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miércoles, 6 de noviembre de 2013

La hija de la virgen

La Virgen del Puerto ejerce sobre Plasencia un patro­cinio subyugante. Una de las pocas cosas en que están de acuerdo todos los placentinos es en su Virgen. Creyentes o no, por el santuario barroqueño desfilan a diario todos los misterios y sentimientos de sus hijos en­tre flores, luces y oraciones. Alrededor de este lugar se han dado cita una serie de leyendas que la imaginación popular construyó sobre auténticos sucesos reales, que el tiempo ha colocado en el límite de lo inverosímil.
A mediados del siglo pasado se presentó en la puerta de la ermita, sudoroso, cansado, a lomos de una mula, un hombre que escondía un extraño envoltorio en la parte delantera del albardón.
En el santuario vivían entonces solamente el capellán don Fidel, y Colás y Rita, el matrimonio que atendía por igual al sacerdote y a unos animales.
El viajero, aprovechando los malacones laterales de las escaleras, se baja con cuidado de su cabalgadura, la deja en libertad, y llevando entre las manos un canasti­llo misterioso, dice estas palabras:
-"Don Fidel (porque me han dicho que si tropezaba con usted se lo entregara y si podía hacerlo sin que me vieran, lo dejara en la misma puerta), don Fidel, aquí es­tá este cesto que traigo bajo secreto de confesión. Cuan­do lo abra comprenderá de qué se trata y las instruccio­nes que lleva dentro. Es algo de un secreto de confe­sión... Y... ¡adiós!"
En el momento mismo en que el desconocido tornaba grupas a Plasencia, aparecían Colás y Rita, que sólo pu­dieron mirar al jinete de espaldas y el capellán perplejo, con el cesto entre las manos y que apenas acertaba a re­petir:
-"¡Bajo secreto de confesión! ¡Bajo secreto de confe­sión!"...
Rita, curiosa como mujer, desearía abrir el cesto, pero no podía consumar su propósito porque los se­cretos de confesión no pueden compartirse con na­die.
El sacerdote cogió el envoltorio y se encerró en su despacho mientras el inculto matrimonio, que imagina más que piensa, se queda fuera rumiando estos pensa­mientos:
-"Ya tenemos otro lío de alguna aristócrata peca­dora".
Y en la puerta, nerviosos, esperaban la solución del misterio que don Fidel estaba descifrando.
La estupefacción y el asombro crecieron hasta su ni­vel máximo cuando el señor cura apareció llevando en­tre sus brazos una criatura bellísima que dormía tranqui­la, arropada por blancos pañales.
-"¡Válgame la Virgen, señor amo, qué hermosa cria­tura!"
-"¿Y quién la ha traído?, señor amo, ¿quién la ha traí­do?"
-"¡La Providencia, hijos, la Providencia! Sólo ha po­dido ser la Providencia".
Efectivamente, era la Providencia.
Cuando el bondadoso sacerdote registró la canastilla encontró, junto a la niña cinco mil pesetas en billetes de quinientas; una medalla de oro con la imagen de la Vir­gen en el anverso y en el reverso la fecha de veinticinco de marzo de mil ochocientos y pico; una carta lacrada, dentro de otra que decía:
"Este sobre contiene una tarjeta y sólo será entregada a la niña cuando cumpla los veinte años de edad, si antes no hubiera sido reclamada por sus padres.
"Es un depósito sagrado que éstos hacen al cura actual de la ermita de la Virgen del Puerto y que, si éste falle­ciere, debe dejar en depósito de confesión a su sucesor hasta la citada fecha; sin que nadie pueda abrirla más que la misma niña al cumplir la mayoría de edad.
"A nadie mejor que a usted, a quien conozco a fondo, puedo confiar el ángel a quien por hoy está vedado reci­bir las amorosas y tiernas caricias de los que le dieron el ser. Recibidla como un depósito sagrado. Va sin bauti­zar y deseo que se le ponga el nombre de la excelsa pa­trona de esa ermita. Nació el día que va grabado en la medalla que acompaña esta carta.
"Velad por ella y educadla en la santa fe católica y procurad que sea una mujer buena y honrada, inculcan­do en su corazón el amor y el perdón para sus padres que, queriéndola con toda su alma, tienen que privarse de sus caricias.
"Conservad como depósito ese sobre lacrado y que sólo ella, cuando llegue a los veinte años, sepa su conte­nido...
"Todos los meses, y por el medio que sea posible, re­cibirá usted una cantidad para atender a sus necesida­des.
"Sólo tendrá derecho a reclamarla, y usted el deber de entregarla, quien os presente la otra mitad de la tarje­ta que se acompaña y que una perfecta-mente con ella.
Dios os guarde".
Terminada, casi como un autómata, don José recogió los billetes, la carta, la medalla..., y lo guardó todo sigilo­samente en un arca de probada cerradura, y donde más tarde fue depositando también el dinero que recibiría para cuidar a la niña.
La noticia corrió como la pólvora por toda la ciudad.
