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miércoles, 6 de noviembre de 2013

Misterio y leyenda de las hurdes

LOS HURDANOS SON DESCENDIENTES DE REYES

"Adiós Duque y adios Alba;
que voy como Clicie nueva
adonde mi sol me lleva,
pues por amor me salva;
adiós, Tormes, que en presencia
de mi amor supiste tanto;
pues creciste con mi llanto,
mengua ahora en mi ausencia".

Con estas palabras, Brianda se despide de su hasta en­tonces morada. Ha bajado descolgada por un cordel, para caer en brazos de su amante y oculto esposo, don Juan.
A pesar de ir vestida de hombre no puede ocultar su singular belleza.
Ella es una de las damas selectas que sirven a la Du­quesa de Alba. Don Fernando de Toledo, el primer Du­que, la va a entregar muy pronto como esposa a don Ra­miro Lara, uno de sus más apreciados caballeros, criado desde pequeño con singular cariño, en la propia Casa Ducal.
Pero don Juan, también de los criados de la egregia Casa, ha descubierto antes, las excelencias de esta sin­gular mujer. Sin permiso de su Señor, para que nadie se le oponga, se ha casado en secreto con ella.
Una sola persona conoce los hechos, Mendo de Al­mendárez, sirviente como él, pero íntimo en la amistad que los une.
Un casamiento en aquellas condiciones significaba la caída en desgracia, y no existía otra solución que esca­par del castigo.
A finales del siglo XV. Los Reyes Católicos están pre­parando el asalto a los últimos baluartes moros en tierras españolas.
Ya han rogado a los Duques de Alba, como señores de la villa, el cambio de nombre de la Granada extreme­ña por el de Granadilla.
El empeño está decidido, y los propios Reyes dirigi­rán la campaña en tierras de Andalucía.
El gobierno de Castilla queda en manos de la casa:
"Duque de Alba, mi primo, yo me parto a Granada: en tanto que os ordeno otra cosa, es mi voluntad que quedéis en el gobierno de Castilla con el título de Vi­rrey; que los caballeros como vos, tanto pelean gober­nando los vasallos como venciendo los enemigos.
Partid luego a la corte, que tengo que hablaros en mi partida, y encomendadme a la Duquesa.
Dios os guarde. EL REY".
Parece, pues, una locura imaginar que dos jóvenes enamorados pretendan escapar de la venganza de un tan notable señor.
Pero el amor no conoce fronteras. No se detiene ante peligros. -
Brianda y Juan huyen, huyen sin descanso. Han cru­zado Salva-tierra, Béjar, Jarandilla... Intentan trepar por las empinadas cumbres de la Peña de Francia. Quieren llegar a tierras de Portugal o, en todo caso, a los secretos de una salvaje rinconera escondida en los extremos del ducado, donde reina, a la vez, el misterio, la belleza y la brujería:

"Alza los ojos, verás, Brianda,
peñas que tocan al cielo
y bájalos luego al suelo
y apenas suelo verás.
Que un castaño en aquel valle
paréceme pequeña flor...
Asperísimas peñas, donde apenas
ha llegado jamás estampa humana,
en cuyas frentes vierte la mañana
escarcha, en vez de flores y azucenas.
Montañas de sombríos y hayas llenas,
último fin de mi esperanza vana,
antigua sierra de tu nieve cana,
castillo que de hielo forma almenas.
Profundos valles de oscuro invierno,
lóbrega habitación, piedras que trae
de su furiosa lluvia el curso eterno.
Que bien puedo decir que amor me trae
a morir entre el cielo y el infierno,
si de vosotros mi esperanza cae".

No pensaron jamás los sencillos amantes en el prota­gonismo que daban comienzo.
Se hallaron inesperadamente rodeados de hombres que parecían bárbaros. Visten pieles mal trabajadas y peor curtidas. Hablan la lengua castellana, pero con unos giros y palabras propias de siglos muy olvidados. Parecen ajenos a la belleza de la tierra que les rodea. Y, para colmo, son ellos los que están más sorprendidos hasta tomar a los visitantes por seres de otro mundo:

"Alégrate, rapaz
Dinos la tu tierra y nome;
que nosotros non sabemos
que haya más mundo que el valle
que entre aquestos montes vemos".

