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lunes, 4 de noviembre de 2013

Kaá, la historia de la yerba mate

Existen pocas plantas o árboles sobre los cuales se hayan tejido tantas leyendas como sobre la yerba mate, a la cual los botánicos llaman Ilex paraguariensis y los guaraníes Kaá. El hecho de que la llamaran simplemente Kaá nos da la pauta de la importancia que daban a este arbusto, al que consideraban como la esencia misma del reino vegetal.
De las leyendas siguientes, la primera fue recogida y luego adaptada por el antropólogo Anselmo Duarte durante un trabajo de investigación en una reservación kom-pi (pilagá) cercana al río Cangüí Grande, en el departamento de Bermejo, casi en la frontera chaco-paraguaya. La narradora fue una anciana pilagá cuyo nombre, desafortunadamente, se ha perdido, y el traductor un joven kom-pi de nombre Tanuuj. La complementan algunas otras narraciones procedentes de distintos lugares de la Mesopotamia argentina, en cada una de las cuales se acota el nombre del narrador y el recopilador, cuando se dispone de ellos.[1]

Kaá, hermosa y sugestiva representante de la raza kom-pi, nació en la ribera del Bermejo, allí donde este río se despere­za, tardo e indolente, sobre un cauce empedrado de amatis­tas, ágatas y jaspes resplandecientes, rumbo a su padre, el Paraguay. Una vez, uno de sus hermanos dijo a Kaá que en su cuerpo se había fusionado todo lo de bueno, bello y desea­ble que la naturaleza había sembrado en las cristalinas aguas, la fina arena dorada, la selva lujuriosa y las distantes montañas, azules de lejanía. Y ella, curiosa como toda mujer, había ido a mirarse en el rutilante espejo del río y estuvo de acuerdo con su hermano.
A Kaá le agradaba caminar junto a las empinadas márge­nes del Bermejo y trepar a los árboles más altos, para otear curiosamente el horizonte, por encima de la selva cubierta por la bruma del mediodía. Sin otra compañía que un pájaro del que nadie conocía su procedencia, tan extraño que nunca se había visto uno similar, recorría los lugares más recónditos y deambulaba lentamente entre ríspidos bloques de brillante piedra arenisca, recogiendo hermosos trozos de cuarzo hiali­no, irisadas plumas y fantásticas corolas multicolores con las que entretejía complejas guirnaldas y diademas, regresando luego al hogar adornada con ellas.
Hasta que, una tarde, Kaá llegó hasta el río, se tendió pe­rezosamente sobre una pequeña isleta de tibia arena dorada y sumergió las manos en el agua, tratando de atrapar los di­minutos trozos de cuarzo que rodaban afanosamente por el fondo. De pronto, alertada por un graznido de la extraña ave que siempre la acompañaba, se irguió presurosa, escudriñan­do ambas orillas, pero, al no descubrir ningún signo de peli­gro, volvió a sus jugueteos con las piedras.
Sin embargo, el instinto del ave no se había equivocado; oculto por las frondas de bejucos, un hombre la acechaba, agitado por acuciantes apremios que turbaban su razón, afectando su raciocinio y excitando sus instintos varoniles. A pesar de su ofuscación, el hombre no dio señales de su presen­cia, pero al aproximarse el atardecer, Kaá inició el regreso a su hogar y se cruzó con un joven cetrino, de mirada penetrante, ante el cual el ave de la muchacha lanzó un graznido de ad­vertencia.
Por primera vez en su vida, la serenidad que usualmente le daban sus largos paseos por el río no logró que Kaá concilia­ra el sosegado y apacible sueño habitual; pasó largas horas contemplando los burlones guiños de las estrellas, entrevien­do en ellas, como en una pesadilla, un rostro taciturno y reconcentrado que se inclinaba sobre ella y la contempla­ba fijamente.
Por fin logró dormirse, pero temprano en la mañana la des­pertó el sonido de una voz desconocida, que hablaba con su padre; se levantó sigilosamente y allí estaba el joven descono­cido con que se había cruzado la tarde anterior. Escuchando atentamente, supo que se trataba de un joven hechicero llega­do desde lejanos confines, atraído por los rutilantes cuarzos que proliferaban en las orillas del río y que él precisaba pa­ra sus prácticas y ritos mágicos; venía acompañado de un sé­quito numeroso. Los minerales que se recogieran en las tie­rras de los kom-pi serían destinados a su templo en Mbae­-verá-guazú.
