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miércoles, 6 de noviembre de 2013

La torre de floripes

Después del desastre de Guadalete, un fuerte contin­gente de los derrotados intentaron concentrarse en Mé­rida, céntrica y amurallada ciudad hispano-goda. Muza, consciente de su importancia, él mismo en persona la to­mó por la fuerza el 30 de junio del año 713.
Desde allí, llamando a su lugarteniente Tarik, que se le incorporó en Almaraz, avanzó con su ejército y cruzó el Tajo por Alconétar.
Pronto se dio cuenta el caudillo bereber de la impor­tancia de este lugar.
Alconétar era un puente romano de 250 metros de longitud. Tenía 13 arcos desiguales, sostenidos por pi­lastras de casi 7 metros de largo por más de 4 de espesor. Toda su fábrica era de sillería granítica almohadillada, formada por enormes bloques labrados.
Constituía el paso obligado de la famosa Vía de la Pla­ta, de 200 km, que recorría todo el oeste de España. Su grandeza definitiva se debió a Trajano, Emperador ro­mano, español de nacimiento.
En su trayecto desde Mérida hasta Astorga, en suelo extremeño, se asentaban ciudades tan importantes co­mo Ad Sorores, Castra Coecilia, Turmulus, Rusticana, Capara y Cecilius Vicus.
Turmulus estaba en las inmediaciones de Alconétar, inmediata-mente después de la unión del Almonte con el Tajo.
Cuando los berberiscos se instalaron en Alconétar, reconstruyeron el fuerte, dotándolo de gruesos muros, torres esbeltas, amplios recintos y egregias mansiones. Circundada, además, por los dos ríos la convirtieron en una fortaleza inexpugnable.
Reconquistada en el siglo XII, fue entregada a los Ca­balleros del Templo, quienes mejoraron su fábrica. Se concedió un tratamiento especial a su torre principal, la llamada en la actualidad "Torre de Floripes".
Se aprovecharon para ello los sillares romanos, y te­nía una entrada principal a 5 metros del suelo, como la de Monfragüe, siendo necesaria la escalera de mano pa­ra penetrar en su interior.
Esta hermosa torre es lo que aún queda de aquella pa­sada grandeza. Al construirse el pantano de Alcántara, los restos del puente romano se han trasladado más arri­ba. Pero la torre no ha sido removida de su primitivo emplazamiento. Para desafío del nuevo mar interior se asoma o sumerge incólume con las subidas o bajadas del agua embalsada.
Parece como si la torre tuviera sentimientos y se resis­tiera a morir, y cuando se yergue sobre el remanso tran­quilo, está recordando hoy más que nunca su pasada leyenda.
Carlomagno, el Emperador cristiano de Occidente entre los años 742 y 844, coincide y choca en sus ansias de grandeza con la de los musulmanes de España.
Para frenar el poderío islámico, realiza frecuentes co­rrerías por la España musulmana. Sus mejores caballe­ros, los famosos Pares de Francia, dejaron constancia de su entereza, y vendieron caras sus derrotas.
Estos caballeros franceses llegaron incluso a tierras de Extrémadura, y en Alconétar se encontraron con otros guerreros, valientes y celosos defensores del Islam.
Era señor del castillo el famoso Fierabrás, esforzado caudillo, Rey de Alejandría, que disputaba a Carlomag­no el imperio del mundo.
Había conquistado aquella fortaleza uno de sus va­lientes capitanes, llamado Mantible y, en su honor, el puente romano se llamó desde entonces "Puente de Mantible".
Fierabrás llevaba siempre en su compañía a su her­mana Floripes, bellísima princesa y, al mismo tiempo, uno de los capitanes más valerosos de su guardia perso­nal. Era esto un motivo para que Fierabrás la retuviera siempre en su compañía, porque estaba perdidamente enamorado de ella, a pesar de ser su hermana. Era un hecho aceptado sin escándalo entre los seguidores de Mahoma.
Mas la gentil agarena despreciaba con arrogancia las insinuacio-nes amorosas del hermano. Ella, a su vez, es­taba locamente enamorada de uno de los esforzados y esclarecidos paladines de la corte francesa, Guido de Borgoña. Lo había conocido en mil batallas y entregado su corazón por entero.
