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martes, 5 de noviembre de 2013

La mujer del cuadro

Erase una vez un joven llamado Heiro­ku, tan enamorado de su bella esposa, que pasaba la mayor parte del día contemplán­dola y admirándola, con lo que se olvidaba por completo de las labores del campo, la base económica de aquellos recién casados.
Y la joven esposa, aunque en un princi­pio le agradaban estas muestras de cariño, se empezaba a preocupar y no sabía cómo hacerle trabajar. Varias ideas le pasaron por la mente, y al fin decidió que lo más conveniente sería dibujar su cara a tamaño natural. Enseguida cogió un pincel y tinta china y mirándose a un espejo no tardó en hacer un bosquejo.
-Toma, cariño, llévate este dibujo al campo, así podrás mirarlo de cuando en cuando y te parecerá que estoy contigo.
-¡Oh!, ¡pero si el dibujo es igualito a ti! Es cierto, si me llevo esta copia será casi como si estuviéramos juntos.
Luego, Heiroku dobló cuidadosamente el papel y después de coger el almuerzo preparado por su bonita mujer, se fue al campo muy contento.
Al llegar allí, se sentó en una piedra, sacó el papel que había guardado en el cinturón del kimono y con una sonrisa de oreja a oreja disfrutó mirando el retrato: Después, lo guardó y empezó a cavar un poquito; al rato, lo desplegó de nuevo... Y así estuvo todo el santo día sin que le cundiera nada el trabajo.
-¿Qué estará haciendo ahora mi amor? -y mientras pensaba esto, se sacó otra vez el dibujo de la faja.
En aquel mismo instante sopló un fortí­simo viento arrebatándole de las manos el papel que con tanto esmero y cariño Hei­roku guardaba, volando muy alto, muy alto...
-¡Eh! ¡Espera, espera! -iba diciendo, mientras corría detrás de él atra-vesando campos y ríos...
Pero el dibujo voló tan alto, que desapa­reció al otro lado de la montaña y le resul­tó imposible alcanzarlo.
El caso es que el retrato de la esposa de Heiroku fue a caerse encima de la cabeza del señor feudal que vivía al otro lado de la sierra.
El caballero del castillo, al ver el perfil de aquella hermosa mujer, se enamoró de ella enseguida, y ordenó a sus vasallos que la buscasen donde fuera y la trajeran ante su presencia de inmediato.
Los súbditos empezaron la minuciosa búsqueda por todas las casas de los con­tornos. Una mañana, se presentaron a la casa de Heiroku y al comparar la mujer del dibujo con su esposa se dieron cuenta del gran parecido y se dispusieron a cumplir las órdenes de su señor, sin hacer caso ni de las súplicas del marido ni de los llori­queos de la esposa. Pero antes de separar­se ella pidió que le concediesen unos minu­tos para hablar con su marido. Se arrodilló encima de la estera, se sacó una bolsa de dentro del kimono y muy humildemente le dijo:
-Esta bolsa contiene semillas de melo­cotón, plántalas y dentro de tres años los árboles darán frutos, entonces, ven a ven­derlos al castillo donde me llevarán.
Heiroku no prestó atención a las pala­bras de su mujer, atado de pies y manos, se arrastraba por la estera para rogarles de nuevo a los samurais que no se la llevaran. Sin embargo, su esposa ya estaba dentro del palanquí y los palanquineros estaban dispuestos a emprender la marcha, conten­tos de haber podido cumplir la orden.
Desde el día en que secuestraron a su esposa, Heiroku quedó sin fuerzas y enfer­mizo de tristeza. En cierta ocasión se acor­dó de la bolsa que le entregó ella antes de despedirse. La abrió y efectiva-mente con­tenía unas gruesas semillas de melocotón, las plantó en el huerto de delante de casa y se quedó otra vez cabizbajo observando lo que acababa de plantar, sin abrigar ningún tipo de esperanza.
Mientras tanto vino el invierno y cubrió con su nieve montes, ríos y campos. Hei­roku esperó el paso de los días fríos ence­rrado en casa, sin ganas de hacer nada. Sólo le venían a la memoria los ratos feli­ces vividos junto a ella.
Pasado el invierno llegó la primavera y luego el verano y..., así pasaron tres años, al cabo de los cuales, aquellos melocoto­neros dieron espléndido fruto.
En el castillo, durante este largo tiempo de separación, la vida transcurría sin nin­gún aliciente, la esposa del noble no se reía nunca, aunque el señor feudal había inten­tado todos los recursos posibles para que lo hiciese.
Heiroku recogió los melocotones y los puso en un gran capazo. Se lo cargó a la espalda y se dirigió hacia el castillo. Al llegar por sus alrededores empezó a dar voces:

«Melocotoneees, melocotoneees,
melocotones dulcees y baratooos,
¿no quiere melocotones el señor?».

Heiroku se atrevió a acercarse al filo de la puerta, con el fin de ser vista por su esposa.
Súbitamente, la señora soltó una carca­jada, lo que llenó de alegría al señor, el cual hizo llamar al vendedor ambulante y le hizo repetir el estribillo.
Heiroku no se hizo rogar y sin poder contener el regocijo de ver a su esposa tan cerca, repitió:

«Melocotoneees, melocotoneees,
melocotoneees, dulcees y baratooos...».

La señora volvió a reírse. Entonces el noble quiso que se riera más todavía y se puso el kimono del vendedor para imitarle mejor y Heiroku se puso el del noble, sen­tándose al lado de su esposa. El caballero, así disfrazado, salió fuera del castillo para que pareciese más real.
Al quedarse solos los dos enamorados, se abrazaron muy emocio-nados, ¡tres años sin verse! Era para estar locos de contento...
Un rato después, el soberano obligó a su vasallo a que le abriese la puerta, pero éste no le reconoció y le dijo:
-Oye, vendedor, ya viniste antes, ade­más con este kimono tan viejo y pringoso ensuciarás la estera.
El señor no se daba por enterado y como quería entrar a la fuerza, salieron más guar­dias y con grandes paros le echaron del castillo.
Desde entonces, Heiroku y su bella es­posa vivieron muy muy felices en el casti­llo. En cambio, el verdadero amo no vol­vió más a su gran fortaleza, y cada día se pasaba las horas mirando a la mujer, del cuadro con un aire triste y desolado.

0.040.3 anonimo (japon) - 028

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