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lunes, 4 de noviembre de 2013

El valle de sa-guazú

Sería difícil encontrar en todo el territorio del litoral un animal, un árbol, una flor o un accidente geográfico que no tuviera tras de sí una leyenda, ya sea triste, jocosa, trágica o heroica. El valle de Sá-guazú no podía ser menos. Su historia le fue contada al antropólogo Joaquín Fuentes por un chamá (shaman) tupí en una reservación (ahora llamada eufemísticamente "asenta-miento") cercana a El Tigre, en el departamento de Cainguá, provincia de Misiones.
Desafortunadamente, la leyenda fue narrada en guaraní y traducida posteriormente por un intérprete no demasiado versado en el idioma español, por lo que debió ser reescrita para facilitar su lectura.

Al poniente de los cerros del Chapa, entre los arroyos Ta­bay por el norte y Yabebirí al sur, se extiende un ancho valle conocido con el nombre de Sa-guazú, cuya denominación significa, literalmente, "Ojo de gran tamaño". Si bien hoy se encuentra cubierto de sembradíos, montes de frutales y rús­ticas chozas de labradores, tiempo atrás fue una selva impe­netrable, cuyo nombre se atribuye a un ser sobre-natural que habitaba entre sus imponentes timbós, guayacanes y ceibos. A esta criatura se la conocía bajo el nombre de avá-posú, u hombre que se alimenta de carne humana. Aquel antropófa­go tenía un solo ojo en medio de la frente, piernas muy cor­tas y combadas, brazos largos hasta muy abajo de las rodi­llas, uñas como garfios, aceradas y de una cuarta de largo, dientes puntiagudos como los de un tigre, implantados en una boca ancha y hedionda, y una espesa pelambrera hirsu­ta que le cubría todo el cuerpo. La mayor parte del tiempo la pasaba trepado en los árboles más altos, vigilando los cami­nos, espiando el paso de viajeros desprevenidos, que satisfa­rían su voraz e insaciable apetito.
Cientos de veces los tendótara reunieron a sus guerreros para tenderle emboscadas, pero todo resultó en vano, y los lugareños, desalentados, optaron por no transitar más los ca­minos que consideraban más peligrosos y por encerrarse en sus chozas, tapiando puertas y ventanas con trancas.
Con estas medidas, Sa-guazú veía transcurrir los días sin ver a un solo ser humano, y su apetito crecía y crecía, sin po­der satisfacerlo. Recurrió entonces a un ardid y comenzó a batir un peteque-peteque, el instrumento que desafía a los hombres a pelear. Esto le significó un buen atracón, pero fi­nalmente hubo de abandonarlo, porque los hombres pronto aprendieron a ignorarlo.
Y así, noche tras noche y día tras día, Sa-guazú vigilaba des­de sus atalayas aburrido y hambriento, mientras estiraba sus piernas zambas; por sobre su cabeza escuchaba el zumbar de las abejas que transitaban atareadas y, por debajo, en el piso de la selva, veía pasar los furtivos carpinchos, asomar tímidos guasunchos y deslizarse las temibles ñacaninás en busca de sus víctimas. Sin embargo, Sa-guazú nada percibía de todo aquello; sus ojos y sus oídos estaban pendientes de captar la presencia de una nueva víctima que saciara su apetito.
Repentinamente, el grito de un tero rasgó el silencio como la trompeta de un centinela alerta. El monstruo se escondió rápida-mente entre las frondas de un un urunday, presintien­do una presen-cia humana; su única pupila comenzó a regis­trar los alrededores, hasta distinguir, bastante lejos aún, una silueta casi ingrávida que avanzaba en su dirección. La luna llena resaltaba las blancas vestiduras de la aparición, que emitía quejumbrosos lamentos femeninos mientras avanza­ba por el sendero.
Sa-guazú saltó a su encuentro desde las ramas del urun­day y la fantasmal figura se detuvo, clavando en los suyos una mirada de fuego. Al instante, el caníbal quedó congela­do: los ojos de la mujer eran más espantosos que el suyo pro­pio, y parecían dos ascuas de fuego reluciendo en el fondo de dos órbitas negras como el azabache.
Por un instante, el salvaje no supo qué hacer, amilanado por aquella presencia, pero luego recobró el ánimo y exten­dió las garras para atraparla y arrastrarla a su cubil. Pero, in­creíblemente ella se escabulló de sus garras, deslizándose sin tocar el suelo más que con el ruedo de su túnica.
Burlado, Sá-guazú la siguió, arrojándole zarpazos, seguro de alcanzarla rápidamente, asombrado de no haberla atrapa­do en su primer intento.
Sin embargo, la aparición parecía moverse aún mejor que él sobre las piedras y la maleza. Hasta parecía que los árbo­les y las zarzas se apartaban para dejarla pasar. A pesar de es­tar segura de que la fiera la seguía, en ningún momento vol­vió la vista atrás, deslizándose ingrávida sobre el terreno, mientras que Sa-guazú tropezaba constantemente con los guijarros, se tambaleaba a punto de caer y se hería con las es­pinas de los arbustos, pero continuaba tenazmente la perse­cución de la mujer blanca, que se alejaba serenamente por un camino que parecía conocer perfectamente.