El corazón de Kaá pareció detenerse al escuchar esta reve­lación; los mbaeveraguá preferían morir a unirse con habi­tantes de otras tribus, porque se consideraban servidores de los dioses y con-sagrados a ellos hasta el fin de sus días. Esta tradición era especialmente inviolable para los avaré, los sa­cerdotes de Tupá, a quienes su entrenamiento ascético los ha­cía particular-mente resistentes a los deseos carnales y las tentaciones mundanas. A pesar de estas consideraciones, Kaá se enamoró perdidamente del desconocido, aun sabien­do que para el avaré el amor le estaba terminantemente pro­hibido.
Día y noche deambuló por la tierra húmeda y ardiente, los milenarios acantilados y los sinuosos senderos de la selva, buscando al joven asceta, de enigmática sonrisa y ojos fulgurantes que mostraba, en señal de su rango, una vincha de piel de yaguareté con un cristal de obsidiana so­bre la frente.
No pudo localizarlo y cuando las ancianas le dijeron que el shamán regresaba esa misma noche a Mbaeverá-guazú, el corazón de Kaá se sumió en la más honda de las desespera­ciones. De modo que, antes de darse por vencida, decidió hablar con el hechicero, aunque aquello fuera lo último que hiciera en su vida.
Con esta firme resolución en mente, tomó el camino del río y, como lo había supuesto, encontró al forastero sentado en el bloque de cuarzo donde por primera vez había intuido su presencia, alertada por el ave.
Los rayos de Kuarajhí rielaban juguetones entre las ramas de los timbós y los jacarandaes, sin llegar ya a iluminar las ri­beras más bajas ni las playas de arena dorada. Una penum­bra que sugería una noche sin luna hacía más lóbrego y profundo el cauce del Bermejo y estiraba dramáticamente la silueta del avaré. En un intento de llamar la atención del mago, Kaá entonó su mejor canción, mientras danzaba al­rededor del asiento de amatista.
Los ojos del mbaeveraguá se elevaron y contempló em­belesado aquella mágica silueta que danzaba para él. Su mirada se prendió como un saguaypé de las más sutiles on­dulaciones de la joven, que se convertían en su vientre en otras tantas llamas que quemaban sus entrañas.
La danza de la doncella no hacía otra cosa que repetirle en movimientos todo aquello que él había recibido, desordena­da y arrolladoramente, durante sus afiebradas vigilias y sus interminables pesadillas.
Se levantó como impulsado por un resorte y llegó hasta ella en un solo impulso. Al mirarla a los ojos sintió como si el borde del risco se despeñara bajo sus pies; el latir inflama­do de su sangre joven seguía retumbando en su pecho, pero toda una vida de ascetismo, dogmas inviolables y principios adquiridos se abalanzaban sobre él, ahogando en un mar de impotencia sus ímpetus juveniles.
Kaá, inocente y pura, intuyó, sin embargo, que el agua de la dicha se le iba a escurrir entre los dedos aun antes de po­der gustarla. Su pecho se inflamó ante la posibilidad de per­derlo y se adhirió a él como una enredadera al árbol que la sustenta, adelantando sus labios en busca del contacto anhe­lado. El avaré sintió como si un toro embravecido galopara dentro de él, destrozando sus vísceras; con un ademán fulgu­rante, producto de una larga práctica, empuñó el itá mará que pendía de su cintura y golpeó con él el rostro que se le ofrecía en un mudo ademán de entrega. Al instante se escu­chó un sonido como de cristales que se quebraban y la mu­chacha se encorvó tetánicamente hacia atrás, como herida por un rayo.
Las manos del avaré la acompañaron en su caída y la vida de la doncella se fue escurriendo lentamente hacia el río, arrastrada por la sangre que fluía de su frente. El ave extra­ña, exasperada por el incomprensible ataque, intentó agre­dir con su recio pico al hechicero, pero todo fue en vano; el sacerdote se encontraba más allá del alcance terreno y per­manecía impávido, con la vista perdida en un horizonte perceptible solamente para él y los brazos caídos a los costa­dos, en un gesto de profunda desolación.
Una inmovilidad atónita, casi letal, pareció desplomarse sobre el universo entero, pero aquello no duró más de un instante; a lo lejos, las fogatas encendidas para alejar a los malos espíritus y las alimañas seguían encendidas, y los morteros continuaban haciendo sonar sus rítmicos compa­ses. Finalmente, el avaré pareció despertar de su letargo y prestó atención a los sonidos que emitía el ave extraña, en el paroxismo de su desesperación:
-¡Jhypa Kaá! ¡Jhypa Kaá! ("¡Kaá ha muerto! ¡Kaá ha muerto!").
