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miércoles, 6 de noviembre de 2013

El cristo del perdón (escultores, frailes y bandoleros)

Tornavacas, el último pueblo de Cáceres, intenta tre­par por la cortada de la meseta en sus estribaciones del Calvitero. Parece como si se quisiera ocultar del arran­que de la altura, porque tiene toda su vocación en Extre­madura.
Es un pueblo viejo y joven a la vez.
El despegue principal de su grandeza tuvo lugar en el siglo XVI. Antes era sólo una alquería, por donde los animales transhumantes y, de manera especial, las va­cas, tornaban desde Extremadura a Castilla. Por su pri­vilegiado cordel pasaban los ganados de una España, entonces rica y generosa. En el trono de España estaba Felipe II, el hijo de aquél Carlos que había pasado por allí para cruzar por Tormantos al descanso de Yuste. Los tornavaqueños formaron en la caravana de genero­sos porteadores que llevaron en andas a aquél Grande de España en lo más difícil de su trayecto.
Cuando comenzamos nuestra historia, Tornavacas era un pueblo de tránsito, de descanso. Muchos eran los personajes propietarios, vaqueros o pastores, que se hospedaban en el pueblo con motivo de arrear sus ga­nados.
Aquél 13 de julio hicieron su aparición en el lugar dos personajes más, desconocidos también, que montaban briosos caballos. Llamaba la atención la elegancia de sus corceles, el señorío de la monta y el hecho de que preguntasen por las autoridades: el Regidor y el Vica­rio. Querían tratar con ellos un asunto del mayor inte­rés.
En el salón del Concejo se reunieron todas las puertas señoriales de la villa para escuchar a los recién llegados. Uno de ellos empezó así:
-"Señores, somos unos desconocidos. Venimos de Andalucía. Nos envía fray Gaspar, el religioso, hijo de este pueblo, a quien vosotros habéis escrito, y a quien nosotros debemos mucho. Está en un convento francis­cano de Ronda.
"Sabemos que queréis tener una imagen de Cristo pa­ra patrono del pueblo. Pues bien, nosotros somos imagi­neros y nos ofrecemos a tallar esa imagen. Aquí está la carta de presentación y en las alforjas las herramientas para hacerlo."
La noticia sorprendió a todos por lo inesperada. Una explosión inundaba todos los rostros.
Pero el Regidor, cargado de años y de experiencia, contestó de esta manera:
-"Señores: vuestra proposición nos agrada mucho y, además, la creemos. Pero antes de dar autorización al proyecto han de resolverse una serie de cuestiones: el tiempo que vais a tardar; el precio que vais a recibir, la forma, incluso, de vuestro trabajar, porque aunque nos hemos quedado sin plata por hacer la iglesia, no querría­mos que nuestra imagen desdijera de las dejerte o Bar­co de Avila y, si fuera posible, las superara".
-"Sobre el precio -contestaron ellos, ahora no po­demos hablar. Ya está tratado con fray Gaspar, y no ha­brá problemas. Podéis estar seguros que quedaréis satis­fechos de nuestro trabajo. Empeñamos en ello nuestro honor y el del religioso que nos ha enviado. No nos mue­ve a esta obra más interés que el amor a Cristo y la grati­tud a un religioso."
El Vicario del pueblo, sin salir de su asombro, y no queriendo se le escapara de las manos una ocasión tan propicia, dijo:
-"Señor Regidor: yo no salgo de mi asombro en todo cuanto pasa. Veo la mano de Dios aquí. Propongo se les nombre huéspedes de honor mientras estén con noso­tros para hacer la obra."
Al Regidor le pareció muy bien la sugerencia.
Pero todavía, uno de los imagineros volvió a decir:
-"Para realizar el proyecto sólo ponemos tres condi­ciones: la primera, que nos dejéis solos en la iglesia du­rante dos meses. Segunda, que nos proporcionéis los medios suficientes que necesitamos, o sea, materiales, alimentos y dos camas sencillas para descansar. Y la ter­cera, que os cuidéis de atender a nuestros caballos".
Fue fácil acceder a estas cláusulas, incluso la primera de dejarles solos en la iglesia, ya que el templo estaba to­davía sin inaugurar y el culto se tenía en la primitiva iglesia, la Casa de la Pasión.
Se hizo el contrato por duplicado, firmando por una parte el Regidor y el Vicario y, por la otra, los dos imagi­neros, con letra ilegible.
Les dieron de cenar aquella noche y les proporcio­naron dos casas distintas, aposentos dignos para des­cansar.
A la mañana siguiente se instalaron en la iglesia, sa­cristía y demás dependencias inmediatas al templo, pro­porcionándoles el Concejo cuanto ellos necesitaron.
Montaron su taller y se encerraron voluntariamente en la iglesia con vituallas para dos meses.