Juan y Brianda no alcanzan a explicarse el por qué de este recibimiento. ¿De veras esas gentes rudas pueden pensar que no existan más hombres que ellos?
Juan, más temeroso, está convencido de que los bár­baros se sienten atraídos por la belleza de Brianda. A ella dirigen, principal-mente, sus miradas. ¿Habrán des­cubierto bajo la apariencia de hombre su contextura de mujer?
Pero

-"Serranos, que ¿no sabéis
cuya es la tierra en que estáis,
ni el gran señor que tenéis?
-Nosotros no conocemos
otro Dios ni Rey que el Sol c
ada encima le vemos.
-¿Ni que es Fernando, español,
vuestro Rey?
-Nada sabemos.
-¿Qué español?
-El Rey de España.
-¿Qué es España?
-Aquesta tierra
que el mar por mil partes baña.
-¿Qué es mar?
-El agua que encierra
el mundo en sí.
¡Cosa extraña!
¿España se llama el mundo?
-No, sino una parte dél.
-¿Parte dél? ¡Caso profundo!
Luego, ¿hay más España en él?
-Y aún otro mundo segundo,
que va a descubrir Colón.
-¿Quién es Colón?
-Un varón
que otro mundo piensa hallar.
-¿Por dónde va?
-Por la mar,
que todas las aguas son.
-¿Será España del tamaño
de este valle?
¡Caso extraño!
Más que cien mil valles es.
-¡Santo Sol!
-Santo Sol, pues.
-No mientas.
-A nadie engaño.
-Mira que somos aquí
doscientos homes y más. ¿Hay más en España?
Di.
-¿En tanta ignorancia estás?
-Solos estos homes vi".

Los campesinos, serranos o bárbaros, lo que sean, es­tán sorpren-didos por las noticias que les han revelado sus visitantes. Pero, ¿quiénes son esos hombres?
¿Qué tierra están pisando? ¿Qué vida hacen sus habitantes?
Ante su mirada perpleja se abren tantos interrogantes que les parecen más que enigmáticos, imposibles.
No sabe si están seguros o atrapados en un engaño mortal.
No tienen otra opción que dejarse llevar.
Se les ha ofrecido una de tantas cuevas o chozas de pi­zarras para vivir como ellos.
Les ruegan permanecer en aquel paraíso:

"¡Ay, por el Sol, non te alueñes,
nin la tu merced se esquive!
Que aquí tendrás el cabrito
y la manchada ternera;
aquí el corderillo escrito;   
aquí la miel en la cera
y la trucha en el garlito;
aquí la castaña tiesa, a
 quien el erizo guarda;
la nuez, en su cárcel presa,
y aquí, con la pera parda,
tendrás la rubia camuesa".

Desde otra perspectiva para aquellos lugareños la lle­gada de Brianda y Juan ha sido providencial. Se halla­ban con frecuencia enzarzados en disputas amorosas, en elecciones de jefes, en desafíos de hombría.
Giroto era uno de los destacados mozos que reclama­ba o mejor quería imponer su ley. Un día lo oyeron cuando increpaba a uno de sus rivales:

"¿Sabes tú, endebre garzón,
que contra el mismo Sol pecas,
que soy en esta ocasión
del valle de las Batuecas
el más soberbio varón?
¿Sabes que el más fuerte enebro
deshago, desgancho y quiebro?
¿Que arranco un fresno de cuajo,
y que un castaño desgajo,
si con él mis fuerzas puebro?
¿Sabes que descuerno un toro,
que un jabalí desquijaro,
que por la prenda que adoro,
ciervos, que en el curso paro,
traigo a la choza en que moro?
¿Sabes que porque reservo
la fuerza, fugí veinte años
de mojer, que es mal protervo,
más que enebros ni castaños,
jabalí, toro ni ciervo?"

