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miércoles, 6 de noviembre de 2013

El llanto de la mora

Monfragüe fue una de las varias fortalezas que en Ex­tremadura defendían contra las irrupciones de los cris­tianos el paso difícil del río Tajo, frontera obligada du­rante mucho tiempo entre moros y cristianos.
Estaba al cuidado del castillo un noble Kaid, entre cuyos descendientes se transmitía la especie de que su raza "había de fenecer y ser maldita en una hembra".
Como él no tenía más que una hija, en la fiesta de las fadas, celebrada el octavo día de su natalicio, invocó a Alah para ponerle nombre. Y le pareció oír la voz de un djinn que le decía al oído "que la sustrajera a las influen­cias de la cruz".
El cuidadoso padre andaba siempre preocupado, vi­gilante, para alejar de su hija, a la que llamó Noeima, el signo redentor del cristianismo. Vigilaba cuanto la ro­deaba y se acercaba a su adorada hija, que llegó a ser un portento de belleza.
Esto le acarreó no pocos cuidados, porque la chica sa­lió todo lo bulliciosa, versátil y coqueta que se puede imaginar. Pero a pesar de su ligereza, jamás su corazón se había interesado seriamente por un hombre.
Para ella, las citas de amor eran fuegos fatuos, notas sonoras que llevaba el viento, nubes de rosa que apenas matizaban el plácido cielo de su vida juvenil. Se desha­cían siempre en rocío perfumado y refrigerante.
Con motivo de unas fiestas en Trujillo (Torgiéla), el Kaid y Noeima acudieron a esta ciudad. La fortuna qui­so que la bella joven fuera elegida reina de la hermo­sura.
En los torneos tomaron parte los principales caballe­ros de la comarca.
Descollaron por su destreza y gallardía los Alcaides de Albalat y Zuferola, un Nahib de Muntajesh (Montán­chez) y dos Jeques de Talvira (Talavera). Quedaron to­dos cautivados por la hermosura y la gracia de la Reina del torneo, de cuyas manos ansiaban todos recibir el premio destinado al vencedor.
Esta suerte parecía ser para el Alcaide de Albalat, cuando a última hora pidió y obtuvo plaza un caballero jinete, que se ocultaba de pies a cabeza bajo una luciente armadura. Llevaba calada la visera y no lucía ni divisa, ni mote, ni distintivo alguno.
Con los cinco triunfadores luchó y triunfó de todos.
El concurso lo aclamó vencedor con delirante voce­río. Y subiendo a las gradas del estrado en que se hallaba la sin par Noeima, se hincó de rodillas ante ella. La gen­til dama se quitó uno de los hilos de perlas que adorna­ban su preciosa garganta y lo colocó trémula y confusa al cuello y sobre la armadura del postrado paladín.
Antes de retirarse y como era de rigor, el caballero to­mó con su siniestra mano la blanquísima y cuidada de la doncella. Hizo con la derecha una cruz sobre la de la mora e imprimió en ella un beso respetuoso.
Aquella ceremonia sacó de sus casillas al vigilante padre, que le pareció descubrir mayor alcance en tal demostración. Ante el asombro de todos gritó deses­perado:
-"¡Prended a ese malvado!"
Pero nadie le obedeció. Lo exigían las leyes del honor y la hospitalidad.
Desde aquel día todas las alegrías que la presencia de la joven había inspirado, se trocaron en tristezas y des­venturas. Enfermedades, muertes, reveses guerreros... todo cayó como una plaga infernal sobre el castillo y sus moradores. Pero el padre atormentado llegó a imaginar que la culpa era toda de su hija.
Noeima para remediar en lo posible los males que sin querer causaba exigía de sus amantes, como condición ineludible para obtener su mano, que hiciesen una raz­zia en tierra de cristianos, y trajesen como trofeo doce cabezas de ellos para desagraviar a Alah ofendido por la conducta atrevida del caballero, que había marcado su mano con la señal de la cruz.
Pero no hubo un solo caudillo de los que marcharon a guerrear en tierra de cristianos que regresase con el tro­feo exigido. Todos morían en el empeño.
Estas incursiones despertaron las hostilidades. Las tropas cristianas enemigas entraron y recorrieron las co­marcas que baña el Tajo. Lo llevaron todo a sangre y fuego hasta llegar al castillo de Monfragüe.
Era lo que la dama buscaba acariciando la idea de po­der encontrarse con el caballero que había besado su mano en Trujillo.
Pero su padre y Alcaide de la fortaleza se había vuelto loco de tanto pensar en su desgracia. Trocando en odio su antiguo cariño, maldijo una y cien veces a su hija. Y luego la condenó a vivir aislada e intangible en aquella fortaleza hasta el final de los siglos, como expiación de sus aficiones pecaminosas.
Desde entonces, en las noches de invierno, vestida de tisúes y coronada por una estrella negra, que fulgura lo suficiente para alumbrar sus callados pasos, sale Noei­ma de su ruinoso albergue. Se sienta en el Cancho de la Mora y desatando el venero de sus lágrimas llora y llora su malhadada suerte. Son terosos de perlas que se con­vierten en riachuelos que precipitadamente caen en lo profundo del río.
Las gentes viejas del país afirman que cada vez se van retrasando sus salidas y sus llantos.
No hay que extrañarlo.
Han pasado setecientos años desde el primer hecho. Pero allí está todavía desafiando al tiempo el "Can­cho de la Mora". No son pocos los que aún hoy juran ha­ber oído el llanto de la mora encantada en las misterio­sas noches de invierno.
Otros han gozado de mayores privilegios: han podi­do contemplar, como se contemplan estas cosas, la silue­ta, aún hermosa, atractiva y virginal de Noeima que se sienta algunas noches sobre su propio cancho: EL CAN­CHO DE LA MORA.

FUENTES:
-Periódico "El Cronista", fundado el 5 de enero de 1916 por la ilustre familia Sánchez Rodrigo.
-Tradiciones recogidas por los alumnos del Colegio Nacional de Torrejón el Rubio.

Fuente: Jose Sendin Blazquez

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