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miércoles, 6 de noviembre de 2013

El alcalde de zalamea

Zalamea es villa importante en la provincia de Ba­dajoz.
Aunque allí dejaron huellas de su interés los romanos y árabes, es deudora de la fama a su mítico Alcalde Pe­dro Crespo.
Lope de Vega conquistó el hecho para el teatro, y Calderón de la Barca lo elevó a la fama inmortal de que ahora goza.
Por algo los actuales habitantes custodian celosamen­te la casa de Pedro Crespo, su Alcalde perpetuo, junto a las monedas que Roma les permitiera acuñar, la escali­nata de Trajano, la ciudadela de Aisa o el castillo mu­sulmán.
En junio de 1580 Felipe II vino a Extremadura para ponerse al frente de las tropas que le esperaban en la provincia de Badajoz y entrar después en Portugal.
La empresa de unificar la Península era un sueño aca­riciado desde siempre por los Reyes de España.
Los pueblos cercanos a la frontera se vieron, una vez más, invadidos por la soldadesca. "Los villanos estaban obligados a proporcionar alojamiento y comida a las tropas como contribución a los gastos de la corona". Los hidalgos gozaban de exención.
Esta obligación, que diferenciaba a villanos y nobles, dio lugar a sucesos conflictivos. Además, el aumento de las guerras agudizaba la problemática. Al labrador, ago­biado por los impuestos, no le quedaba más honra y ri­queza que el respeto a su persona.
Muchas veces no pudo, y otras no supo, guardarlos como debiera.
Por eso, las excepciones han sido aureoladas con la diadema del mito o la leyenda.
Una de éstas fue Pedro Crespo, el Alcalde de Zala­mea.
Pedro era de esos alcaldes campesinos mitad burla, mitad heroísmo, pero siempre padre ejemplar y honra­do ciudadano.
Estaba aún reciente su nombramiento. Hasta él mis­mo se resistía en creerlo:

"¡Por Dios, que ha errado el intento!
Que Alcalde es bien que lo sea
un hombre de entendimiento.
Es bien que sepa y repare
el que hubiera de juzgar,
porque si agravios causare,
debe en conciencia pagar
todo lo que mal juzgare.
¿Qué ley justa habrá que ordene
que por mi ignorancia pene
el pobre? ¡Gentil ganancia!
¿Qué debe él a mi ignorancia
Para que yo le condene?
¡Aún no me sé averiguar
en mi casa, y queréis vos
que rija todo el lugar!"

Todavía estaba acreditando su fama de hombre justi­ciero y gobernante cabal. Con lentitud, pero con ejem­plaridad, no dudó en zanjar las disputas y conflictos que surgían en el pueblo, por lo demás normalmente tran­quilo. Llegó, incluso, a mandar a subasta pública algu­nos de sus bienes personales para pagar deudas atra­sadas.
Pero la tranquilidad y el sosiego se alteraron con la llegada de las tropas del Emperador. Los desmanes de los soldados eran sobradamente conocidos. Las mujeres constituían uno de los puntos débiles para hombres car­comidos en su moral por la crueldad de las guerras.
Ellas, sobre todo jóvenes, resultaban punto de coinci­dencia para los peones de abajo y los capitanes de arriba.
Con frecuencia, por no decir siempre, las aberracio­nes o ultrajes apenas si eran castigados por las que diría­mos autoridades militares.
Don Alvaro de Atayde, uno de esos capitanes altane­ros, poseído de sí mismo y de su rango, participaba de las inclinaciones comunes de sus tropas, sin que su con­ducta se ajustara para nada a las normas de su dignidad.
Para su hospedaje ha elegido la misma casa del Alcal­de. Se ha enterado de que Isabel, hija de Pedro Crespo, es una virginal belleza de mujer rural, custodiada celo­samente por su padre. Con un ardid engañoso la ha des­cubierto escondida en los desvanes, lejos de la solda­desca.
Desde el primer momento se ha sentido cautivado por su hermosura.
Su propósito decidido es la conquista por el medio que sea.
Para conseguirlo removerá todo tipo de obstáculos. A Juan, el hermano de Isabel lo va a ayudar a que relice el sueño de su vida alistándose en el ejército. Es la manera de alejarlo. El joven es impulsivo, también imprudente, y se ha dado cuenta de las intenciones del capitán.
Don Lope de Figueroa es el padre supremo de aque­llos tercios, y tampoco está lejos de las aficiones femeni­nas, aunque sabe guardar los extremos correspondien­tes a su cargo.
Don Lope y Pedro Crespo han descubierto los propó­sitos del capitán. Intentarán evitar el conflicto hasta el último momento.
El Alcalde se las ha arreglado para que salga de su ca­sa y, más tarde, del pueblo, el capitán.
Sólo así se atreve a marchar y enrolarse en las tropas, don Juan, el hermano desconfiado.
Y, sin embargo, Isabel será la víctima inocente.
Desprecia al capitán que la corteja y desprecia a Men­do, el fingido amante, hidalgo rico, incapaz de enfren­tarse a quien se presenta como rival. No es extraño que para ella no exista ya ni el soldado, ni el amante, ni el ri­co, ni siquiera el hidalgo.
La ocasión para el asalto definitivo se presentó cuan­do don Lope de Figueroa tiene que salir del pueblo, a fin de esperar en Guadalupe la llegada del Rey. Antes ha si­do muy explícito para con el capitán:

