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miércoles, 6 de noviembre de 2013

El puente del cardenal

Plasencia, desde su fundación, se despega como una ciudad elegante y señorial, elegida para dar gusto a Dios y a los hombres (ut placeat Deo et hominibus).
Ya en sus comienzos, en ella se dieron cita muchos ca­balleros de las tierras castellanas de Burgos y León, que adornaron sus palacios con escudos y blasones, conse­guidos en repetidas y sangrientas lides.
Sus esfuerzos y virtudes se pagaron no sólo con hono­res, sino que los reyes quisieron que en gran parte del te­rreno conquistado a los moriscos sirviera para premiar a la ciudad.
También desde sus comienzos compartían la gloria del engran-decimiento de la ciudad sus eminentes Obis­pos. Siguiendo la costumbre de la época, los Obispos, con sus capellanes y guerreros, acudían en los momen­tos claves y difíciles a compartir la suerte de las batallas más trascendentales.
Tal conducta no podía quedar sin recompensa, y la ciudad eligió Jaraicejo, el mejor lugar de sus términos, y lo ofreció a la Mitra: el Rey aprobó la designación y, desde entonces, los Obispos de Plasencia fueron siem­pre "Señores de Jaraicejo".
Transcurrido el tiempo, la villa fue notando los in­mensos bene-ficios que la suerte le había deparado al po­nerlo bajo la tutela episcopal. Aumentó su riqueza, au­mentó su población, aumentó su señorío y todavía aho­ra, a pesar de la tremenda desolación que causó la Gue­rra de Sucesión, pregonan su grandeza distintos monu­mentos, dignos de mejor estima que la que hoy disfrutan.
Pero el camino de Plasencia ajaraicejo era largo y pe­noso, especialmente en invierno. Tanto viniendo por Serradilla, como directamente por la cañada o cordel, había que atravesar varios arroyos caudalosos. Y siem­pre existía el tremendo peligro de pasar el Tajo en las frágiles barcas aquí usadas.
El eminentísimo Obispo Cardenal don Juan de Car­vajal, consciente de estas responsabilidades, decidió abrir una nueva vía que no atravesara arroyo alguno, y construir un puente en el Tajo. Quedaría así establecida una comunicación directa, fácil y segura entre Plasencia y Jaraicejo.
Elegidos los puntos por donde había de hacerse el ca­mino, y especialmente el de la construcción del puente, llamó el señor Obispo a un distinguido ingeniero. El mismo lo acompañó al sitio elegido. Al ver el ingeniero lo agreste y montuoso del terreno, la impetuosa corrien­te, lo entrillado del cauce, precisamente donde se acaba­ban de juntar el Tajo y el Tiétar, manifestó que allí era imposible construir un puente.
Entonces, el Obispo escondió su mano entre los am­plios y purpurados manteos y la extrajo llena de relu­cientes onzas de oro. Encarándose con el ingeniero, se­reno pero afable, le dijo:
-"Dígame, ¿sería posible la obra, haciendo allí un pi­lar, y otro más allá, y otro..., y otro...?"
A la palabra acompañaba la acción. Y cada sitio de­signado iba a señalarlo una luciente onza de oro que, con destreza, arrojaba el Obispo, y se perdía en las pro­fundidades del Tajo.
Comprendió el ingeniero la lección y sujetando la mano del prelado, dijo:
-"Señor, reconozco mi error. Creo que no sólo es po­sible, sino fácil, la construcción del puente en este mis­mo sitio. Me comprometo a trazarlo y construirlo con la solidez y grandeza que corresponden a la generosidad y magnificencia de Vuestra Eminencia".
En seguida comenzaron las obras y en 1495 estaban ya terminadas.

* * *
Como otros varios, este puente fue cortado en la Gue­rra de la Indepen-dencia. Al repararlo, a mediados del si­glo pasado, ocurrió un emocionado suceso.
Toda la región lo conoce por haber sucedido en épo­ca muy reciente. Aún se señalan en Plasencia los lugares escenario de los hechos, sobre todo la Posada de la Cis­terna.
Recuerdo muchas veces, cuando de estudiante en la ciudad, al pasar junto a ella por la Calle de Trujillo, mi­rábamos mis compañeros y yo sus avejentadas puertas esperando ver alguna vez a su desventurado protago­nista.
Cuando comenzaron las obras de reconstrucción del Puente del Cardenal para habilitar el paso sobre el arco cortado, se tendió un pontón de madera hecho con gruesos y resistentes tablones. Al levantar este pontón para comenzar las obras, se dejó una de las gruesas vigas centrales para facilitar los trabajos de andamiaje y para el descenso de materiales.
Una de aquellas noches en que esto ocurría, subió de Trujillo a Plasencia uno de los arrieros ordinarios entre estas dos poblaciones. Montado en uno de los machos y con el otro del diestro, tranquilamente dormido, llegó al puente. Lo atravesó sin despertar y continuó hasta la po­sada de la vecina aldea de Villarreal de San Carlos, don­de tenía por costumbre descansar.
Al verlo llegar el posadero, sorprendido, le dijo que le extrañaba viniera de Plasencia, cuando lo esperaban de Trujillo.
Contestó él que era de Trujillo de donde venía.
No quisieron creerle, aunque él juraba y perjuraba que venía del mismísimo Trujillo.
En tonos de voz cada vez más crecientes, se afirmaba que el puente estaba cortado..., que todos lo habían vis­to..., que llevaba varios días en tales condiciones...
Replicaba el arriero que había pasado tranquilamen­te..., que no podía creer lo que ellos decían..., que trata­ban de gastarle una broma..., que...
La disputa subió de tono y se cruzaron las apuestas.
Al día siguiente bajó el arriero acompañado de otros varios al puente. Allí, asombrados y enmudecidos por el espanto, pudieron comprobar por las huellas estampa­das sobre el polvo, que los dos machos habían atravesa­do por la viga estrecha, muy estrecha, para aquellos me­nesteres. El arriero, sobrecogido, miraba y remiraba el abismo que había cruzado. Fueron los compañeros los que tuvieron que agarrarlo y devolverlo a la posada, abrumado por la impresión de lo que podía haberle su­cedido.
Todos volvieron en silencio. El arriero, como un so­námbulo, sin decir una palabra, avió sus mulos y conti­nuó a Plasencia.
Llegó a esta ciudad y entró en la Posada de la Cister­na, lugar habitual de su destino, sin que a pesar de las vo­ces de la gente que se apeara de su macho que, acostum­brado y diligente, se dirigió a la cuadra.
Todos creyeron que el arriero venía borracho por sus cabezadas y vaivenes. La misma chiquillería de la ciu­dad lo había seguido Calle Trujillo arriba. Se pensaba en darle una pesada broma.
Pero cuando al tratar de ayudarle a desmontar lo vie­ron, todos enmude-cieron con horrible espanto.
¡El arriero estaba muerto!

FUENTES:
-"El Cronista", Revista quincenal de Serradilla.

Fuente: Jose Sendin Blazquez

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