-¡Sí! ¡Kaá se apagó para siempre! -musitó él, fija en su mente la imagen de una antorcha que se extinguía. Luego co­rrió de regreso por la senda ya totalmente a oscuras, con su cabello flameando al viento como un negro símbolo de muer­te. Sin embargo, no llegó muy lejos; a los pocos pasos cayó postrado sobre sus rodillas, abatido por la súbita revelación de dos sentimientos encontrados: el abrumador acoso de la carne y el desgarrante despertar del remordimiento. El pri­mero había sido brutalmente sojuzgado por las agobiantes cadenas de los dogmas y la tradición, pero el segundo segui­ría torturándolo para siempre, como un sabueso infernal que lo perseguiría por toda la eternidad
Centenares de lunas después de la desaparición de Kaá, un anciano mbaeveraguá llegó a la región donde, muchos años atrás, transcurriera la efímera existencia de aquélla. Arras­traba tras de sí una larga trayectoria de sabio y de mago y, aunque su cuerpo aún se mantenía firme y esbelto, las fre­cuentes expectoraciones de saliva sanguinolenta que brota­ban de su boca demostraban palpablemente que los días de su vida terrena estaban tocando su fin. Al llegar a la playa en que Kaá había sido llamada al reino de las sombras, una ex­traña ave lo atacó sorpresivamente, exclamando: "¡Jhypa Kaá! iJhYPa Kaá!"
Echando mano de su magia, el anciano la calmó con un hechizo, y los dos continuaron juntos la marcha hacia el tro­zo de amatista donde Kaá se encontraba sentada la primera vez que se vieron.
Tratando de evitar el tórrido sol que se aproximaba a su apogeo, el anciano hechicero fue a sentarse bajo las frescas hojas de un arbusto, pero no pudo menos que notar los rojos pétalos de sus flores, que salpicaban el suelo como diminutos coágulos de sangre. Inmediatamente, un aroma inconfundi­ble, reminiscencia de un tiempo pasado, pero imperecedero, lo golpeó como una presencia física. Su cuerpo pareció in­movilizarse; observó cuidadosamente las brillantes hojas que lo protegían del sol; verde oscuras por el dorso y más claras por el envés, esas hojas le acariciaban la frente como alas de otras tantas mariposas.
Intrigado por no poder reconocer el arbusto, pese a ser un experto en plantas, observó, casi en éxtasis, las hojas que aca­riciaban su rostro, insi-nuándose a él como si fueran antiguas amantes que intentaran reanudar una relación truncada por algún espíritu maligno.
Las sombras trémulas de las hojas y los tallos continuaron rielando sobre su rostro, mientras el aroma seguía incitándo­lo, despertando en su espíritu sensaciones hacía largo tiem­po enterradas. Tratando de reivindicar algo que sabía oculto en lo más profundo de su ser, pero que pugnaba por aflorar, el avaré se aferró a los tallos tiernos, arrancó las hojas y las trituró entre sus dientes, con avidez inusitada, como si se tra­tara de un manjar codiciado, del cual la vida lo hubiera pri­vado hasta ese momento.
Y entonces se desencadenó lo indescriptible: el zumo acre, pero aun así embriagador, de las hojas invadió todo su ser y se expandió por sus venas, confiriéndole una vivacidad como jamás había experimentado en su vida. Repentinamente vio frente a sí un lago eterno e inexpugnable, aún no contamina­do por la presencia humana, en cuyas profundidades se erguía un Mbaeverá-guazú deslumbrador, pero que no se encontraba poblado por los vacuos ídolos de barro ante los cuales se había postrado infructuosamente -ahora lo comprendía- durante to­da su vida.
Penetró con la imaginación en el inviolado templo y se acercó al único altar; sobre él había una sola imagen: una diosa soberana cuya forma etérea, inmarcesible, regresaba de los confines de la muerte para florecer en la planta que había brotado de las gotas de sangre de la infortunada Kaá, víctima inocente de la intransigencia y la incomprensión humanas.
Un aullido incontenible surgió desde las entrañas mismas del avaré:
-¡Kaá porá! -exclamó en medio de los borbotones de san­gre que brotaban de sus pulmones destrozados. El amor, el remordimiento y la sensación de una vida desperdiciada con­formaban un solo grito frente a una muerte inútil.
Con ese grito, el avaré reconocía en el arbusto a la doncella a la que le había arrebatado la vida y a la que habría amado por encima de sus dioses, si se hubiera animado a hacerlo. El encantamiento de la planta desmoronaba, como un castillo de naipes, toda una vida de abstinencia inútil e incongruen­te, dando paso a un amor póstumo que reivindicaba dos vi­das absurdamente inmoladas.
Finalmente, la sangre del sacerdote, manando a raudales de su boca, arrastró en su caudal su vida, que se esparció so­bre el mismo lugar en que él también derramara, en su mo­mento, la sangre de la virgen que alterara para siempre su cuerpo, su mente y su vocación.