Para el pueblo, lo que estaba sucediendo era un miste­rio impenetrable. Cuando la gente sencilla se llegó a en­terar de lo sucedido, por una parte se llenó de alegría e ilusión, pero por otra quedó intrigada haciéndose mu­chas preguntas: ¿Quiénes son? ¿De dónde han venido? ¿Cómo se llaman? ¿Qué es lo que quieren? ¿Por qué se han encerrado en la iglesia?... A medida que pasaba el tiempo y se acercaban los sesenta días, que era el tiempo previsto por ellos para realizar su obra, aumentaba la expectación de la villa.
La fiebre de la emoción afectaba a todo el vecindario.
Nadie los había visto salir ni entrar en aquella larga espera.
Sí existía la sensación de que dentro se trabajaba.
Llegó, por fin, la víspera del día pactado.
Con dificultad, al anochecer se calmaron los cuchi­cheos y los candiles y faroles se apagaron para descansar.
Sólo por los ventanales de la iglesia se notaba un res­plandor, distinto al de los demás días. Estarían trabajan­do para dar el último toque a su obra.
Era el 14 de septiembre, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz.
No había amanecido aún y, de pronto, comienza a so­nar un alegre e inesperado volteo de campanas, como sólo se hace en las grandes solem-nidades. Era como una música nunca oída, de celestiales cadencias, que llenaba de armonía los contornos.
El pueblo se despertó sobresaltado.
Corrieron todos a la iglesia.
Las puertas estaban abiertas de par en par.
Entraron. No podían dar crédito a lo que sus ojos veían. Con sorpresa, contemplaron en la parte central del templo una imagen de Cristo, en madera tallada, pendiente de la cruz, con dos ángeles a sus pies, y colo­cada en unas andas, también de madera. ¡Una verda-de­ra obra de arte!
No se cansaban de mirarla. Unos callaban de emo­ción, otros lloraban de alegría.
El pueblo pidió a gritos que salieran los artistas. Los buscaron por todos los rincones para darles las gracias y no los encontraron.
Fueron a la casa próxima, donde tenían los caballos pero, sin dejar rastro alguno, habían desaparecido.
Fue entonces cuando de modo unánime y en vista de las circunstancias que concurrían en un hecho tan asom­broso, formula-ron una conclusión común: "Los dos ima­gineros son dos ángeles enviados por Dios para hacer la imagen".
Fueron instantes de perplejidad, de idas y venidas, de preguntas y respuestas, de rezos, de súplicas, de sorpre­sas..., hasta que un afortunado de los que buscaban en­contró casi tapada por la imagen una carta dirigida a las autoridades.
El griterío fue ensordecedor. A duras penas se pudo hacer silencio para escuchar el contenido. Decía así:
-"Hijos de esta villa: antes de marchar definitiva­mente de vuestro pueblo, queremos dar a conocer por escrito nuestra última voluntad.
"En primer lugar, os queremos decir que esta imagen de Cristo no os va a costar nada. Es un obsequio que os hacemos. Además, os dejamos una bolsa llena de mone­das de oro para que se distribuya entre los pobres de esta villa".
Grandes aplausos resonaron en el templo para agra­decer una demostración, tan inesperada, de generosi­dad.
Hecho nuevamente el silencio, continuó la lectura:
-"No tenéis por qué extrañaros de que nosotros pro­cedamos así. Quisié-ramos que a esta imagen la pongáis por nombre 'Cristo del Perdón'. Os suplicamos que ha­gáis una capilla en su honor, rompiendo el muro en el lu­gar que dejamos señalado con una cruz. Celebraréis la fiesta en este día de septiembre. Aunque os parezca in­creíble, no somos ángeles, somos hombres y, además, bandoleros de Sierra Morena, en nuestra tierra de An­dalucía".
Esta afirmación cayó como una bomba en medio de todos. Se advirtió un silencio profundo. Era una demos­tración viva del asombro y de la decepción que se había apoderado de todos los presentes.
El mismo Vicario se había quedado mudo. Necesitó una breve pausa para seguir leyendo:
-"Aceptadnos como si fuéramos ángeles enviados a este pueblo para haceros un gran bien, pues ya Dios nos ha perdonado. Oíd nuestra historia infortunada:
"Eramos escultores de profesión y, desde muy jóve­nes, vivíamos en Sevilla. Trabajábamos en el estudio del gran imaginero Diego Alemán. Es un gran maestro, pe­ro también un hombre tacaño y violento y nos trató con tal dureza, con un rigor tan excesivo, que colmó toda medida. Un día sacudimos la tiranía y escogimos la li­bertad. Aunque éramos de buenas familias, arrastrados por el resentimiento, le robamos los caudales y decidi­mos dedicarnos al bandidaje.