Lentamente Brianda y Juan van remansando sus vidas.
Son como los reyes del valle. Los respetan, los admi­ran y lentamente un hilo de afecto amoroso empieza también a brotar dentro de algunos salvajes.
Taurina es una de las aguerridas mujeres que se dis­putaban Triso, Marfino, Giroto, Mileno... Ella los ha despreciado a todos.
¡Está enamorada de Brianda, el visitante!
Un día le declara su amor, en la forma que ellos creen más esperanzada:

"Yo te daré todo un prado
de feno en hasta la cinta,
que la primavera pinta
de flor el abril rosado.
Daréte un arroyo fresco
que crucia de un monte a otro,
donde con caña y quillortro
truchas salmonadas pesco.
Daréte cien avellanos.
treinta castaños y más,
que desde aquí los verás
en que aquellos verdes llanos.
Daréte cien reses grandes
y cuatrocientas pequeñas,
tan mansas, que con tus señas
el ir y venir las mandes.
Daréte dos chozas buenas,
no pajizas ni ahumadas,
y en carrascas acopadas
veinte corchos de colmenas.
Lino y cáñamo sé hilar,
de que son los camisones
que a las vegadas te pones;
y también te quiero dar
para que veas si es justo
quererme más tiernamente
un alma que eternamente
viva en la ley de tu gusto".

Con todo, a los huéspedes la situación no les resulta ya tan de su agrado. Además de los amores solicitados a Brianda, Juan también es solicitado por otras muje­res. No comprenden cómo dos hombres pueden vivir juntos.
Conocen revelaciones extrañas de brujos, demonios y adivinos. En una de las cuevas, celosamente guardada, han visto calaveras, restos humanos envueltos con ar­mas, lanzas y escudos, sobre todo uno, con grandes le­tras iniciales que les hace sospechar: TSDR.
Les parece que están viendo los despojos del mismo don Rodrigo o de algún magnate de su corte.
Pero no es posible, porque de eso ¡hace ya siete siglos! Han educado a aquellos bárbaros y les han recordado la religión de los cristianos. Ellos lo han aprendido tan al pie de la letra que han llenado de cruces de palo todos los altozanos de su valle.
No les extrañó que un día sorprendieran a uno de los brujos que aparentaba escuchar palabras dentro de una visión:

"No me voy de este rincón
cuyas campañas profundas
cerró la naturaleza
de estas nevadas columnas
porque aquí vive Brianda...
Esta fiera que ha venido
ha dado en esta locura:
¡Dos mil señales he puesto!
Dame licencia que huya;
que tienen tanto poder
desde aquella sangre pura...
Nuestra amistad se acabó:
así los tiempos se mudan.
De una Alba seréis vasallos,
que el Sol de Cristo os anuncia.
Ya no nos veremos más:
una mujer fue la culpa.
¡Seis siglos os engañé!
¡Cristo vive su cruz triunfa!

Pero lo peor de todo, lo más difícil, es que Brianda es­tá a punto de ser madre.
¿Cómo se podrá convencer a aquellos hombres de que Brianda es mujer? ¿Cómo van a reaccionar aquellos bárbaros?
¿Se les podrá decir que los hombres en otros mundos también paren?
En este laberinto de dudas, por si fueran pocas, apare­ce la última complicación: Mendo de Almendárez, el amigo íntimo que lo ayudó a escapar, aparece delante de ellos, apresado por un amante ultrajado: el forzudo Giroto.
Se resiste a perder a Geralda, a su Geralda, conquista­da en no sabe qué tiempo por otro extraño.
¡Todo parece imposible!
Mendo anuncia a todos que el Duque de Alba se acer­ca a aquellos lugares rodeado de sus caballeros. Han ve­nido a cazar, pero le han dicho algunos aldeanos de La Alberca y El Castañar que tienen noticias ciertas de que al otro lado de los montes, en los territorios en litigio, pueden estar los criados que en vano se han buscado por todos los dominios.
El Duque descansa en su albergue de la Sierra de Francia.
Una mañana radiante de agosto el Gran Duque de Al­ba quiere descorrer el misterio que encierran aquellos difíciles valles. Los serranos, que conocen los caminos, lo llevarán hasta allí. Es algo necesario. No viven segu­ros y reclaman al Duque:

"Si a todos no los matáis
y permitís que ausente
tan fiera y bárbara gente,
no hayáis miedo que tengáis
hijos ni haciendas seguros".

