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miércoles, 6 de noviembre de 2013

La princesa encantada del palacio de las veletas

En los siglos XII y XIII, Cáceres era una gran fortaleza mora.
La ciudad que fundara el cónsul romano Lucio Cor­nelio Balbo veintiocho años antes de Cristo, con el nom­bre de Norba Cesarina, volvía a recobrar el esplendor que con Roma la venía a situar entre las cinco colonias más importantes de Lusitania.
Tuvo siempre categoría de reducto inexpugnable por su emplazamiento sobre las rutas del Tajo y del Gua­diana.
Después del eclipse de los bárbaros, los árabes la ha­bían hecho su plaza fuerte, llamándola, precisamente por eso, Cazires.
Desde aquí, los agarenos realizaban todo tipo de "raz­zias", conscientes de la impunidad que les proporciona­ban las murallas de tapial y el siempre inexpugnable "al­kazar", donde vivía su señor y jefe.
Muchos fueron los intentos de reconquista. Pero to­dos venían resultando inútiles hasta el reinado de Alfon­so IX, en 1229. Aún para este monarca la empresa se convertía casi en imposible. Ya habían fracasado sus primeros asaltos.
Posiblemente hubiera sucedido lo mismo en los de­más, a no mediar la suerte o, mejor, la ayuda, de una da­ma cuyo nombre no hemos podido averiguar. Para to­dos era, sencillamente, la Princesa.
En aquellos momentos los cristianos habían triunfado ya en las Navas de Tolosa.
Los árabes estaban fragmentados en pequeños rei­nos, general-mente hostiles entre sí, atentos más a la pro­pia supervivencia que a proyectar una empresa común frente a leoneses y castellanos, que estaban unidos.
Gobernaba la inexpugnable villa un Kaid, moro so­berbio y arrogante, que apoyaba su poderío en las singu­lares defensas que le rodeaban.
La ciudad o villa, como se la quiera llamar, estaba for­mada por diversos alcázares y mansiones de caudillos o caciques agarenos. Se comunicaban entre sí por galerías subterráneas. Varias de ellas tenían salidas ocultas fuera de las murallas. A la sombra de las higueras y nogales, disimuladas entre zarzas y tamujales, apenas podían ser descubiertas.
Entre ellos había, quizá hay, una famosa galería lla­mada "Mansa Alborada" o, como la llama el vulgo, "Mansaborá". "Avanza tortuosa, soterrada, obstruida, y va a dar, después de describir un ángulo recto, a la ronda de las huertas".
Hoy se han perdido sus huellas por arte de encanta­miento. Por eso nadie la conoce. Pero allí está. Da acce­so a una mansión encantada, donde habita el espíritu de una princesa mahometana. Todos los años, en la noche de Sanjuan, sale a dar una vuelta por aquellas cercanías.
Es curioso que en esa parte, ni ahora ni antes, se haya podido levantar ningún edificio, ninguna casa señorial.
No son pocos los que han sentido "el espíritu de la mora por encima de las murallas, convertida en gallina con polluelos de oro" (Conde de Canilleros).
¿Qué había hecho esa mujer para ser castigada de aquella manera?
Nada.
Simplemente ser bella, ser mujer, y ser enamorada.
Cuando en aquellos años se hacían las guerras, aun siendo guerras de razas y religiones, no eran como las nuestras. Largos asedios, osadías personales, singulares desafíos eran episodios sobresalientes de las empresas de la Reconquista.
Alfonso IX de León se había empeñado en extender la Reconquista a las tierras que se decían de nadie. Cáce­res, una acción tentadora.
Había que borrar el recuerdo del primer fracaso. Para conseguirlo llamó a sus mejores capitanes. Quería con­vencer al Kaid de los Alcázares de que el empeño era definitivo.
Por eso destacó una embajada que pidió ser recibida por el señor Alkaide de la fortaleza. La presidía un nota­ble, aguerrido y apuesto capitán.
