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miércoles, 6 de noviembre de 2013

Jordana la bella

Es ella. La Jordana. Los pacenses la contemplan acu­rrucada en las callejue-las que suben a la alcazaba.
Todos la conocen. Todos la recuerdan. Es la víctima inocente de un destino incomprensible. Por los mismos lugares y a las mismas personas, por las puertas que pu­dieran ser sus casonas y señoríos los que la acompaña­ron en los momentos de grandeza abren sus bolsos y de­jan caer una limosna.
La mano que la recoge es aún blanca, y a poco que uno se fije conserva la firma de su aristocracia. Suele es­tar encorvada, quizá para disimular su vergüenza y, aún así, entre los andrajos de su vestimenta, deja asomar la esbeltez que nunca pierde el cuerpo criado a la sombra de la pulcritud y del cuidado refinado. Aún parece que despide el perfume de antiguos ungüentos orientales, como si recordara su descanso entre encajes y cache­mires.
iQué veleidosa es la suerte de la fortuna!
¡Qué amarga la soledad heredada de la desgracia! ¡Pobre jordana!
Algunos piensan que es ciega, porque nadie ha vuelto a contemplar los ojos brillantes de otro tiempo, cuando despedían aristocrática grandeza. Pero no. No es por eso. Es que le sobran sufrimientos. Tiene sobre el alma un mundo personal interior tan denso, tan complejo, que ni ella misma alcanza a comprender. En su recuerdo sólo asoman cadáveres y rostros misteriosos.

I

Cuando el Rey de Portugal atravesaba las calles de Badajoz aureolado de señorial comitiva, entre los caba­lleros que lo acompañaban destacaba la figura apuesta, rica y arrogante de Joan Franco. Su mirada de gentil ca­ballero ha encontrado entre la apiñada multitud a una dama atrayente, también señorial y muy hermosa. Las dos miradas han chocado de frente y nadie los ha descu­bierto si exceptuamos al pajecillo de la dama, un angeli­cal adolescente que custodia siempre a su virginal seño­ra. La ama tanto porque los une una corriente de amis­tad más que profunda. Ella es huérfana muy singular y él un niño inocente recogido no se sabe dónde.
Cuando los dos vuelven sus pasos y cruzan el largo puente del Guadiana encuentran un grupo de curiosos. Entre ellos destaca un hombre de edad madura, de tez oscura, ojos negros, mirada fría, gruesos labios, larga barba prolongada hacia abajo, que al resbalar sobre el pecho deja al descubierto las primeras canas. Todos di­cen que es judío, pero nadie lo asegura. Su presencia en la ciudad está rodeada de misterio.
¿Qué busca allí?
¿Quién es?
Nadie lo sabe.
Al pasar Jordana delante del desconocido clava en ella sus ojos calculadores y la dulce e inocente mujer siente su cuerpo penetrado de una mirada siniestra y es­calofriante.
Todo ha quedado en miradas.
Pero hay algo que Jordana presiente y no olvidará jamás.

II

Al día siguiente de la llegada a Badajoz del Rey portu­gués, Joan Franco, el caballero preferido del monarca haciendo honor al voto de su apellido, "A más de honor, franco amor", envía una misiva aJordana porque quiere verla en palacio. Ella, cortés y aristócrata, vestida de se­das, y adornada de joyas deslumbrantes, va a ser recibi­da por el primer caballero lusitano.
El ambiente no puede ser más refinado. La favoreci­da doncella cruza entre galanes y damas. Las calles y las estancias están llenas de rendidos admiradores y ojos envidiosos...
Juan Franco le espera anhelante y sus ademanes de­muestran el fuego que se ha encendido tan deprisa en su corazón.
La visita ha sido secreta, pero respetuosa. Rápida, pe­ro significativa. Jornada abandona muy pronto el lugar. Joan Franco no puede disimular el fracaso de sus inten­ciones. Pero un caballero no se rinde y jura que aquella doncella tiene que ser suya.
Piensa tal vez que la ciudad extremeña es "la dulce, veleidosa y melancólica Lisboa". Piensa que el primero entre los cortesanos de su Rey no puede ser desdeñado en sus pretensiones.

