercando.
-¡En nombre de Sulimán, hijo de David, déjame pasar! Al oír estas palabras, el dragón se hizo a un lado y lo dejó pasar.
Tras caminar un largo rato, Yunus encontró, al fin, la fuen­te de agua. Sentada junto a ella, una hermosa hada recogía agua con una jarra.
-Que la paz sea contigo, mortal -le dijo el hada con voz dulce. Acércate, yo llenaré la botella para ti.
El hada llenó la botella y se la entregó. Antes de que Yu­nus pudiera besar sus manos en agradecimiento, el hada desapareció.
Llegó hasta la puerta de entrada, cansado como nunca, y le mostró al gigante su pequeña botella.
-¡Muy bien, muy bien! ¡Ja, ja, ja! ¡Pero ahora no puedes irte!
-¿Cómo? -gritó Yunus.
-Has venido, has tomado lo que necesitas, y ahora debes pagar. Trabajarás para mí durante todo un año, y cuando termines, enton-ces sí podrás partir.
Yunus pensó que no tenía sentido discutirle a un gigan­te que podía aplastarlo con la yema de un dedo, así que aceptó las condiciones y trabajó duramente para el gigante durante todo un año. Ordeñaba las cabras, preparaba la comida, limpiaba las sábanas y la ropa, y lavaba los pla­tos todos los días. Al terminar el año, el gigante estaba tan contento que le regaló una bolsa de oro y lo despidió con los mejores augurios.
Cuando el vecino lo vio llegar, le dijo:
-¡Mi querido amigo! ¿Qué te había pasado? ¡Estábamos tan preocupados por ti!
Yunus le contó todo lo que había sucedido, y le entregó la botella con las tres gotas de la fuente de la dulzura. Co­mo no quería perder más tiempo, fue hasta su casa y se vistió de fiesta. Esa misma noche sería la boda.
Tras la ceremonia, Yunus quitó el velo del rostro de su espo­sa y vio que era aún más hermosa de lo que él había soñado.
-Querida esposa, cuántas maravillas que hay en este mundo, Dios sea bendito -dijo Yunus, con una gran sonrisa. Si yo no hubiera ido a buscar aquellas gotas a la fuente de la dulzura, quién sabe dónde estaríamos esta noche.
-¿Qué gotas? -preguntó su esposa.
-Las que hicieron que tu voz suene tan dulce como ahora.
-No sé a qué te refieres. Mi voz ha sido siempre así.
-¡Pero tu padre me dijo que tu carácter era tan malo, que sólo tres gotas de la fuente de la dulzura podían calmarlo!
La hermosa muchacha comenzó a reír. A pesar de que era hermoso para Yunus verla así, quiso saber qué era lo que le causaba tanta gracia.
-¡No era yo la que tenía mal carácter -le dijo, sino mi querida madre! Mi padre estaba atormentado por sus insul­tos y maltratos. Alguien le contó acerca de las gotas, y él decidió que quien fuera a pedir mi mano se encargaría pri­mero de encontrarlas. De esa forma mi madre se curaría y mi padre se salvaría de ir a la tumba demasiado pronto.
Entonces él rió también, y agradeció que al menos ahora tendría una suegra de buen carácter. Yunus y su esposa fueron tan felices juntos, que nunca jamás tuvieron ni un solo choque de palabras.

Fuente: Azarmedia-Costard - 020

0.182.3 anonimo (arabia) - 020

Lo mínimo para comer


Después de haber empleado toda la ma­ñana en conseguir la comida que debía llevarle a su familia ese día, el hombre se sentó a descansar.
Lo hizo junto a una piedra, al borde del camino. El calor era tan agobiante que secaba las gotas de sudor antes de que pudieran deslizarse por el rostro.
Colocó a su lado el guanaco y las dos vicuñas que había cazado, y cerró los ojos para descansar.
Dos segundos después, lo despertó la sensación de que alguien estaba a su lado. Abrió los ojos, y la sorpresa le cor­tó el aliento. Sentado junto a él, con su pequeña cara blanca y su larga barba, estaba el Coquena. A su alrededor, quince vicuñas cargaban unos sacos grandes y pesados. Algo ex­traño había en esos sacos, pero por más que el hombre agu­dizaba la vista, no llegaba a darse cuenta qué eran desde esa distancia.
El Coquena lo distrajo.
-Explíqueme, amigo, por qué ha matado a esas criaturas -dijo, señalando a las vicuñas y al guanaco que yacían jun­to al hombre.
-Las he matado porque mi familia debe comer.
-El Coquena asintió con la cabeza, pensativo.
-Entonces, ya ha cazado todo lo que quería, ¿verdad?
-Estaba regresando a casa cuando me senté a descansar -contestó el hombre.
El Coquena acomodó su sombrero y volvió a pensar un rato. Luego se puso de pie, descargó una de las bolsas y se la entregó al hombre. Sin decir más palabra, se alejó con su rebaño.
El hombre miró su bolsa y vio que no estaba atada con una soga, sino con una víbora. Antes de que pudiera asus­tarse, la víbora se desenrolló, cayó al suelo y desapareció entre las piedras.
La bolsa estaba repleta de kilos y kilos de oro.
El hombre, llorando de felicidad, corrió hasta su casa a contarle a su familia lo que había sucedido.
De casualidad, aquella tarde lo estaba visitando su her­mano, un hombre rico, a quien lo único que le importaba era serlo cada vez más.
Al escuchar la historia, se dijo a sí mismo:
"Si por tres animales el Coquena le entregó una bolsa de oro, por treinta me entregará diez". Y sin dar explicaciones, partió hacia el cerro.
Esa tarde cazó treinta y cuatro vicuñas y catorce guana­cos. Cansado como nunca, se dejó caer en el mismo lugar del camino donde lo había hecho su hermano.
Cerró los ojos y se quedó dormido. Cuando despertó, el Coquena y su rebaño estaban junto a él.
-Explíqueme, amigo, ¿por qué ha matado a esas criatu­ras? -dijo el Coquena.
-Las he cazado para mí.
-¿Sólo para usted?
-No tengo familia ni nadie que me importe -dijo el her­mano, por lo que no tengo razón para repartir mi caza.
El Coquena se enfureció de pronto. El viento comenzó a soplar con fuerza, y la tierra volaba a tanta velocidad, que tener los ojos abiertos dolía.
-¿No sabes que debes cazar sólo lo mínimo para el sus­tento? -gritó el Coquena, y su voz, oculta tras la tormenta de tierra, parecía venir de todas partes. ¡¿No sabes que soy el patrón de los animales del campo y de los cerros?! Deberías haberlo pensado antes de despertar mi ira. ¡Te condeno a perder todas tus riquezas y a tener que dedicar­te a pastorear ganado hasta el último de tus días!
El viento dejó de soplar, y cuando la tierra volvió a asen­tarse, el Coquena había desaparecido.
Desde entonces, nadie se animó a quitarle al cerro más animales de los que necesitaba para comer.
Y así es como siempre debería haber sido.

Fuente: Azarmedia-Costard - 020

0.183.3 anonimo (colla) - 020