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miércoles, 6 de noviembre de 2013

El honor de una dama y la infamia de un caballero

Al morir el Infante don Pedro de Castilla, hijo de Al­fonso X el Sabio, dejó, entre otros, los señoríos de Galis­teo y Granada (antiguo nombre de Granadilla), a su hijo Sancho, niño que apenas contaba con un año de edad. Quedaba por ello bajo la tutela de su madre, doña Mar­garita de Narbona, excepcional mujer de belleza incom­parable.
Tutora de grandes ambiciones cometió el error de aliarse con el Infante don Juan, su cuñado, con don Lo­pe Díaz de Haro, suegro de dicho Infante y con Dioniz de Portugal. Formaron una liga para apoyar y defender la causa de los Infantes de la Cerda al trono de Castilla. Declararon entonces la guerra a Sancho IV el Bravo, que una vez asentado ya como Rey de Castilla y León, se indignó contra su cuñada. Dio órdenes al Maestre Al­cántara para que formara un ejército con los caballeros de Plasencia, Coria y demás territorios de Gata y doble­garan a los insurrectos.
La primera derrota de los sublevados fue en Sabugal y significó más que la pérdida de una plaza estratégica, la desmoralización de las tropas rebeldes.
Dado el cariz que tomaban los acontecimientos, doña Margarita se refugió en Granadilla, su plaza fiel y fuerte­mente defendida por Men Rodríguez, servidor fiel e in­condicional, aunque de edad avanzada.
En Galisteo, a su vez, se hallaba el grueso más impor­tante del ejército de la liga. Desde allí las incursiones so­bre las tropas leales eran frecuentes. Mandaba el ejérci­to don Alvar Núñez de Castro, apuesto caballero extre­meño, que unía a su valentía en los combates, la galante­ría por las damas, sin que le importara el puesto que pu­dieran ocupar.
En su adolescencia había sido paje de doña Margari­ta, y ya a esa edad quedó prendado de la belleza y en­canto de la ilustre dama.
Los impulsos amorosos que sentía estaban contenidos en el silencio de su corazón por la elevada condición de su señora y el respeto que debía a su esposo, don Pedro. El servicio al Infante le llevaba a acompañarlo en sus empresas bélicas. Pero ni aún así logró apagar nunca la pasión amorosa que comenzara de niño.
Al morir don Pedro se hizo más profunda la llaga del amor, y creyó que la viudez facilitaría la satisfacción de sus planes amorosos.
Cuando los avatares de la guerra la rodaban adversos, doña Margarita pidió ayuda a don Alvar, que acudió desde Galisteo con un selecto ejército de extremeños.
El capitán veía cercana la realización de sus sueños y, a marchas forzadas, sin reparar en los sacrificios, derro­tó en Membrillares a los reales que intentaban cortarle el paso, forzó el cerco de Granadilla y penetró dentro de sus muros.
Maravillado quedó el valiente capitán cuando con­templó nueva-mente la hermosura de aquel rostro adora­do: los grandes cercos de dolor que rodeaban sus ojos, la palidez de sus labios entreabiertos, el rostro nimbado con la amarillenta luz del sufrimiento, la toca que envol­vía su cara... Le pareció que se encontraba frente a una diosa griega o una virgen cristiana.
Su emoción no conocía límites, cuando oyó que le decía:
-"iAlvar, cuánto os agradezco vuestra venida! ¡Siem­pre confié en la lealtad y el valor del capitán de mi es­poso!"
-"¡Señora! Por socorreros he arriesgado la vida. Cien vidas que tuviera las sacrificaría gustoso".
Y poniendo una rodilla en tierra besó con pasión la mano de su Señora, que le volvía a decir:
-"Lo sé, Alvar, y por eso he acudido a vos en deman­da de socorro".
-"Cumplo sólo con mi deber".
-"Podéis retiraros a descansar".
-"Para mí no hay más descanso ni más pensamiento que salvaros de los peligros que os rodean".
-"Eso es muy difícil y, además, está mi hijo".
-"Ya veremos. Con vuestro permiso voy a inspeccio­nar las defensas".
-"Id presto y ponéos de acuerdo con Men Rodrí­guez".