Las autoridades religiosas y civiles y el mismo pueblo se prodiga-ron en atenciones para la que desde entonces se llamó "Hija de la Virgen".
El mismo señor Obispo quiso celebrar el bautizo y el señor cura actuó privilegiadamente de padrino.
Fue un acontecimiento en toda regla.
Desde entonces no faltaron dádivas y regalos para aquel angelito. "Tres veces al día subía a la ermita una mujer para dar el pecho a la niña y durante la noche Rita la acallaba con un biberón de leche, que ella misma or­deñaba de la cabra favorita.
"Don Fidel, apenas dejaba el lecho, corría a visitar a su ahijada, besándola cariñosamente".
"Pasaron los días, los meses y los años. La niña crecía en hermosura, inteligencia y bondad. Era la alegría de la casa".
Don Fidel veía en ella un ángel que Dios le había en­viado para alegrar sus últimos años.
Cuando la huérfana llegó a esa edad crítica en que la belleza de la mujer eclipsa a todas las demás bellezas, María realmente era una mujer de auténtico ensueño.
Se decía que muchos subían al puerto a contemplar los hermosos años juveniles que irradiaban fuego a to­dos los mozuelos de Plasencia. Cuando se sentaba deba­jo del parral, bordando una sabanilla o unos corporales y levantaba sus ojos para mirar al infinito, era todo un prodigio de la naturaleza más definida:
"Alta, esbelta, de talle flexible y seno abultado, frente alabastrina, circun-dada de hermoso y abundante cabe­llo negro como sus ojos, que resaltaba sobre la nívea blancura de su sonrosado rostro".
Por aquél entonces, María, todas las tardes se asoma­ba radiante al tortuoso camino, que algunos creían cal­zada romana, a esperar la visita puntual de Federico.
"Fede" era un joven aristócrata, bien parecido, esbel­to, que había logrado lo que otros muchos envidiaban: enamorar y enamorarse de María del Puerto.
Don Fidel había dado su aprobación, porque era "un buen chico y buen partido". Pero la madre de Federico, que al principio tomó el hecho simplemente como un juego de chiquillos, al quedarse viuda y superar las dolo­rosas secuelas que la muerte de su insustituible marido le había deparado, observó las andanzas de su hijo y des­cubrió con toda claridad que era novio formal de María, la Hija de la Virgen.
Exactamente habían pasado dos meses desde la muerte del esposo y ocho días faltaban para que llega­se el ansiado momento en que la huérfana cumpliría los veinte años, momento en que el buen cura, cum­pliendo el encargo recibido, debía hacer entrega a su ahijada del sobre que cuidadosa-mente lacrado tenía en su poder.
También, entre tanto, la madre de Federico venía vi­sitando con notable asiduidad a don Fidel. Las conver­saciones eran largas y misteriosas, muy secretas.
Federico y María pensaban que se hablaba de ellos y preparaban el instante que, tras la mayoría de edad, los uniría para siempre.
Pero una mañana, la madre, cosa rara en ella, visita inesperada-mente al hijo en su propia habitación.
Nada más entrar lo besa en la frente y sin poderse contener, se sienta a su lado, mientras sus ojos se desha­cen envueltos en un incontenible torrente de lágrimas.
-"¿Qué tenéis, madre mía? ¿Por qué lloráis? ¿Qué os pasa?"
-"Hijo mío, me tienes que perdonar por el disgusto que te voy a dar".
-"Desde la muerte de tu padre estoy buscando el ins­tante oportuno para hablar y no lo encuentro... Es que... realmente... no puedo... No querría pasar por estos mo­mentos".
-"Me asustan, madre, vuestras palabras".
-"No os aflijáis. Soy vuestro único consuelo. Haré, por ello, cuanto me pidáis, sea lo que fuere".
-"¡Hijo! ¡Tienes que romper con María!"
-"¡Madre!"
-"¡Tienes que romper con María!"
-"No me preguntes más. Todo el peso de Dios y todo el peso de los hombres me obligan a exigírtelo".
-"¡Madre! ¡Madre!"
El hijo se ahoga en un mar de lamentos. No puede continuar.
La escena se prolonga en un coloquio más de lágri­mas que de palabras.
Federico se convence de que no puede ser de otra ma­nera. No puede continuar con María.
Hay una fuerza tan poderosa en la exigencia de su madre que, aunque parezca imposible, acepta. Es algo similar a la muerte. Y muerte va a ser porque Federico toma la implacable resolución de despedirse de María y marchar lejos, muy lejos, donde pueda olvidarse de que ella ha existido.
Al santuario han comenzado a llegar algunas noticias que parecen preparar el corazón de la joven enamora­da. Algo raro nota en aquellas ausencias de su amor. A don Fidel, por otro lado, no parecen extrañarle.
¿Es que sabe algo?
En cualquier caso, el día 25 de marzo se tiene que des­cifrar el misterio. Lo saben todos, porque ese día a María se le entregará la carta y el secreto quedará desvelado.
