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miércoles, 6 de noviembre de 2013

Los siete obispos martires de garganta la olla

El Papa Martín V, en el año 1426, por Bula Pontificia, dona la ermita de San Pedro a los frailes de Yuste.
A Yuste le faltaban cien años para que le diera fama Carlos I. Y, sin embargo, es en ese siglo XV cuando una ermita, una pequeña ermita de Garganta la Olla es dis­putada por mitras y conventos.
Las limosnas eran abundantes; los visitantes, no po­cos; el prestigio, suficiente para que el Papa pensara y exigiera que una tan reducida iglesia pudiera mantener al Monasterio de Yuste.
¿Qué significaba la intervención Pontificia?
¿Qué sentido tenían las disputas?
¿A qué se debía la excelencia de que tan minúsculo convento recibiera tantos visitantes y tan crecidas ofrendas?
Es verdad que por allí pasaban caminantes y arrieros, y los muros religiosos se utilizaban como refugio y des­canso. En sus cercanías se bifurcaban caminos para cru­zar la sierra desde la Vera hasta el Valle. Pero ya antes los mismos romanos fueron los primeros en elegir aque­llos vericuetos para transitar, hasta el punto de que aún hoy se notan sus huellas.
Es curioso que en estas latitudes, los romanos no se conformaron con trazar carreteras y construir villas, si­no que eligieron las laderas de los montes, en lugares in­signes por su belleza, para levantar templos a sus dioses, como en El Torno, Cabezabellosa, Jarilla, Plasencia, Cabezuela y, posiblemente, en Garganta la Olla.
Aquí, en las primeras estribaciones, escarpadas e in­hóspitas, de Gredos, en los lugares que después eligiera la Serrana de la Vera para escenario de sus venganzas, Roma levantó un templo de divinidades. Se trata de uno de esos templos típicos de los romanos, asiento de divi­nidades, sin espacios amplios para los creyentes. Allí es­tuvo ufano de gloria y de grandeza, hasta que con la lle­gada de los bárbaros, quedó recluido en ese paréntesis de silencio en que se sumergió la cultura hispanorro­mana.
Pero con la invasión árabe, el abandonado edificio va a ser protagonista de unos hechos trascendentes.
Cuando los árabes cruzaron el estrecho para vencer a los españoles en sonadas e incomprensibles batallas, los cristianos del sur iniciaron una larga diáspora hacia las regiones del norte.
Los árabes, en esa época, protagonizaban tanto he­chos religiosos como conquistas políticas. Por eso afecta­ba más a los símbolos y personas de la Iglesia. Para ellos, Guadalete se inició una espantada trágica hacia lugares difíciles, intentando librarse de lo que pensaban sería un paréntesis de tiempo muy reducido.
Andalucía fue la región más castigada: obispos, frai­les, fieles, imágenes, cruces..., todo cuanto tenía sentido cristiano y podía ser transportado comenzó una deso­rientada huida hacia lugares más seguros.
La empresa fue penosa, más difícil de lo imaginado.
Los cristianos se impacientaron con sus largas cami­natas y buscaron en lo escarpado de los montes, en es­condrijos imposibles, lugares seguros donde guarecerse ellos y ocultar lo suyo.
Al pasar por Las Villuercas enterraron ya imágenes, como la Virgen de Guadalupe.
Las personas más desembarazadas cruzaron el Tajo y, ante los macizos de la Cordillera Central, pensaron que podrían encontrarse en lugares idóneos para ocul­tarse.
Una de aquellas caravanas llegó hasta Garganta la Olla y, eligiendo el camino más abrupto, la vieja carzada romana, se internaron por sus serranías. Las marchas eran lentas, hasta de años, forzadas por los golpes victo­riosos de los mahometanos.
Cuando la caravana encontró el olvidado templo ro­mano imaginaron que aquello era un regalo de la Provi­dencia para sentirse protegidos.
Allí, entre ellos, aturdidos y desconcertados, "se en­contraban siete obispos y varios diáconos, a los que pre­sidía Zaqueo, Obispo de Córdoba". Precisamente era él "quien los había guiado hasta el lugar, porque en aquel ignorado pueblecito había nacido" medio centenar de años atrás. Pensó "que estaban seguros por los fuertes muros, y porque, además, la ermita estaba dentro de un terreno muy grande, vallado por una alta y fuerte pa­red". "Cuando se asentaron en aquel refugio hacían obras de piedad, ayudaban con limosnas a los cristianos que, temerosos y fugitivos, buscaban las gargantas y los escondrijos que éstos tenían y así poder escapar de la cruel persecución de los moros".
"Estando un día celebrando la Santa Misa se les avisa de que estaban rodeados por los moros".
"El que celebraba la Misa cogió las Sagradas Formas y las echó en un hoyo, enterrándolas".
"Entraron los moros y dieron muerte a todos los que allí estaban".
"Desde entonces, y dentro de la ermita, brota una fuente donde se enterraron las Hostias Consagradas".
El hecho conmovió a los cristianos de la época, hasta el punto de que el escondrijo se convirtió primero en lu­gar de visitas y adoracio-nes ocultas y, más tarde, des­pués de que llegara la Reconquista, en centro de pere­grinaciones.
Los autores de la época lo testimonian desde el mis­mo siglo VIII, como el arciprestejuliano, en su "Eremite­rium"; Luitprando, en el "Cronicón"; Juliano, en su "Aniversario".
Es una pena que la posteridad haya olvidado y paga­do con tantas negligencias un acontecimiento de estas dimensiones.
Allí, en la ermita del Salvador, aún hoy se sienten las huellas del arte, del martirio, de la religión y el milagro.
Conscientes de estas responsabilidades, el pueblo y, sobre todo, los profesores y alumnos del Colegio Nacio­nal de Garganta la Olla, tratan de reparar las injusticias heredadas. Ellos han exhumado de la historia, la ver­dad; de la leyenda, el misterio y, del arte, la restaura­ción, para hacer posible una página tan bella de nuestra historia.

FUENTES:
El estudio realizado por los profesores de EGB del Colegio nacio­nal de Garganta la Olla. Estudio que recoge los datos históricos y de la tradición que hemos mencionado. Aún no se ha publicado.

Fuente: Jose Sendin Blazquez

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