El anciano hidalgo Men Rodríguez era Alcaide de Granadilla desde hacía muchos años y hasta la llegada de Alvar era el jefe militar de la plaza. Con dificultad se resignó a ceder el mando al recién llegado, que desde el principio, sin saber por qué, no le inspiraba mucha con­fianza.
Juntos recorrieron las murallas y organizaron las de­fensas.
Convinieron en que Men Rodríguez se encargaría de la Puerta de Coria (la que mira al sur), y Núñez de Castro de la Puerta de Béjar y el castillo, que se hallaban ado­sados.
El asedio era cada vez más fuerte y la defensa más complicada. La parte sur resistía valerosamente. Sin embargo, en la norte, donde Alvar, convertido en cre­ciente y extraviado amante, se ocupaba más de los pla­nes que bullían en su cabeza que de la defensa de la pla­za, las cosas eran más complicadas.
El mismo preparaba en secreto la huida, porque, ade­más, según su criterio, defenderse era practicamente inútil e imposible. Las tropas reales recibían refuerzos continuos. En cambio, los de la Cerda lo tenían muy difícil en la ribera del Coa, y no podían ayudar a los ex­tremeños. Alvar conocía perfectamente el castillo. Te­nía una salida subterránea que desembocaba al río. Allí tenía dispuestas, escon-didas, unas buenas cabalgaduras para, en caso necesario, alcanzar la fortaleza de Palome­ro, y desde allí, Portugal.
Cuando las cosas estaban ya rayanas en la desespera­ción, ante el temor de perder a doña Margarita, una no­che se presentó de improviso en el aposento de la bella Infanta para intentar el asalto definitivo a su honor.
-"Señora -le dijo- la resistencia más que difícil es im­posible. Nuestra fortaleza de Palomero está próxima. Lo tengo todo dispuesto para llegar allí".
-"Pero ¿cómo romper el cerco?" -dijo doña Margarita.
-"Ese riesgo ya está calculado. Sólo me queda hace­ros una revelación. ¿Me la permitís?"
Devorado por la pasión, aprovechando las adversas circunstancias en que se hallaban cayó de rodillas y dijo:
-"Señora, por conseguir vuestro amor me hallo dis­puesto a todo, incluso a morir y condenarme. Desde ni­ño he soñado un momento como éste. No me rechacéis en lo que os pido".
La férrea mujer apretó sus manos, frunció el ceño. Sus ojos despidieron una mirada de ira contenida, y con im­positivo gesto dijo:
-"Malvado, mal caballero. ¡Retiráos de mi presen­cia! ¿Qué sentido tenéis del dolor y la dignidad de una dama? ¿Qué momento más canallesco habéis elegido? Mi vida y la de mi hijo peligran, pero ambas sacrificaré gustosa antes que acceder a vuestras villanas pretensio­nes. Salid ahora mismo de Granada, o pronto sabréis lo que es una mujer `Narbona"'.
-"Saldré, pero con vos. Ahora que os tengo, no voy a perderos".
Y la rodeó con sus brazos infames, intentando besar sus mejillas.
-"¡Socorro! ¡Favor! ¡A mí los míos!... ¡Socorro!"
Fueron las últimas palabras de doña Margarita, que cayó desvanecida en los brazos del traidor Alvar.
Esta escena y estos gritos ahogaban otros gritos y otras escenas que se sucedían en la Puerta de Béjar.
El maestre de Alcántara, aprovechando la escasa vigi­lancia, había forzado las puertas, dado muerte a los cen­tinelas y ganado las murallas.
La campana del castillo estaba tocando alarma. El an­ciano Men Rodríguez acudió para proteger a su Señora en el momento mismo que ella, después de pedir auxi­lio, caía desmayada en los brazos de Alvar y éste trataba de ganar el pasadizo secreto.
Men Rodríguez, incorrupto servidor, lo tomó por un cobarde que huía, pero no por un traidor que cometiera una felonía, y cortándole el paso dijo:
-"¿De este modo defiendes la villa, ¿Así cumples la misión que te encomendaron? Atrás, mal caballero, de­fiéndete si no quieres morir como un perro".
-"Dejadme pasar, buen anciano, no me obliguéis a mataros".
-"O te defiendes o te atravieso con mi espada. Pron­to. Que por tu culpa entró el enemigo en la villa, y hago falta en otro lado".
-"Puesto que lo quieres, sea".
Dejando a la Narbona en el suelo, sin darle tiempo a reaccionar, hundió villanamente su acero en el corazón del viejo, que sólo pudo decir estas palabras:
