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miércoles, 6 de noviembre de 2013

Rodrigo alemán

Finales del siglo XV.
Fernando e Isabel, los Reyes Católicos, Reyes de Es­paña.
Rodrigo Alemán, el Maestro, casi ocho años de traba­jo en el coro de la Catedral de Plasencia.
Antes ha trabajado en las Catedrales de Zamora, Ciu­dad Rodrigo, Toledo.
Es ahora el maestro indiscutible de los coros espa­ñoles.
La madera en sus manos se vuelve cera moldeable para cuajar en todo tipo de figuras ejecutadas con per­fección inigualable.
Pero Rodrigo es difícil de calificar: escultor, arquitec­to, inventor, científico... Es un artista visionario, ambi­cioso, inquieto, fácilmente irritable. Es un bohemio ca­prichoso.
No acepta fácilmente las incursiones en su alma. Me­nos aún en su vida.
El Cabildo de Plasencia le tiene atado con un contrato singular y no le es fácil conformarse con los estipendios pactados.
Pasan con frecuencia a contemplar su obra personas que ya le están resultando molestas.
Está bien que la Reina Isabel, que en ese año de 1497 anda por tierras extremeñas, le haya saludado a su paso por Plasencia. Es un honor el saludo de aquella mujer que ha hecho posible el descubrimiento de un Nuevo Mundo. Como agradecimiento a su visita, aureolada de grandeza el artista la ha retratado en una de las sillas la­terales. En la otra silla por aquello del "monta tanto", "tanto monta" ha colocado a su esposo Fernando.
Pero a diario Rodrigo recibe visitas que no son de su agrado, que le molestan.
¿A qué viene la visita del franciscano que está pidien­do a gritos una reforma? ¿O la del dominico predicador inquisitorial? ¿O la del canónigo señorial que paga tras tantas comprobaciones?...
Rodrigo se ha ido vengando por todos ellos.
Al franciscano lo ha retratado con cabeza de raposo predicando a unas gallinas o recibiendo los palos de un aldeano.
El dominico intelectual ha corrido una suerte pareci­da. Con aspecto de simio dicta una lección de teología o enrolla un viejo pergamino.
Los frailes no son de su agrado.
Los curas, tampoco.
La ferocidad de su crítica va más allá de los límites to­lerados. Rodrigo ha ido demasiado lejos. ¡Cuántas tallas irreverentes!
Si es un hombre creyente, aquello, en el mejor de los casos, si es mentira, resulta una calumnia. Si es verdad, debería silenciarlo.
Podremos aceptar que en un coro catedralicio se mez­clan las corridas de toros, las diversiones musicales, las luchas callejeras. Los protagonistas, a la postre, son al­deanos de la tierra.
¡Pero, las otras!...
Hay muchos cabos sueltos en la vida del discutible Maestro. No por su arte, que es indiscutible, sino por su conducta, que resulta extraña.
Dos cosas llaman la atención:
Plasencia está llena de judíos. Los Reyes estudian me­didas contra ellos porque quieren para España también la unidad religiosa. Y, sin embargo, las pocas veces que han sido retratados por el Maestro, aparecen con respe­to. Nunca aparecen bajo los asientos, para que sobre ellos no pueda sentarse un sacerdote. ¿Son cuestiones de primacía? ¿Juzga superiores a los judíos? ¿Es que él mis­mo es judío?... Sería conveniente que la Inquisición lo averigüe.
Pero esto sólo podrá hacerse cuando haya acabado su obra.
Otro hecho llamativo es el respeto que demuestra ha­cia deter-minados animales que, por otro lado, le resul­tan familiares.
A veces se le ha visto atrapando las palomas que ani­dan en los huecos de los altos nichos.
Es también frecuente verle los martes en el mercado lugareño comprando gallos, tórtolas, faisanes..., aves de exquisito plumaje.
¿Para qué todo esto?
Porque para modelos no sirven. Simplemente no los utiliza.
Corren rumores de que recoge con cuidado las plu­mas de todas las aves que come (y las aves son su comida predilecta). Que va engarzando con pegamento en una sustancia desconocida las plumas de estos animales has­ta formar unas alas inmensas.
Se le ha visto en lo alto de la torre catedralicia hacer ejercicios como si fuera un aprendiz de pájaro volande­ro. Imita a las cigüeñas de la espadaña que antes de vo­lar aseguran el vuelo inaugural con repetidos ejercicios de ensayo.
El maestro puede sorprender con algún invento es­pectacular. Por eso se le tolera, se le acepta, se le admira con expectación.
¿Qué hará el Maestro?
Rodrigo es un hombre del Renacimiento, es un hu­manista. Ha estudiado el fracaso de Ícaro y Dédalo cuando querían escapar de su laberinto prisionero. Él ni quiere ni puede repetirlo. Pero en su mente hay un proyecto estudiado científicamente como una sencilla ecua-ción algebraica:
Si equis plumas sostienen equis peso, aumentando las plumas podemos aumentar proporcionalmente el peso.
Esta será su venganza definitiva.
Cuando quieran exigir las cuentas de su trabajo, cuando quiera investigar el inquisidor sus antecedentes, será tarde.
Él, el Maestro habrá volado.
Varios meses después de que terminara el Maestro Rodrigo su obra del coro catedralicio, en Plasencia, en la Dehesa de los Caballos apareció el cadáver de un hombre. Estaba irreconocible, los buitres, las alimañas habían comido sus entrañas.
¿Quién era?
Podría ser el Maestro Rodrigo.
Toda Plasencia lo aceptó así.
Nada se volvió a saber del Maestro. Y, desde luego, ni realizó obras posteriores ni la historia volvió a hablar de él.
En Plasencia hay unos rumores que para muchos son historia:
El nuevo volador, aunque no se acercase al sol, no ha­bía contado con las ráfagas de aire huracanado, que so­plan de vez en cuando en este valle de Plasencia. Una de ellas lo habría arrastrado. Y aquél cadáver era el del Maestro Rodrigo.
Este final de leyenda nos parece más bonito que ima­ginar al Maestro Rodrigo expulsado con alguno de los grupos de judíos que fueron por entonces expulsados de Plasencia como de otras ciudades españolas.

FUENTES:
-"El Cronista", Revista quincenal de Serradilla.
-M. Sánchez Mora, "Las Catedrales de Plasencia". Plasencia. Guía Histórico-Artística-Turística, por José Díaz Coronado.
-Colaboración especial en esta y otras leyendas de don Victor Martínez y su esposa, Rosa Muñoz.

Fuente: Jose Sendin Blazquez

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