Los jesuitas, durante su asentamiento en San Ignacio, Mi­siones, fueron grandes consumidores de yerba mate, que vino a reemplazar los tes que acostumbraban tomar con hierbas traídas de sus países de origen. Una leyenda recopilada precisa­mente en la zona de las ruinas jesuíticas presenta una versión cristianizada del origen de la yerba mate o Kaá.

Un día Jesús recorría la selva en los alrededores de San Ignacio, acom-pañado por San Pedro y San Juan; de pronto, los sorprendió una tormenta y se apresuraron a llegarse hasta un rancho, donde pidieron asilo. Al golpear a la puer­ta, los atendió un viejecito que vivía con su esposa y su hi­ja, una hermosa joven dedicada por entero al cuidado de sus padres.
Esta familia de campesinos estaba casi al límite de la mi­seria, pero aún así ellos quisieron agasajar a sus huéspedes, para lo cual sacrificaron la única gallina que tenían, a la que conservaban para poder recoger algún huevo. Así que duran­te la cena tomaron una apetitosa y caliente sopa de gallina y no dijeron nada a los visitantes, aunque sabían que al día si­guiente no tendrían nada para comer.
Sin embargo Jesús, que sabía perfectamente lo que el hombre estaba haciendo por ellos, se reunió con Juan y con Pedro a la mañana siguiente, luego de haber descansado y les preguntó:
-¿Están de acuerdo conmigo en que debemos hacer algo para recompensar a este hombre, que se ha desprendido del único alimento que tenía para él y su familia, para servirnos a nosotros, sin conocernos siquiera?
-Merece lo mejor -contestaron los dos apóstoles, porque ha practicado la caridad auténtica, mucho más que uno que da lo que le sobra.
Entonces Jesús llamó al labrador y le dijo:
-Has sido enormemente generoso con nosotros porque, a pesar de tu pobreza, nos has dado todo lo que tenías. Ahora quiero premiar tu gesto; pídeme lo que desees, por imposible o desatinado que pueda parecerte, y yo te lo concederé. Pero asegúrate de que sea algo que pueda darte satisfacción y ale­gría para el resto de tus días.
-Señor -respondió el campesino, usted ha visto a mi hi­ja, el único bien verdadero que poseo, y a la que quiero en­trañablemente. Quisiera pedirle para ella una larga vida de felicidad, sin odios ni dolores, y que cuando parta de este mundo, deje un recuerdo tibio y dulce en aquéllos que la ha­yan conocido. Jamás le pediría nada para mí, señor, pero pa­ra ella deseo lo mejor.
-Tu humildad y tu bondad hacen que no pueda negarte na­da de lo que me pides -contestó el Hijo de Dios-. Tu hija vi­virá largos años y, cuando deje este mundo, seguirá presente en el recuerdo y la estima de la gente.
Y así, la joven creció sana y hermosa, vivió muchos años y cuando murió, serena y apaciblemente, se convirtió en la yer­ba mate, estimada por todos los que la conocen, porque se convierte en una bebida exquisita, que refresca o reconforta según se la tome fría o caliente.