-"Que Dios... castigue tu culpa... como se merece".
Cuando intentó nuevamente coger el preciado cuer­po de la dama, los reales prácticamente eran dueños de la fortaleza. Las cuchilladas de los vencedores, la sangre de los vencidos, los gritos de todos, habían convertido la noche granadina en un infierno. Apenas se veía la luz de las antorchas tiradas por todas partes.
Alvar no se dio cuenta que doña Margarita iba reco­brando el sentido. Herida en su honor como fiera enjau­lada tuvo el valor y la habilidad de arrancar la daga a su impúdico porteador y clavársela en la espalda.
Cuando él se sintió herido, dejando sangre, precio de su traición, sobre las baldosas del castillo, escapó por el subterráneo, logrando montar en una de las cabalgadu­ras que tenía preparadas para la huida.
Su intención era llegar hasta la fortaleza de los Tem­plarios, cercana a la abadía.
El dócil animal, guiado más por su propio instinto que por la orientación de su jinete, se encaminó y llegó hasta el convento de Nuestra Señora de los Angeles, cercano también al mismo pueblo de la abadía.
Era la media noche. Un anciano anacoreta escuchó el recio pisar de la cabalgadura junto a las puertas del con­vento. Se levantó y a través de la ventanilla preguntó:
-"¿Quién va a estas horas?"
-"Abrid, hermano; soy un caballero gravemente he­rido. Pido asilo y confesión".
El religioso, hombre de caridad y de fe, salió presuro­so y ayudando al necesitado lo metió dentro de la casa. Allí curó al herido. Cuando éste se fue recobrando del dolor y mientras vendaban las heridas iba contando sus deslealtades y castigos al que juzgaba como mensajero de la Providencia. Y temeroso de sus culpas y de su cer­canía a Dios, confesó sinceramente su pecado.
Ayudado por el ermitaño, Templario en su juventud, pudo vivir unas semanas más, entre horribles sufrimien­tos, pero también con inconfundibles muestras de arre­pentimiento. Hasta que una tarde melancólica de octu­bre, con sus celajes rojos y amarillentos, el sol que cada día ensaya su muerte una vez, arrastró consigo hacia la muerte definitiva al valeroso capitán, al pérfido enamo­rado y al austero penitente don Alvar Núñez de Castro.
Cuenta la tradición que el cuerpo de Núñez de Castro fue enterrado junto al ara del santuario, como lo pidió antes de morir.
Y no habiendo tenido tiempo de purgar sus pecados en vida, su alma vaga por los contornos intentando com­pletar su purificación.
Todas las noches su cuerpo abandona la tumba y ca­balga cual fantasma nocturno por los alrededores de Granadilla.
Hay quien dice también que es ahora con el pueblo deshabitado cuando es más fácil contemplar la visión de un brioso corcel negro que con un caballero muerto en sus lomos cabalga y cabalga pidiendo perdón.
Los pueblos de Zarza de Granadilla, Abadía y Aldea­nueva del Camino se hallan cercanos a las ruinas del an­tiguo convento de los Padres Franciscanos, que se cons­truyó sobre las también ruinas de la ermita de Nuestra Señora de los Angeles.
Una casa de labor levantada con los despojos de la re­ligiosa mansión es todo lo que queda del convento, que por los hechos antes relatados se le conoce como "Con­vento de la Bien-Parada".
Los ancianos lugareños aún recuerdan la tradición y la leyenda. Saben del enterramiento de un caballero junto al altar mayor, cuya alma vaga aún por los alrede­dores.
Cuando quieren asustar a un niño, como almas senci­llas e ingenuas, asustan a sus hijos porque son malos di­ciendo "que viene el alma y te lleva".

FUENTES:
- Revista de Estudios Extremeños: "El Convento de la Bien-Para­da", por Vicente Mena. Badajoz, 1931.
-Tradición oral: los dueños del convento me contaron la historia, que coincide con lo narrado. Hoy está convertido en establo. Pero aún se pueden contemplar la casi totalidad de sus edificaciones, que certifican su antigua grandeza e importancia.
-"Castillos de Extremadura", por Gervasio Velo y Nieto.

Fuente: Jose Sendin Blazquez

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