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miércoles, 6 de noviembre de 2013

Por culpa de una gitana

Plasencia fue en muchos momentos un mosaico de ra­zas, gentes, religiones, oficios..., algo así como una ciu­dad universal muy del gusto moderno. No siempre y a todos les cupo igual estancia. Los judíos, por ejemplo, fueron expulsados de Plasencia, como de la mayoría de los lugares de España. Con ello se vino abajo parte del florecimiento de la región. Porque no sólo se marcharon de esta ciudad, sino también de Hervás, Béjar, Aldea­nueva, Torrejoncillo, etc.
Pero de Plasencia no se les pudo expulsar, porque no siempre estuvieron o, mejor, siempre estuvieron, aun­que no para poderlos expulsar, a los gitanos.
Antes se les llamaba egipcianos, aludiendo a sus raí­ces primigenias. Eran más nómadas que hoy y gozaban de pocas simpatías. Con verdad o sin ella se les hacía responsables de gran parte de las fechorías ciudadanas, sobre todo cuando llegaban las ferias y montaban sus campamentos en las riberas del Jerte.
Pero entonces y hoy los gitanos sabían defenderse con astucia, pedir con salero, cantar por peteneras o apropiarse más o menos legítimamente de lo que les ha­cía falta.
No era raro verlos complicados con las autoridades, antes los corregidores, ahora los guardias civiles.
Y no estuvieron nunca tan desamparados como mu­chos quieren. La historia que vamos a contar es una muestra de ello.
En Plasencia, desde muy pronto, se levantaron edifi­cios que gozaron del famoso "derecho de asilo". Los sig­nos exteriores de estos derechos se correspondían con unas argollas en la casa de este nombre, en la Calle del Rey, con unas cadenas en la puerta de la Catedral.
Precisamente aquí, aún cuando no en esa puerta, am­parándose en este sagrado derecho tuvieron lugar a fi­nales del siglo XVII los interesantes sucesos de nuestra historia. Y todo por culpa de una gitana que desafía va­lientemente al Corregidor de la ciudad.
Eran los días próximos a la feria de junio. Los gitanos habían llegado con sus caravanas de machos y borricos. Tenían asentados sus reales en los alrededores de Pla­sencia: en el Cachón, en el Olivar, en San Lázaro, en la carretera del Puerto..., hasta repartirse los terrenos co­mo lo hicieran las tribus de Israel cuando entraron en la Tierra Prometida.
De acuerdo con su ritual división de obligaciones, los gitanos, los hombres, acicalaban para la próxima venta las caballerías seleccio-nadas, en peluquerías montadas al aire libre. Tijeras, máquinas, ungüentos, tintes, cla­vos, herraduras..., estaban allí al servicio de los sufridos animales. Cuando lleguen los días álgidos de la feria, en ceremonia solemne, con marcaje de tribu, el gitano y su vara paseará sus borricos por los tesos y rodeos como animales sagrados admirados antes del sacrificio.
A las mujeres les correspondía buscar el sustento para la familia. Es parte de su código: un caballero gitano nunca tenderá la mano para pedir. Ella, la gitana, puede acudir a cualquier recurso por "el pan de cada día".
Para hacer más llamativa su obligación, la hembra se prensentará cargada de churumbeles: uno a la espalda, otros tirando de sus largos vestidos, que se mueven gar­bosos con el aire de la mañana. Estos, los churumbeles, son parte importante en el oficio. Mientras ellos, los payos, se sentirán seducidos por los negros ojazos de la niña que ya despierta para mujer, mientras el pequeño llora y grita pidiendo pan, la labor de la gitana, aparen­temente distraída, queda sumamente facilitada.
Algo de esto debió suceder cuando varias de ellas fue­ron aprehendidas por la Justicia. Una, Ángela Alvara­do, logró escapar proclamando a gritos, mientras corría, su inocencia. A duras penas pudo llegar al espacio aco­tado por las cadenas de la Catedral, donde quedaba aco­gida al "derecho de asilo".
Don Francisco Antonio de Salcedo, Corregidor de la ciudad, que la seguía de cerca, no quiso sentirse humilla­do nada menos que por una gitana. Entró en el templo con sus servidores y alguaciles y apresó a la fugitiva en la Capilla Mayor de la Catedral Vieja. Eran precisamente las doce del día, cuando salían de sus rezos parte de los canónigos, sacerdotes y fieles de la Catedral.
La gitana, interesada por el escándalo, gritaba, grita­ba cuanto podía, invocando "el derecho de asilo". En se­guida la correspondieron los presentes, clérigos y segla­res. Aquello estaba a punto para un motín. Pero el Co­rregidor, ebrio de rabia y de furor, agarró violentamente a la gitana y la sacó a la calle. Gritos y más gritos por par­te de los espectadores. El Corregidor, que corresponde también a las burlas y escarnios, la sigue arrastrando a la calle.
Y ya en la calle, conforme a los modos (hoy incom­prensibles) de la época, la gitana y sus compañeras, montadas en sendos pollinos y con las espaldas desnu­das y a la vista de todos, fueron apaleándolas hasta lle­gar a la cárcel de la ciudad.
Pero los eclesiásticos testigos del suceso no aceptaron los hechos.
Inmediatamente el Provisor del Obispado condenó al Corregidor a la pena de excomunión mayor. La bula, como era ritual, se fijó a las puertas de las iglesias.
El excomulgado no podía ser absuelto sin el cumpli­miento de ciertas condiciones, entre las que estaba el arrepentimiento.
El Corregidor apeló a la Nunciatura de Madrid, pero la sentencia fue confirmada en todos sus extremos.
El Corregidor había perdido un juicio que duró más de cinco años.
No faltaron amigos que lograron se aliviara la pena con una limosna, y que fue destinada para comprar el re­loj de la Catedral.
No son muchos los que saben que el reloj de su Cate­dral es regalo de una gitana o, lo que es lo mismo: el pre­cio de un juicio y de una condena que una sencilla gitana de Plasencia ganó al Corregidor mayor de la ciudad.
Esto era en el siglo XVII, antes de las democracias.

FUENTES:
-M. López Sánchez Mora, "Por culpa de una gitana". Publicado en una revista de las ferias de Plasencia.
-Las fuentes originales están en el archivo de la S.I. Catedral de Plasencia. De allí las exhumó el que fuera su archivero.

Fuente: Jose Sendin Blazquez

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