"Don Alvaro, bien entendido
vuestra prudencia; y pues hoy
aqueste lugar está
en ojeriza, yo quiero
excusar rigor más fiero;
y pues amanece ya,
orden doy, que todo el día,
para que mayor no sea
el daño, de Zalamea
saquéis vuestra compañía.
Y estas cosas acabadas
no vuelvan a ser, porque
otra vez la paz pondré,
voto a Dios, a cuchilladas".

Don Alvaro lo tiene todo planeado:

"Sargento, vaya marchando,
antes que decline el día
con toda la compañía
y con prevención que, cuando
se esconda en la espuma fría
del océano español
ese luciente farol,
en ese monte le espero,
porque hallar mi vida quiero
hoy en la muerte del sol".

La noche aquella va a ser una noche triste para todos.
Don Lope se marcha.
Juan lo acompaña agradecido, pero no confiado.
El Alcalde descansa.
Isabel, en su intuición de mujer, desconfía.
Y don Alvaro, amparado en la oscuridad de la noche vuelve dispuesto a todo:

"Es una furia, un delirio de amor".

Isabel es raptada, y los gritos no sirven más que para
despertar a su padre, que sólo atina a contemplar impo­
tente a su hija entre los brazos del capitán, ayudado por
los suyos:

"Soltad la presa, traidores,
cobardes, que habéis cogido,
que he de cobrarla o la vida
he de perder...
¡Hija, solamente puedo
seguirte con mis suspiros!"

En efecto: a Pedro Crespo lo atan a un árbol.
A Isabel la viola el infame capitán.
Y Juan, que ha vuelto, imaginándolo todo, sólo
puede contemplar los despojos.
¡Qué noche aquélla!

Amparada en la oscuridad, Isabel vaga desesperada, sangrante, sin honra, gritando al cielo:

"¡Detente, oh mayor planeta,
más tiempo en la espuma fría
del mar! Deja que una vez
dilate la noche esquiva
su trémulo imperio; deja
que de tu deidad se diga,
atenta a mis ruegos, que es
voluntaria y no precisa!
¿Para qué quieres salir
a ver en la historia mía
la más enorme maldad,
la más fiera tiranía,
que en venganza de los hombres
quiere el cielo que se escriba?
¿Qué he de hacer? ¿Dónde he de ir?
Si a mi casa determinan
volver mis erradas plantas, será dar nueva mancilla
a un anciano padre mío,
que otro bien, otra alegría
no tuvo, sino mirarse
en la clara luna limpia
de mi honor, que hoy desdichado
tan torpe mancha le eclipsa.
Si dejo, por su respeto
y mi temor, afligida, de volver a casa, dejo
abierto el paso a que digan
que fui cómplice en mi infamia..."

Vaga en la oscuridad perdida, loca, defendiendo lo que ya no tiene

Para colmo de males, en este ir y venir por monte, oye unas voces lejanas que le suenan conocidas:

"Detente, Isabel, detente.
No prosigas; que desdichas,
Isabel, para contarlas,
no es menester referirlas..."

Y descubre a su padre atado al recio tronco de un ár­bol. Lo desata y grita:

-"Tu hija hoy, sin honra estoy.
Y tú, libre; solicita
con mi muerte tu alabanza.
Para que de ti se diga,
que, por dar vida a tu honor,
diste la muerte a tu hija".
-"Alzate, Isabel del suelo,
no, no estés más de rodillas...
Camina.
Y, ¡vive Dios!, que si la fuerza,
la fuerza de los cielos me asiste
me hará dueña de tu honor
la vara de la justicia".

Esta vez, el destino se orientaba al lado de la honradez.
El infame violador don Alvaro ha sido herido en una reyerta con los campesinos, que habían salido a defen­der el honor de sus mujeres.
Es la ocasión para que Pedro Crespo, el Alcalde, cai­ga sobre él y lo aprese.
Cuando lo tiene delante, el capitán hace valer su con­dición militar y su derecho a una jurisdicción especialque lo juzgue.
Todo inútil.
El Alcalde empuña la vara de la justicia.
El padre siente en sus venas los gritos de la venganza.
Quiere conjugar ambas cosas, y cuando están solos, echado a los pies del ofensor, ruega:

"A vuestros pies os lo ruego
de rodillas y llorando
sobre estas canas que el pecho
viendo nieve y agua, piensa,
que se me están derritiendo.