El Duque se dirige a aquellos extremos de sus tierras. Es un camino lento, intrincado.
A medida que avanzan crecen las dificultades, pero también la belleza. Por algo esas tierras se llaman LAS BATUECAS.
En aquellos momentos España, con Colón, va a rom­per el misterio que se guarda tras las Columnas de Hércules.
También aquí el Duque va a romper el misterio que se esconde en aquella parte final de su territorio.

"¡Hombres de casi setecientos años
de habitación en un profundo valle,
sin conocer que hay Dios, ni reyes, ni leyes!
¿En qué libro se escribe mayor fábula?
Ahora bien, esto es cosa que me toca,
como señor de aqueste monte y valle,
y más como a cristiano caballero.
Yo pensaba cazando entretenerme
por esas sierras jabalíes y osos:
la caza de estos hombres bárbaros.
Júntense los villanos de estos valles,
y con diversas armas y azadones
abran camino a los caballos míos;
que he de bajar yo mismo a ver el valle,
y reducir a esta perdida gente
a Dios, a Rey y a la ley y a orden política".

El Duque no acierta a comprender lo que tiene delan­te de sus ojos. Unos hombres con aspecto bárbaro, vesti­dos con pieles, se presentan delante de él a la entrada misma del valle.
Entre ellos, desconocido, Juan el huésped, que les ha convencido de lo inútil que sería oponerse por la fuerza a tan poderoso señor. Es mejor someterse generosos a su servicio para seguir viviendo tranquilos en su valle.
Él es embajador emocionado que va a pedirlo.
Al encontrarse con el Duque oye unas palabras que le alientan:
"Hombre, cualquiera que seas, si me entregas esta gente, que aquí vive encerrada haré cuanto me pidas"...
Juan, con un grito salvaje, casi de fiera, consigue que aparezcan los bárbaros escondidos entre la maleza:
Brianda lleva un hijo en los brazos. Todos se han puesto de rodillas. Juan es el que habla:

"Si mi palabra he cumplido,
cumple, señor, tu palabra;
ves aquí estas reliquias,
ya de los godos de España.

Estos son los descendientes
de aquellos que la habitaban
cuando la perdió Rodrigo
por amores de la Cava".

"Grandes servicios me has hecho.
No hayáis temor, gente hidalga;
llegad, ¡abrazadme todos!"

Desde aquél día Las Batuecas, aquella parte de Las Batuecas, eran más de la Casa de Alba.
Quiso la suerte que más adelante, otro de los Señores Duques hicieran depender la parte alta, la más hermosa del valle, directa-mente de los pueblos vecinos que exa­geraron mucho más su señorío.
Luego la división provincial consumó la injusticia que no merecie-ron ni la belleza del lugar ni la ascendencia real de sus hombres.
Las famosas letras TSDR del escudo guardado celosa­mente en la cueva han revelado su misterio, y significan:

TEÓFILO SOBRINO DE RODRIGO

No era, pues, extraño que se guardaran con tanto misterio.
Aquellos hombres bárbaros, era y aún son, descen­dientes del godo Teófilo, sobrino de don Rodrigo.
Y LAS HURDES y LAS BATUECAS son dos caras de lamisma m oneda:
LAS BATUECAS son las BATUECAS de SALAMANCA. LAS HURDES son las BATUECAS de CACERES.
Menos mal que al fin hoy las cosas se van normali­zando.
Se está cumpliendo la profecía que hiciera en su obra "Las Batuecas del Duque de Alba", el Gran Lope de Vega:

"¡Válgame Dios, que es mirar
al cielo desde este suelo
Las peñas tienen el cielo,
y el cielo parece un mar.

Entre las nubes se embebe
su extremo, y acá están ellas
cargándose las estrellas
sobre sus hombros de nieve.
¡Si de aquel gigante el celo
fuera de verdad! Estos son
los montes con que Tifón
quiso conquistar el cielo.
Por peñascos tan cerrados,
que volverlos a subir
no espero, sino morir
en la arena de estos prados".

FUENTES:
-Biblioteca de Autores Españoles. Tomo XXIV: "Crónicas y Leyendas Dramáticas de España", por Lope de Vega.

Fuente: Jose Sendin Blazquez

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