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miércoles, 6 de noviembre de 2013

La señora de tebas

Casas de Millán, en el siglo XVI fue uno de los pueblos más interesantes de la región. Tenía 1.400 habitantes, más que los que existen hoy.
Uno de los exponentes de su grandeza era el número de sus iglesias: la parroquia de San Nicolás, San Ramón, Santa Marina, San Sebastián, San Juan y el santuario de Tebas.
La riqueza del pueblo era envidiable. "Elaboraba cordones de seda, tenían un batán, máquinas de cardar e hilar lana y molinos de harineros".
Entre sus hijos ilustres está el famoso Cardenal Trejo, que no llegó al Solio Pontificio al ser vetado por el raro privilegio de que gozaban algunas naciones.
Podía permitirse el lujo de tener trabajando para ella a los mejores artistas de la región. Allí se guardan aún obras maestras de la imaginería y la pintura de la época: el colosal retablo parroquial, la Sagrada Familia, Santa Marina, el Cristo del Sepulcro y el de la Piedad, el Naza­reno y la Dolorosa, San Ramón, etc...
Este pueblo se ufana aún de tener uno de los términos más generosos, porque desde las montañas de Marimo­rena, en la Vía de la Plata, llega hasta la divisoria misma del Tajo.
Una de las realidades más curiosas es la ermita de su patrona, la Virgen de Tebas.
La palabra ermita no nos vale ya que, por sus dimen­siones y por su historia, es más precisa la denominación de santuario.
El lugar es privilegiado. Fueron los romanos los que se dieron cuenta de su importancia. Sobre un paisaje pintoresco y accidentado emerge el cerro pizarroso, for­taleza inexpugnable, con la que dominaban el trayecto que va desde Alconétar a Monfragüe. La fortificación era importante, y dejaron tarjeta de su identidad en mo­nedas, ladrillos, tejas, muros..., y un ara esbelta de pia­doso recuerdo.
Cuando volvieron a remansarse nuestra cultura y nuestros hombres, las generaciones posteriores se fija­ron también en la importancia del lugar.
Los visigodos convirtieron en santuario, ahora cristia­no, el antiguo castro de la Roma pagana. Una cruz visi­goda lo atestigua.
Se trata de un raro ejemplar de noventa centímetros de altura labrado en mármol con la cruz de la victoria. Para encontrar otra similar hay que trasladarse hasta Oviedo.
¿Cómo se encuentra allí tan notable muestra del arte visigodo?
No es un misterio. Simplemente es un argumento de su impor-tancia.
Allí, los nuevos creyentes emularon y colmaron las creencias de sus antepasados romanos.
Así de sencillo tiene que ser. Aceptemos que la gran­deza pasada no tiene necesariamente que coincidir con la actual. Gracias a que la Historia es justa y hoy ya se descubren otros testimonios posteriores que corroboran ambas culturas: la romana y la visigoda.
Pero ahí no termina todo. Faltaba que el Cielo viniera en apoyo de los creyentes cristianos.
Hacia finales del siglo XV o comienzos del XVI cuida­ban sus ganados algunos pastores de cabras y ovejas. De vez en cuando, sobre todo en el verano, abando­naban sus animales, que se acurrucaban a las sombras de las corpulentas encinas que dominaban el contorno. Mientras, ellos bajaban a beber, a sumergir sus pies ca­lurosos y doloridos en las aguas limpias y puras de la ri­bera.
A veces, se atrevían a coger unos higos o algunos raci­mos de frutas en los huertos privilegiados de las orillas.
Tenían que escapar de las miradas de los "maquile­ros" que pasaban a llevar sus costales de grano a los mo­linos cercanos.
Un delicado zagal, todavía niño, era menos atrevido que sus compañeros. Era cobarde, y lo asustaban las tor­mentas frecuentes y temerosas del lugar. Cuando zum­baban los truenos, en el chozo o a ras del cielo, sus labios dejaban escapar el avemaría.
El chiquillo inocente recibía los mendrugos de pan de un dueño usurero, que le obligaba a compartirlos con su perro escuálido.
Todos se extrañaban de que pudiera vivir feliz, con­tento y, a la vez, robusto y brioso en aquellas soledades. A muy pocos descorría el misterio de sus intimidades. De vez en cuando, muchos días, una señora y un niño le regalaban frutos como los de las huertas cercanas. No sa­bía quién era. Era, sí, una mujer muy buena, y el niño muy hermoso. El chiquillo sólo sentía las despedidas:
-"¿Ya te vas, señora, ya te vas?"
Un día, el pastorcito se puso "malo".
Los demás pastores se extrañaron de la rapidez de aquella enfermedad. En el delirio de la fiebre miraron al zagal y oyeron unas palabras:
-"¿Te vas, señora, te vas?"
Y alguien parece que escuchó también estas otras:
-"Y tú conmigo."
El niño murió.
Y poco después, sobre los muros visigodos, se levantó una ermita y se colocó una imagen, tallada, conforme a las confidencias que el pastor inocente había hecho.
Nadie duda hoy que aquella mujer era la Virgen.
La Virgen de "te - vas" o de Tebas.
Esta historia la he oído contar miles de veces.
No hay nadie en Casas de Millán que no la haga suya. Aún recuerdo aquellas idas y venidas, entre jaras y encinares, jinetes sobre todo tipo de cabalgaduras, ro­meros de la Virgen de Tebas.
Dos veces al año íbamos a la ermita: en febrero, para San Blas; en mayo, para la Virgen.
Aún me parece escuchar a los mozos llevando a las imágenes sobre sus hombros, contentos, porque San Blas era uno de los suyos:

"San Blasiño, San Blasiño,
bien te lo decía yo:
el juntarte con nosotros
iba a ser tu perdición".

Contrastaban estas actitudes con las de aquellos otros que recorrían la legua de distancia a pie, descalzos, re­zando y, al llegar, sin darle más importancia, limpiaban sus lágrimas de los ojos, la sangre de sus pies y todavía les sobraban fuerzas en sus labios:

"Virgen Santa de Tebas,
Madre adorada.
No olvides a tu hijo
que tanto te ama".

Esta es parte de la historia y de la leyenda de un pue­blo, que yo también lo llamo mío.

Fuente: Jose Sendin Blazquez

0.104.3 anonimo casas de san millan-extremadura

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