Al cabo de cierto tiempo, ya habían dejado atrás los cam­pos sembrados, los senderos trazados por los cazadores, los caminos trillados y hasta los bosques, y ahora se desplazaban por un desierto de un extraño polvo de color ocre, moteado aquí y allá por peñascos blancos que resaltaban como fantas­mas bajo la plateada luz de Yací-cuná, la luna llena. Pronto quedaron atrás también esas rocas, y comenzaron a aparecer otras, negras y retorcidas, como árboles quemados por el ra­yo. La persecución se hacía cada vez más agresiva; la supues­ta presa del monstruo, subestimada al principio por conside­rarla fácil, demostraba ahora unas cualidades que Sa-guazú no había imaginado jamás.
Al llegar junto a las rocas negras, la extraña caminante nocturna inició nuevamente su llanto desgarrador y, al oírlo, el cíclope reavivó sus esfuerzos por alcanzarla, con el fin de acallarla definitivamente.
El panorama era desolador: de un lado el frío y ocre de­sierto; del otro, un farallón inexpugnable del mismo material que las negras rocas sobre las que el monstruo saltaba de una a otra, y la mujer se desplazaba grácilmente, sin tocarlas.
Una vez más cambió el panorama. Las negras y extrañas rocas desa-parecieron, dejando su lugar a otras formaciones blanquecinas, de formas tan raras como las anteriores. Re­pentinamente, el monstruo comenzó a percibir una sensación de que algo no andaba bien en aquel asunto; aquellas rocas blanquecinas, iluminadas por la luna tenían toda la apariencia de un osario. Sin saber a ciencia cierta por qué, comenzó a re­celar algún peligro próximo y a presentir que algo ominoso se cernía sobre él; sin embargo, su orgullo era demasiado grande para dejarse llevar por un presentimiento y, por otra parte, había llegado tan lejos persiguiendo aquella aparición, que ni siquiera pasó por su mente la idea de abandonar el acoso. A todo ello se sumaba el incentivo de la presa, que ningún ca­zador desoye, y la caprichosa terquedad del que nunca ha perdido una. Impulsado por todas esas emociones, Sa-guazú continuó su carrera, a pesar de que aquella fugitiva no repre­sentaba para él ni siquiera una mujer desde el punto de vista erótico, ya que su único objetivo en el contacto con el géne­ro humano era utilizarlo como alimento. Pero la seguía pre­cisamente por eso, acicateado por el supremo desdén que le inspiraba la humanidad entera, en la que solo veía una fuen­te de alimentación.
Repentinamente, una luz de alarma se encendió en su ob­tuso cerebro: se encontraban en las cercanías del Ita-kuá, el infinito abismo que traga a sus víctimas y no las devuelve ja­más. El horroroso rostro del monstruo se contrajo en una mueca bestial. Al fin, había descifrado las intenciones de la mujer que perseguía. Y justo en el momento en que se encon­traba a punto de asirla por la túnica; ya al borde del abismo, sintió bajo sus pies chatos un ruido como de piedras sueltas, pero no le dio importancia al hecho. Su grosera confianza en sí mismo lo convertía, a sus ojos, en el ser más fuerte del mundo y, por ende de ellos dos. ¿Por qué iba a retroceder por unos simples guijarros?
Impelido por su omnipotencia, aceleró su carrera y se pre­cipitó sobre la aparición, sin medir las consecuencias. Pero su esfuerzo fue en vano; la sutil y delicada figura femenina se hundió grácilmente en la negra hendidura en la roca e, inme­diatamente, Sa-guazú sintió que la tierra se desmoronaba ba­jo sus pies chatos, desbarrancándolo a la nada eterna.
El silencio volvió a cubrir la caverna y las extrañas formas de piedra que la rodeaban; desde arriba, Yací, la luna, y su corte de estrellas contemplaron impasibles el desenlace de la persecución. Nada se movía en el desierto ocre y despoblado. Sin embargo, alguien debió haber sido testigo presencial del trágico final, alguien que logró regresar del páramo maldito y hacer llegar a la avaité el relato, añadiendo que la blanca quimera que condujo a Sá-guazú fue, a su vez, una de sus víc­timas, de vuelta de los dominios de Añá para acabar con él.
Jamás se supo el nombre de la autora de la venganza, pe­ro aún se dice que, cada tanto, reaparece en los caminos ve­cinales, anunciando epidemias, calamidades o desgracias colectivas. Al menos, así lo afirman los vecinos de la villa de Ybí-atí pané (cerro nefasto o aciago) un pequeño poblado cercano, según ellos, al Itakuá, del cual afirman que deriva el nombre de la aldea.

0.015.3 anonimo (argentina) - 027

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