Fierabrás lo ignoraba, pero quiso la suerte que Guido fuera herido y cayera prisionero junto con otros caballe­ros franceses. El Muslín los retuvo junto a sí y los guarda­ba en su compañía. Esta circunstancia fue aprovechada por Floripes para demostrar su amor al caballero cristia­no. Pero el celoso hermano descubre aquellas relacio­nes amorosas e irritado y colérico mandó que todos los caballeros franceses fueran encerrados en los más oscu­ros calabozos del castillo de la Puente de Mantible.
La custodia se encomendó al fiero Alcaide de la forta­leza, el hercúleo Brutamonte, con órdenes expresas de que permanecieran allí hasta su muerte.
Enterada Floripes del paradero de su amado, acom­pañada de tres de sus camaristas y sobre los más briosos corceles del ejército, huye hacia el Tajo, en busca de Guido.
Llegan cerca de la torre en una noche oscura y cerra­da, iluminadas a duras penas por las teas que ellas mis­mas se habían fabricado.
Al pie de la fortaleza, la capitana aguerrida grita im­periosa:
-"¡Ah de la torre!"
Brutamonte les responde:
-"iQuién va!"
Ella vuelve a gritar:
-"¡Tan cambiada estoy, que no me conoces! ¡Soy mu­jer y soy conocida!"
La voz le resulta familiar, pero quiere ratificar lo que ha escuchado. Baja a la poterna y reconoce con sorpre­sa, pero con claridad, que se trata de la hermana de su Señor.
Confiado, abre la puerta en el instante mismo en que la princesa, como un felino, salta sobre el alcaide y le hunde su daga en lo más profundo del corazón. Se arro­ja intrépida sobre el cadáver, le quita las llaves de las mazmorras, abre las puertas y saca de lo profundo a Gui­do y a los caballeros franceses, y con celeridad intentan todos tomar las armas y caballos para huir a Francia.
Temían alguna reacción de Fierabrás.
No se equivocaron. El agareno había notado la ausen­cia de su hermana. Entonces él mismo con sus mejores caballeros se dirige al castillo, sospechoso de lo que esta­ba sucediendo.
Al llegar, comprende lo que pasa, pues en el cadáver tirado a la puerta ha reconocido la daga personal de su hermana. Pero la fortaleza está cerrada y con los caba­lleros franceses en su interior, será difícil asaltarla. Por ello ordena la venida de su ejército y sitia el lugar con­vencido de que el hambre es la única forma de rendirlos.
Este brutal propósito llevado a la práctica supone pa­ra los sitiados el agotamiento de sus provisiones. Lenta­mente, pero con seguridad, están avocados a un final es­tremecedor. Antes, pues, de capitular toman una deter­minación heroica: avisar al Emperador Carlomagno y pedir auxilio. Sortean entre todos para ver a quién co­rresponde llevar la noticia y, fatalmente, recae sobre Guido. ¡Suerte infeliz y extraña!
La empresa era harto difícil, porque había que salvar los campamentos del enemigo. Sin embargo, los sufri­mientos y lágrimas de los que quedaban con la valentía y arrojo del que marchaba, hicieron posible la empresa y propiciaron un final dichoso.
Carlomagno manda sus soldados. Vence a Fierabrás. Malherido, lo hace prisionero. Libera a los heroicos de­fensores. Y entrega la mano de Guido de Borgoña a su amada Floripes, volviendo vengador y victorioso a su imperio de la Galia.
Pero al retirarse, como buen francés, quiso dejar un cruel recuerdo de su presencia en aquellas tierras: des­truyó el puente para estorbar la vuelta de los africanos.
Sin embargo, la historia no termina así.
Fierabrás murió desesperado, llorando la pérdida de su señorío.
Alá lo ha condenado a vagar errante por las inmedia­ciones de la Torre de Mantible.
Aún hoy sus gritos y lamentos se oyen en las cerca­nías. Y cuando el agua del pantano se atreve a anegar la torre, a su alrededor se forma un halo misterioso, una es­pecie de remolino, por donde respiran los espíritus con­denados de Fierabrás y Brutamonte.
Esta es la historia mágica de una leyenda, que ha me­recido los más altos honores dentro y fuera de España.
De ella han escrito Turpín, Arzobispo de Reims; Los Romanceros, Calderón de la Barca "La Puente de Man­tible", Cervantes "El bálsamo de Fierabrás", Morales, Ponz, Laborde, Publio Hurtado y otros muchos.

Fuente: Jose Sendin Blazquez

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