En la zona norte de la provincia de Corrientes se menciona, en relación con la yerba mate, a un personaje que llaman Kaá­yarí, término que en guaraní significa, literalmente "la dueña de la yerba", aunque en algunas zonas cercanas se lo conoce como Kaa-sí, "madre de la yerba".
El relato que sigue fue contado por un paisano de los esteros del Empedrado, en el departamento homónimo de Corrientes.

La abuela de la yerba es una mujer de cabellos rubios co­mo la barba del abatí, alta y muy blanca, siempre vestida de verde, como las hojas de la kaá que cuida. Su túnica reluce a la luz del sol y parece hacer un ruido como de seda cuando ro­za contra los tallos. Yo la vi una tardecita, mientras trabajaba en el yerbatal; se me acercó bastante y, mientras se aproxima­ba, se fue haciendo cada vez más alta, hasta pasar el yerbal. Yo al principio me asusté mucho, pero después me di cuenta de que no quería causarme daño, sino hacerse amiga mía.
Es que al que se amiga con la Kaá-yarí el trabajo se le fa­cilita mucho y le rinde el doble, también. El que se compro­mete con ella tiene las plantas más robustas, recoge más ki­los de yerba, se le favorece el canchado y ella lo ayuda con los trabajos más pesados, como el desbroce y el raído. La única contra es que, cuando uno se compromete con ella, dicen que ya no puede tener relaciones con otra mujer
Ella cuida tanto de las plantas, como de que los tareferos descansen, también. Recorre los yerbatales, a veces a la hora de la siesta, pero más en las noches de luna, a eso de las do­ce, la hora de las ánimas. Y cuando todos se van, ella canta, en medio del yerbal, con un tono de voz hermoso, que hace recordar a las aguas del arroyo, cuando baja tranquilo.
Cuando la Kaá-yarí canta, parece que a uno le subiera un aire frío que lo hace temblar, a veces. Claro que tam­bién lo puede hacer estremecer su aparición, porque no es humana. Y no crea que me pasó a mí solo; todos los que la han visto o la han oído cantar le van a decir lo mismo, si les pregunta.
Acá, por la zona, a la dueña de la yerba todos la conocen como la Kaá-yarí -aclaró el narrador, pero para el lado del Iberá la llaman Kaá-sí. Pero existir, existe, y los que no creen en ella son citadinos ignorantes, que no saben nada del mon­te. ¡Si la habré vistos veces cuando canchaba en los yerbata­les del Alto Paraná!

En la parte oriental de la provincia de Corrientes, en cambio, circula una leyenda más romántica sobre la yerba mate. La ver­sión que se adjunta a continuación me fue contada por un peón mataguayo (una rama de los matacos), de nombre On­kei, que traba-jaba en la estancia "La Tigra'; en el departamen­to de Santo Tomé, sobre la ribera oeste del río Uruguay.
Lo curioso de esta narración es que fue contada en su idio­ma y registrada en cinta magnetofónica, y sólo varios años des­pués pude hacerla traducir por una anciana mataca que había sido traída a la Capital Federal, y recién entonces pude enterar­me de qué se trataba. Para facilitar la comprensión, dado que el relato original resultaba demasiado coloquial, me he visto en la necesidad de retocar ligeramente el estilo narrativo.