III

Algunos días después.
La ciudad está consternada.
Badajoz ha cambiado de signo.
No se habla de otra cosa: el joven privado que acom­pañara al Rey de Portugal ha aparecido muerto.
Se habla de que ha sido un lance amoroso.
Tiene el cuerpo atravesado por una cuchillada que le parte el corazón.
Lo encontraron junto a los árboles que vigilan los to­rreones de la alcazaba.
Nadie sabe quién es el matador.
Pero todas las lenguas apuntan en la misma dirección. Gonzalo Bejarano, el otro caballero español, enamora­do de Jordana, lo ha vencido en un lance amoroso, y la disputa por la bella dama, es la única causa.
Jordana ha ido a rendir tributo al hombre que tan in­tensamente la había admirado. Cubierta de negro y el velo sobre la cara, apenas nadie ha sabido descubrirla.
Pero otra vez al cruzar la calle donde está su palacio, se ha vuelto a encontrar con el hombre misterioso que clavó en ella sus ojos el día que cruzó el puente del Gua­diana. Y otra vez sin cruzar una palabra la mirada limpia de la doncella inocente se ha visto humillada por el mi­rar avieso del hombre misterioso.

IV

Más tarde. Cuando parecía que se estaban olvidando los ecos de la primera muerte, todo Badajoz llena el tem­plo catedralicio. Las exequias han sido majestuosas, propias de su rango de aristócrata y, sobre todo, desa­gravio a una muerte inesperada, cruel, incompren-sible.
¡Gonzalo Bejarano, la flor de los caballeros pacenses ha muerto!
¡Y su muerte es desconocida!
Ni espadas. Ni desafíos. Ni luchas.
Simplemente se ha encontrado su cadáver flotando en las aguas mansas y no profundas del río, justo en el lu­gar donde se despide de España para entrar en Portugal.
Cuando terminaron los oficios, en el silencio del tem­plo una mujer suspira, llora, levantando los ojos al cielo pide explicaciones, porque no comprende los hechos.
En la calle la gente, con más crueldad aún, dirige sus críticas hacia la que sin quererlo, convierten en víctima inocente. Los portugueses y, sobre todo, Lopes de Men­doza, podrían descifrar el misterio de esta sangre. Y aunque a ella sola, al corazón de Jordana, se asoma un personaje. El hombre de mirada oscura, de risa cruel, el del día del Guadiana, debe estar en la entraña de todo.
Pero, ¡cómo probarlo!...

V

Meses más tarde, cuando nadie lo espera, un día géli­do del frío invierno, como la nube que se pierde en el horizonte, Jordana abandona la ciudad. Sola, con los ojos deshechos por las lágrimas, se vuelve para despe­dirse de lo suyo. La ropa es un sayo pordiosero. Su mano se avergüenza, tiembla, porque de ahora en adelante pedirá limosna a los mismos que ella dio. Parte del terru­ño que hollan sus plantas, tierras de encinares, fastuosas heredades y mansiones solariegas, la conocen como dueña...
Nadie lo cree. La ciudad tranquila vibra nuevamente por la noticia.
El personaje de la barba negra, de mirada siniestra, de semblante oriental, está realizando en subastas la cuantiosa fortuna que perteneció a la huérfana enamo­rada. La misma que él persiguió con su mirada desde el funesto día del puente del Guadiana.
¿Qué cataclismo ha llevado a un desenlace tan fu­nesto?
¿Qué buscaban las miradas del personaje misterioso? ¿Era él quien estaba enamorado de la bellajordana? ¿Es el culpable de tantos crímenes?
Ya no importa.
A muchos beneficia la suerte, y todos cuantos pue­den, satisfacen su egoísmo.
¡Oh, crueldad, cuando invade el corazón de los hom­bres avaros!

VI

Luz de un nuevo día. Primavera. Al ocaso la tarde va muriendo.
"En el jardín de la mansión señorial que perteneció a Jordana, adquirido por los Lopes de Mendoza, suenan dulces acentos musicales. Los pasos tardos y desiguales de la mendiga turban el sosiego de la calle. Se ha deteni­do al escuchar la armonía delicada y, después, des­pués..., la claridad de una luna nueva llena todo de paz y de pureza.
Allí, entre las azucenas y las rosas de la nueva esta­ción, Jordana se endereza. Tiene en la mano una azuce­na blanca que ya está abierta. La oprime contra su pe­cho y, mirándola, mirándola..., se dobla su cuerpo hasta quedar tendido en las flores que antaño ella podía haber plantado.
A la mañana siguiente, cuando Lopes de Mendoza quiere despertar a la desgraciada mendiga ya no hace falta.
Está muerta.
Y la voz de bronce de los campanarios, dicen, lloran­do otra vez, su alegre cantar mañanero. Ahora Badajoz no se estremece.
¿Para qué?
La muerta es sólo una mendiga.
¡Signo cruel del cambio de fortuna!

FUENTES:
-Vicente Mena, "Leyendas Extremeñas".

Fuente: Jose Sendin Blazquez

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