"Compramos trabucos y caballos y formamos una banda que llegó a ser temida en toda Sierra Morena.
"Pero huyendo de una esclavitud caímos en otra peor.
"Diez años robando, matando, insultando al cielo, atropellando a todos los hombres y a todas las leyes. No teníamos ni descanso, ni familia, ni paz exterior ni interior. Nos sentíamos los seres más desgraciados de la tierra.
"Por fin, Dios vino en nuestra ayuda: cierto día se nos ocurrió asaltar un santuario de la Virgen, no lejos de la ciudad de Ronda, para robar unas joyas de mucho va­lor. Cuando lo íbamos a hacer vimos con sorpresa que era una Virgen de los Dolores, y que estaba llorando.
"Escapamos de ella huyendo por los montes. Cuando nos dimos cuenta estábamos en el convento de los Fran­ciscanos de Ronda.
"Allí nos encontramos, casualmente, con fray Gas­par, el religioso de este pueblo. Nos recibió con mucha bondad y comprensión. Hablamos con él. Le referimos lo que nos había ocurrido y cómo la Virgen nos había deparado la suerte de encontrarnos en aquel trance para cambiar nuestras vidas.
"No podíamos expresar con palabras la alegría tan grande que estábamos experimentando. Buscábamos por todos los medios la manera de agradecer a Dios el perdón recibido, cuando fray Gaspar echó mano de la carta que de vosotros había recibido. Juzgó providencial nuestro encuentro.
"Nos rogó, por favor, que nos encargáramos nosotros de tallar esa imagen y aceptamos inmediatamente muy complacidos. Le dijimos más: vendríamos personalmente a Extremadura a realizar nuestra obra, y le pedimos una carta de presentación para el Regidor de la villa.
"Como nuestra situación con las Leyes del Reino no está aún aclarada, nos marchamos, confiando ala Provi­dencia nuestro destino. ¡Quién sabe si el Cristo que he­mos tallado para vosotros nos consigue también el per­dón que en la tierra aún necesitamos!"
Finalizada la lectura de la carta, que todos escucharon con emoción contenida, cuando descubrieron su desen­lace, un sentimiento de gozo y de satisfacción se dibujó en el rostro de todos los presentes.
Aquél mismo día por la tarde se reunió el Concejo en sesión extraordinaria y abierta. Estaba presente todo el vecindario. Con aprobación unánime tomaron los si­guientes acuerdos:
"Nombrar al Cristo del Perdón patrono de Torna­vacas.
"Construir con urgencia la nueva capilla, en comuni­cación con el templo parroquial.
"Celebrar con solemnidad las fiestas patronales el 14 y 15 de septiembre.
"Desplazarse una comisión de la villa, compuesta por el Regidor, el Vicario y dos de los hombres que llevaron sobre sus hombros a Carlos V, atravesando el Puerto de Tormantos, para que, sin pérdida de tiempo, se traslada­sen a Valladolid para pedir a su majestad el Rey Felipe el perdón para los dos imagineros".
Así se acordó y así se hizo.
Algunos días después, en una tartana, llegó la comi­sión a la capital del reino: Valladolid.
Eran unos de aquellos días en que el Rey los dedicaba a hacer justicia.
Supieron que entre los condenados estaban unos ban­doleros andaluces que por sus crímenes iban a morir en la horca.
Los avispados extremeños comprendieron en segui­da de quién se trataba y pidieron con urgencia la audien­cia necesaria. El Rey leyó la carta de presentación con el motivo de su visita y, al terminar, muy conmovido, man­dó llamar a su Secretario, para que diera orden de que quedase sin ejecutar la sentencia y se diera un decreto de indulto total a su favor, en vista de las circunstancias que concurrían en estos dos reos.
Felipe II aún hizo más. Mandó llamar a los dos favo­recidos por la clemencia y con ellos y con la comisión extremeña conversó ampliamente sobre los extremos de los hechos.
Varios años después morían apenas distanciados por el tiempo, en la Cartuja de Burgos, dos religiosos ejem­plares.
Habían pasado su vida en el silencio del claustro. De­jaron como recuerdo varias imágenes, hijas de su pie­dad y de su arte.
Hay quien dice que entre esas imágenes, venida de Burgos, está la Virgen de los Dolores de Tornavacas.
En cualquier caso, el Cristo del Perdón y la Dolorosa son dos bellas imágenes a cuyos pies, desde hace cuatro siglos, se postran de rodillas todos los hijos de Torna­vacas.

FUENTES:
-"El Cristo del Perdón", por don Ramón Núñez Martín.
-El autor nos ha cedido generosamente la leyenda que recogió ha­ce unos cincuenta años de los más viejos del pueblo de Tornavacas, de donde él es natural.

Fuente: Jose Sendin Blazquez

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