¿Qué os pido? Un honor os pido
que me quitásteis vos mesmo;
y con ser mío, parece,
según os lo estoy pidiendo
con humildad, que no es mío
Lo que os pido, sino vuestro,
mirad que puedo tomarlo
por mis manos, y no quiero,
sino que vos me lo déis".
-"Ya me falta el sufrimiento
viejo cansado y prolijo,
agradeced que no os doy
la muerte a mis manos hoy
por vos y por vuestro hijo;
porque quiero que debáis
no andar con vos más cruel
a la beldad de Isabel...
Llanto no se ha de creer
de viejo, niño y mujer".

-"Mirad que echado en el suelo
mi honor a voces os pido.
De aquí, si no es preso o muerto,
no saldréis".

-"Yo os apercibo
que soy un capitán vivo".

-"¿Soy yo acaso Alcalde muerto?
¡Escribano!
Con respeto le llevad
a las casas, en efecto,
del Concejo, y con respeto
un par de grillos le echad
y una cadena, y tened
con respeto gran cuidado,
que no hable a ningún soldado.
¡Y aquí, para entre los dos,
si hallo harto paño, en efecto,
con muchísimo respeto,
os he de ahorcar, juro a Dios!"

Cuando don Lope se entera de lo sucedido va a inten­tar llevarse al capitán.

-"Yo por el preso he venido,
y a castigar este exceso.
-Pues yo acá le tengo preso
por lo que ha sucedido.
-¿Vos sabéis que a servir pasa
al Rey, y soy su juez yo?
-¿Vos sabéis que robó
a mi hija de mi casa?
-¿Vos sabéis que mi valor
dueño de esta causa ha sido?
-¿Vos sabéis cómo, atrevido,
robó en un monte mi honor?
-Yo sabré satisfacer
obligándome a la paga.
-Jamás pedí a nadie que haga
lo que yo me pueda hacer.
-Yo me he de llevar el preso;
ya estoy en ello empeñado.
-Yo por acá he sustanciado
el proceso.
-¿Qué es proceso?
-Unos pliegos de papel,
que voy juntando, en razón
de hacer averiguación
de la causa.
-Iré por él a la cárcel.
pues, ¡voto a Dios!, que he de ver,
si me dan el preso o no.
-Pues, ¡voto a Dios!, que antes yo
haré lo que se ha de hacer".

El Alcalde escapa hacia la cárcel.
Don Lope, inútilmente, intenta seguirlo.
Los campesinos y el pueblo amotinado se interponen jaleando a su Alcalde.
Los soldados, ahora, son pocos y no se atreven.
Gritos... Voces... Palos... Espadas..., en el momento en que aparece el Rey en persona.

-"¿Qué ha sucedido?
-Un Alcalde
ha prendido un capitán,
y viniendo yo por él
no le quieren entregar.
-¿Quién es el Alcalde?
-Yo.
-¿Y qué disculpa me dais?
-Este proceso, en que bien
probado el delito está,
digno de muerte por ser
una doncella robar,
forzarla en un despoblado,
y no quererse casar
con ella, habiendo su padre
rogádole con la paz.
-Este es el Alcalde, y es
su padre.
-No importa en tal caso
porque, si un extraño
se viniera a querellar,
¿no habría de hacer justicia?
Sí. ¿Pues que más se me da
hacer por mi hija lo mismo
que hiciera por los demás?
-Bien está sustanciado.
pero vos no tenéis autoridad
de ejecutar la sentencia,
que toca a otro tribunal
-Ya es tarde. Si no creéis
que es esto, señor, verdad,
volver los ojos, y vedlo.
Aqueste es el capitán".

El Rey no puede hacer otra cosa que mirarlo atado en una silla y con el garrote ya dado y escuchar a Pedro Crespo:

-"Toda la justicia vuestra
es sólo un cuerpo no más;
si éste tiene muchas manos,
decid, ¿qué más se me da
matar con aquesta un hombre,
que esta otra había de matar?
Y, ¿qué importa errar lo menos
quien ha acertado lo más?"
-"Don Lope, aquesto ya es hecho,
bien dada la muerte está;
que errar lo menos importa
si acertó lo principal.
Aquí no queda soldado
alguno, y haced marchar
con brevedad; que me importa
llegar presto a Portugal.
vos, por Alcalde perpetuo
de aquesta villa os quedad".

FUENTES:
-Biblioteca de Autores Españoles: "El Alcalde de Zalamea", por Calderón de la Barca.

Fuente: Jose Sendin Blazquez

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