Cuando llegó al palacio pudo contemplar a la bella agarena, la hija única, y por eso más querida del Kaid. Fue bastante un encuentro, sin mediar palabras, para que el capitán, ante el fracaso de la rendición del padre, se compensara con el enamoramiento de la hija.
Cuando cruzaba la sala y se despedía, una dama obse­quió al capitán leonés con un pañuelo, recuerdo de su vi­sita. En aquellos siglos era una contraseña bastante soco­rrida.
Cuál no sería su sorpresa, cuando al llegar a su tienda encontró dentro del pañuelo una misiva. Decía:
"Acude todas las noches a la calleja de Mansa Albora­da, y una dama te acompañará hasta mi presencia".
El capitán pensó siempre en una trampa, pero el cora­zón le hablaba de un amor que podía ser el comienzo de un sueño de ventura.
Y fue.
Cuando menos lo esperaba, entre la maleza, una gen­til aya moruna le invitó al aposento de su señora.
¡Qué sorpresa! Después de recorrer la galería pudo contemplar, de repente, la belleza singular de la mujer que desde la primera visita le había cautivado.
Los encuentros se repitieron, y el mancebo cristiano subía todas las noches a "satisfacer la sed de amor de la agarena".
Pasaban días, y el cerco seguía en el mismo estado.
"El Kaid, a las intimidaciones de rendición de los leo­neses, contes-taba con mofas y sarcasmos".
El enamorado doncel, valiéndose del ascendiente que había logrado sobre el corazón de su enamorada princesa, obtuvo las llaves de la entrada a la galería.
Había jurado insistentemente que sólo las utilizaría para sus visitas de fiel amante. Y así fue en sus propósitos inicia­les. Pero en aquellos momentos de asedio inútil pesaban demasiado sus responsabilidades de capitán y caballero.
Pensó incluso que si lograban tomar la ciudad y él se significaba por su especial aportación le sería más fácil atraerse la recompensa de su Rey, y con ella sacralizar los amores, que por ocultos, tanto le venían agobiando.
El animoso capitán logró se aprobara su plan: las mes­nadas alfonsinas simularían un ataque a las murallas por los lados opuestos de la población.
Él, seguido de un grupo de peones escogidos, se pre­sentaría en los salones del alcázar, sembrando el terror y el desconcierto en la morisma.
Las cosas resultaron demasiado fáciles.
El Kaid descubrió la causa de su derrota. Indignado por la responsabilidad de su hija fulminó
contra ella y sus valedores un anatema más tremendo
que la muerte misma:
La lanzó con su aya y con sus damas al subterráneo que iba a dar a la calleja de la Mansa Alborada, donde en castigo de su traición permanecerían hasta que los hi­jos del Profeta volviesen a reconquistar la plaza perdida por su culpa.
Para que nadie pueda rescatarlos, la entrada y salida de la galería desaparecieron a la vista de los simples mortales.
Como los muslines no han vuelto a reconquistar Cá­ceres, allí permanece la encantada y a la vez maldita princesa enamorada, acompañada de su aya fiel y sus doncellas jóvenes.
Por el conjuro poderoso del Kaid convertidas sus que­jas en piar de gallinas y polluelas, no tienen otro rato de expansión que el que a casi todos los seres encantados depara la noche de San Juan:
Salen entonces a dar una vuelta por los contornos y lanzan hondos suspiros, plañideros píos, esperando el día de su desencanto.
Desde el altozano frontero al antiguo alcázar, hoy Ca­sa de las Veletas, tenues, muy tenues, las personas de ex­quisita sensibilidad aún ahora los pueden escuchar.

FUENTES:
-Miguel Muñoz de San Pedro, Conde de Canilleros, "Extremadu­ra" (La tierra donde nacían los dioses).

 Fuente: Jose Sendin Blazquez

0.104.3 anonimo caceres-extremadura

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