La mañana de aquel 25 de marzo es primaveral. El cielo es azul, sin que nube alguna empañe el espléndido panorama que se divisa desde el Puerto. Plasencia ente­ra parece que está de rodillas a la vera de su río Jerte.
En el despacho de la capellanía están reunidos don Fidel, Colás y Rita, todos cariñosos viejecitos, y María.
El señor cura ha dispuesto la escena cual si se tratara de un acto de liturgia cortesana.
El corazón de la joven no puede estar mejor preparado, pues cogiendo las manos del venerable sacerdote, dice:
-"Sea cualquiera el secreto que aquí se encierra, yo os lo he de decir. Nunca podré olvidar los beneficios que de vosotros he recibido".
María toma la carta, rompe los lacres y lee:
-"Hija mía, si el día que leas estos renglones no se presenta a ti tu madre, que los escribe, es porque aún no ha llegado la hora de que pueda hacerlo públicamente; pero si quieres conocerla y saber quién es, jurando guar­dar el secreto, acude el día siguiente al 25 de marzo a la misa mayor de la Catedral, y allí, junto al altar del Naza­reno, te estrechará en sus brazos y conocerás a quien te dio el ser, que vela por su amada hija y que ruega a Dios le conceda la dicha suprema de poderla tener a su lado. Sé feliz. Ama a tu madre.
"Para que no dudes, te presentaré la mitad de la tarje­ta que corresponde a la que iba entre los documentos que te acompañaron".
Las últimas palabras de la lectura apenas se pudieron oír porque se abrió de repente la puerta y aparecieron en ella María y Federico. Todos quedaron como petrifi­cados por lo inesperado de la situación. El silencio se prolongó embarazosamente unos instantes, hasta que lo rompió Federico que, tras acercarse a María, cogerle las manos y reclinarla contra su pecho, dijo:
-"¡María! Perdóname, porque con lo que te voy a de­cir puedo poner en peligro tu vida. La mía ya no existe. Es la última vez que voy a mirarme en tus ojos. Práctica­mente estoy muerto. Porque muerto está aquél para quien la vida ya no tiene sentido. ¡María! Tú y yo no nos podemos querer. Nuestro amor es imposible. Mi madre lo dice".
Cuando María, por primera vez en su vida, iba a dejar escapar un rayo como de nube herida por la crueldad de la tormenta; cuando don Fidel se estremeció en sus sen­timientos de sacerdote y de padrino; cuando Colás y Ri­ta buscaron un punto de mutuo apoyo para no caer des­plomados, solemne, impresionante, con temple más propio de viril convencimiento que de mujer dolorida, la madre habla de esta manera:
-"Oídme todos. No quiero permanecer ni un solo momento más bajo el peso de una sospecha tan cruel; así, pues, estoy decidida. María, ven aquí, a mi lado. Fe­derico, hijo mío, aquí, a este otro lado. Vos, padre, en­frente de mí, para alentarme con vuestra presencia. Vo­sotros, de testigos. Así. Ahora escuchad:
"María, mañana, a las diez, en la Catedral, junto al al­tar del Nazareno, te espera tu madre..."
-"¡Cómo! ¿Quién os ha dicho esto? -preguntó María, asombrada".
-"María, déjame continuar. Te espera tu madre para decirte: Hija mía, he sido muy desgraciada. Cuando te­nía tu edad fui víctima de un libertino que, escudado en su posición y abusando de la confianza que en él tenían mis padres, me deshonró, abandonándome después. Tú fuiste el fruto de aquellos amores. Después, un amigo de mis padres, que supo la villana acción de aquél malva­do, pidió mi mano y salvó mi honra, si bien nunca quiso dar su nombre al fruto de aquellos amores, ni jamás in­tentó averiguar su paradero, aunque consentía en que yo, hija querida, atendiera a tu sostenimiento y cuidado. Esto te dirá mañana tu madre. Y yo, antes de mañana, en este solemne momento, ante Dios, que nos escucha, te digo: María, tu madre, en su matrimonio, tuvo un hi­jo, y ese hijo vive. Su padre ha muerto. Federico, abraza a tu hermana. María, éste es tu hermano. Hijos míos, yo soy vuestra madre. Perdonadme y venid a mis brazos. Y para que no haya duda, aquí está la otra midad de esa tarjeta".
Dos meses después de esta escena, Federico partía pa­ra un largo viaje. La madre ingresaba en un convento, después de haber hecho cesión de todos sus bienes, por partes iguales, en favor de sus hijos.
María continuó con su protector y padrino, que a su fallecimiento también la dejaría sus bienes.
Colás y Rita vivieron con María hasta el final de sus días.

FUENTES:
-Una amplia versión de esta leyenda fue publicada por don Fran­cisco Navarro Rodríguez, en la Revista "Los cuentos extremeños".
Nosotros la hemos estudiado y reducido a lo que creemos sus jus­tos límites, corrigiendo lo que hemos conocido de otras fuentes.
Las frases citadas entre comillas son de don Francisco Navarro.
-En las leyendas relacionadas con Plasencia nos han ayudado, muy especialmente, don Jaime Jiménez y don Manuel Muñoz.

Fuente: Jose Sendin Blazquez

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