Cuenta la tradición que un tórrido día de verano llegó a la zona del Estero Caabí una hermosa princesa india llamada Yací que, acompañada de un importante séquito de esclavos, venía en busca de Añá-guazú, así llamado por considerárselo el más hábil adivino y hechicero que jamás habían visto por esos pagos.
Todo fue llegar allí la princesa, para que Kaá jhü , el guerre­ro más valiente del Alto Paraná, se prendara perdidamente de aquella belleza salvaje a quien, en su querida isla de Yací-iretá llamaban cariñosamente Caab-potí en honor a su belleza.
Pero la desesperación de Kaá-jhü llegó casi enseguida, porque el virgen corazón de Yací se encontraba ya compro­metido con un príncipe de una tribu vecina a la suya quien, además de ser tan valiente y apuesto como Kaá-jhü, había si­do el primero en encender en su pecho la llama de la pasión.
Comprendiendo que la inmarcesible Yací jamás consenti­ría en ser su mujer, el joven guerrero decidió, como recurso final, mantenerla secuestrada, junto con todo su séquito, has­ta lograr que el mismo Añá-guazú preparara para él un payé de amor que ablandara el gélido corazón de su amada, que hacía arder el suyo propio como una hoguera incontrolable.
Pero pasaban los días y el ansiado payé no llegaba, y la im­paciencia de Kaá-jhü iba en aumento, mientras que la prin­cesa, valiente y arrojada como hija de un guerrero que era, no perdía un instante en tramar los más arriesgados y comple­jos planes para huir de allí.
Así transcurrió una semana y, finalmente, la hermosa prisionera logró escapar, pero su fuga fue rápidamente ad­vertida por Kaá-jhü, quien salió inmediatamente en su per­secución. El hecho de que la muchacha se hubiera internado en lo más profundo de la selva no arredró al joven, que siguió persiguiéndola enconadamente, echando mano a todos sus recursos de rastreador y cazador avezado que era.
Cuatro días pasaron de incesante persecución hasta que, al quinto atardecer, nimbada por el embriagador perfume de las "damas de noche" que comenzaban a abrir sus corolas, Yací se detuvo, agotada, en un claro del monte y enfrentó con un gesto arrogante la figura de Káá-jhü que había aparecido desde atrás de un gigantesco timbó. Y aun así, desfallecida de cansancio y debilitada por no haber probado alimento algu­no durante los últimos cinco días, el orgullo ancestral de su raza dio a su rostro un gesto tal de altivez y belleza, que el tenaz perseguidor sintió que un fuego infernal le abrasaba las entrañas. Ambos pasaron varios minutos mirándose mutua­mente a los ojos, y luego la cabeza de Yací cayó desmayadamen­te sobre su pecho y su cuerpo se inmovilizó en esa postura, como si se hubiese resignado a la fatalidad de un destino que ella sola parecía poder percibir.
Kaá-jhü permaneció un instante más mirándola y luego comenzó a rodear el timbó para aproximarse a su desdeñosa amada pero, al acercarse, descubrió que ella ya no estaba más allí y, en su lugar, se erguía una frondosa y corpulenta planta de lustrosas hojas de un verde brillante y hermosas flores pequeñas y amarillas agrupadas en racimos.
Azuzado por el remordimiento y la tristeza de la pérdida, el joven se internó nuevamente en la selva y comenzó a vagar por ella sin rumbo, hasta que, pocos días después, se convir­tió también en un ser misterioso, que la imaginación popular describe como un enano rengo, viejo y feo, condenado a va­gar eternamente por las riberas de los ríos y arroyos, entre los yerbatáles silvestres, en busca de su amor perdido.
Así nació Kaá, la yerba mate, a la que los aborígenes die­ron ese nombre en recuerdo del amor no correspondido del guerrero más valiente del Alto Paraná. Por eso la savia que corre por sus hojas tiene ese gusto amargo tan parti­cular y atrapante, provocado por los sinsabores y la pena de Yací al convertirse en planta; ésa es la razón, asimismo, de que los peones que trabajan en los yerbatales digan que la yerba tiene porá.
Tampoco fue afortunado el destino corrido por el joven que, destrozado por los remordimientos, se convirtió en un ser híbrido, a veces pájaro, a veces enano, que los aborígenes denominaron luego Yací-yará, remedando onoma-topéyica­mente el grito del ave, cuya fonética suena como este térmi­no, y que él repite constantemente cuando se encuentra en su apariencia de pájaro.

0.015.3 anonimo (argentina) - 027

[1] Puede encontrarse otra versión del nacimiento de la yerba mate en el libro Cuentos y leyendas argentinos, del mismo autor y la misma colección. [N. del E.]

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