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miércoles, 6 de noviembre de 2013

La venganza del morisco

La amplia llanura de La Serena, en aquellas mañanas otoñales, se veía surcada un día y otro, por amplias cara­vanas de personas que caminaban siempre en la misma dirección.
Parecían repeticiones constantes de una misma es­tampa trágica: hombres de tez morena, casi negra, que­mados, se diría, al sol calcinante del verano extremeño. Mujeres esbeltas, cubriendo su hermoso rostro más por las creencias en su profeta que por la necesidad agobian­te del camino. Niños y niñas inocentes a lomos de todas las cabalgaduras conocidas en la región.
Los caminantes no pueden disimular su odio y su ren­cor a una ley que los expulsa de España sin otra justifica­ción que ser orantes de otro Dios y engendrados en otra sangre.
Eran las caravanas moriscas, que en los comienzos del siglo XVII tuvieron que abandonar España expulsa­dos por orden de Felipe III.
No faltaron, sin embargo, quienes ocultaron la sangre y fingieron la oración para, quedándose en la patria, tra­mar más tarde alguna cruel traición.
Felipe Balsera, hombre misterioso, fue uno de esos se­res enigmáticos que aparecen en Herrera del Duque, au­reolado de grandeza y con la adulación constante de un espolique, que lo servía fielmente. Todas las semanas, un día se anticipaba hasta Quintana de la Serena para esperar el regreso de su Señor que volvía de la visita a sus novedosas sederías en Talavera de la Reina.
Con cortesía invariable, en esas pactadas tardes de es­pera, aparecía el servidor aguardando a don Felipe que, montado en un brioso ejemplar árabe exhalaba un cier­to tufillo moruno, no menor que el del criado, quien, además, recibía el intrigante nombre de "Ben", a secas.
Pero la incansable labia del criado y el apuesto empa­que del "Señor" disiparon momentáneamente todas las dudas que se orientaban en este sentido.
En Quintana de la Sierra la familia Enao era la princi­pal. Abolengo y riquezas se unían colmadamente en aquella herencia familiar de Caballeros de Alcántara y Calatrava, damas de la Corte, maestros de la cultura, hasta formalizar una recia estirpe envidiada en toda la región.
Don Felipe Balsera sabía todo esto, y atraído, ade­más, por la belleza de la única hembra familiar, se pren­dó de doña Nieves Enao. Los hermanos de doña Nieves no vieron mal aquellas relaciones, pues desde sus co­mienzos el enamorado colmaba de regalos a su prometi­da. Además, seguía visitando con asiduidad cronométri­ca las industrias de Talavera.
Mientras, su adulador espolique aprovechaba cuan­tas ocasiones se le presentaban para hablar públicamen­te de las riquezas incontables de su amo en todos los lu­
gares de España. Y, por si fuera poco, las damas de la re­gión comentaban la suerte de la Enao al lograr unos amores tan inesperados como singulares.
Como las ausencias del amante para controlar los ne­gocios eran frecuentes, no llamó la atención una más, es­ta vez a Córdoba. Siempre en la despedida, una prome­sa de amor:
-"Te juro, amor mío, que tu pensamiento me tendrá siempre esclavo, donde quiera que yo vaya".
Pero doña Nieves, en esta ocasión con lágrimas en los ojos, vio cómo se alejaba don Felipe, seguido ahora de su espolique, camino de la endiosada Córdoba.
Pasó el tiempo, y lo que en los comienzos fue sólo una obsesión, se convirtió pronto en cruel pesadilla: don Fe­lipe Balsera no volvía.
A la familia Enao no le fue difícil averiguar algunos extremos que antes eran inimaginables:
Las visitadas sederías de Talavera habían desapareci­do o, mejor, nunca habían existido.
Don Felipe de Balsera, hijo de un morisco, era un converso fingido, como también su criado.
Don Francisco Enao, padre de doña Nieves, humilló hace más de veinte años, en Quintana, a un grupo de moriscos, ante los ojos horrorizados de un niño en quien sus padres sembraron con provecho el odio y la vengan­za sobre sus humilladores.
Y lo peor de todo: doña Nieves no podía, por más tiempo, ocultar su deshonra. Iba a pasar en breves mo­mentos de envidiada aristócrata a mujer burlada y sin honra.
Para los Enao no era asumible aquella humillación. La fuerza altanera de su sangre no podía limitarse a la simple aceptación de unos hechos ignominiosos.
Don Ramiro, el más joven de los hermanos de doña Nieves, por su juventud, fue el más impaciente. Mien­tras los demás se diluían en lamentaciones estériles, él había salido para Sevilla.
Era un recio vástago que llevaba en su sangre la he­rencia de las órdenes militares: el odio a la morisma. Su valentía en el reto y la habilidad en el manejo de las ar­mas se conocían sobradamente por cuantos habían in­tentado medirse con él.
Por aquellos días, precisamente, se celebraban en Se­villa las fiestas que conmemoraban la toma de la ciudad por Fernando III, conquistador de la ciudad.
Allí como buen cortesano, ansioso reparador de hon­ras familiares, había acudido el Enao. Y quiso el destino que frente al alcázar sevillano se encontrasen al azar don Ramiro Enao y don Felipe Balsera, el honor manchado y el odio satisfecho.
Se conocían tan sobradamente que a la tenue luz de la noche andaluza, cuando se vieron frente a frente, sobra­ron las presenta-ciones, las disculpas y hasta los desafíos. Sonaron los aceros tan rápidos y vengativos que cuando los caballeros reales del alcázar quisieron acercarse para ver lo que pasaba sólo pudieron contemplar el acero de don Ramiro hundido hasta la empuñadura en las entra­ñas del ofensor de su hermana.
No se hizo necesario que condujeran al matador ante nadie. Fue él mismo quien penetró en la regia morada y explicó al propio Rey las razones de su venganza.
El monarca, generoso como siempre con sus leales ca­balleros, perdonó a don Ramiro Enao. Más aún, premió a su familia con los bienes que se confiscaron al fingido mo­ro en tierras si no de Talavera, sí de Córdoba y Almería.
Cuando don Ramiro volvió a Quintana de la Serena fue sólo para recoger a su hermana y trasladarla a Cáce­res, la generosa capital, donde era más fácil disimular su deshonra.
Allí, en una amplia casona de la Calle de los Condes vino al mundo un inocente niño que más tarde, con la te­rapia del tiempo, dio sentido a la vida de doña Nieves.
En Quintana, la villa extremeña quedan aún de pie unas tristes paredes con las cruces de Alcántara. Recuer­dan la emocionada historia de la egregia familia de "los Enao", Caballeros de Alcántara y Calatrava, Grandes de España.

FUENTES:
-Vicente Mena, "Leyendas extremeñas".

Fuente: Jose Sendin Blazquez

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