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sábado, 24 de agosto de 2013

Tepozton

Los dioses que moran entre las nubes están muy atareados. Entre sus ocupaciones más importantes se cuenta la de enviar lluvia a la tierra cuando es menester, para que no se arruinen las cosechas; administran también los vientos, y cuando hacen algún descubrimiento de capital importancia, se lo enseñan a los hombres. Los dioses, pues, han adiestrado al pueblo mexicano a tejer sus trajes, a trazar caminos entre los bosques y entre los montes y un sinfín de cosas provechosas.
Cuando permanecen ociosos, juegan los dioses a la pelota sobre las nubes, saltando de una nube a otra, o yacen tranquila y pacífica-mente para fumarse una pipa.
Hace mucho tiempo hubo un dios muy joven. Se aburría en exceso de tanta rutina. Andaba triste y meditabundo. Al preguntarle uno de los diosess por qué estaba tan aburrido, contestó que deseaba tener un hijo.
Con ese propósito, bajó un buen día a la tierra y vagó por sus confines. Nadie sabía que se trataba de un dios, porque su aspecto era el corriente en un común mortal. En sus andanzas llegó hasta un arra .yo, y conoció allí a una bella muchacha que iba a llenar su cántara de agua cristalina. Pronto quedaron prendados el uno del otro, y meses después tuvieron un hijo.
El dios se sentía sumamente satisfecho de su paternidad y feliz con su querida mujer. Pero tuvo que abandonarles porque tenía mucho que hacer en el cielo: debía ayudar a regular las lluvias y los vientos, ya que, de lo contrario, se echarían a perder las cosechas y hasta su propia familia moriría de hambre.
Se despidió cariñosamente de su esposa y de su hijo y desapa-reció.
La joven mujer vio que en el lugar en donde se despidieran, sobre el suelo, había una hermosa piedra verde. Cogiéndola, la agujereó y se la colgó al niño del cuello.
Entonces, al encontrarse sola, decidió volver a la casa de sus padres. Estos la recibieron de mala manera; incluso querían matar al niño, pues decían que un hijo sin padre era una deshonra y que no tenía, en consecuencia, derecho a la vida.
La muchacha, entonces, huyó de su casa; vagó por los campos, y al anochecer decidió dejar al niño sobre una frondosa planta y regresar a su casa llorando. Sus padres pensaron que lo había matado.
Al día siguiente corrió a ver a su pequeño y lo encontró rodeado de carnosas hojas que la planta había curvado sobre él, para que no le molestase el sol. Dormía profunda y tranquilamente; y goteaba sobre su boquita un líquido lechoso, dulce y tibio, que manaba de las hojas.
La madre pasó el día con él, muy felizmente. Pero al anochecer hubo de dejarlo en el campo de nuevo, pues sus padres deseaban matarlo. Aquella noche puso al pequeño sobre un hormiguero.
A la mañana siguiente lo encontró cubierto de pétalos de rosas, sonriente y tranquilo. Unas hormigas le llevaban los pétalos, mientras otras le llevaban miel, que depositaban cuidadosamente en los labios del niño. La mujer del dios tenía mucho miedo de que sus padres descubriesen el paradero del hijo, y por ello decidió meterlo en una cajita y echarlo a las aguas del río.
Así lo hizo, y pronto desapareció la caja, empujada aguas abajo por la corriente.
Junto a la orilla del río vivían unos pescadores que deseaban tener un hijo. Cuando el pescador encontró la caja en el río y vio que dentro había un hermoso niño, se lo llevó a su mujer. Ella, loca de alegría, le hizo trajes y calzas para abrigarlo convenientemente.
-¿Cómo le llamaremos?
-Trae una piedra verde colgada de su cuello; como esta piedra sólo se encuentra en las montañas, le llamaremos Tepozton, el niño de la montaña -dijo el pescador lleno de gozo.
El niño creció muy felizmente con sus padres adoptivos. Cuando llegó a la edad de siete años, el pescador le hizo un arco y unas flechas para que se entretuviera cazando en el bosque.
Todos los días llegaba a su casa cargado de animales. Unos, con codornices; otros, con ardillas. Siempre llevaba algo para la cena.
-¿Qué más haces cuando vas al bosque? -le preguntó una vez la mujer del pescador.
-Hago muchas cosas -le respondió el muchacho.
Pero ella sospechaba que el chico poseía algún poder mágico, y que no,se trataba de un niño cualquiera. Tenía tan certera puntería, que jamás erraba un flechazo.
Cuando las gentes empezaron a hablar del gigante devorador, el niño no demostró miedo alguno. Había en el país de México, por aquel tiempo, un monstruoso gigante que todas las primaveras exigía devorar una vida humana. Cada año escogía una ciudad y en ella se echaba a suertes. El pueblo había hecho un trato con el gigante; si se le daba todos los años una vida humana, no mataría a nadie en diez mil leguas a la redonda.
Cuando Tepozton tenía nueve años, le tocó al pescador alimentar al gigante, y decidió ser él mismo la víctima. Se despidió de su mujer y del pequeño, y se entregó a los soldados para que lo llevasen al palacio del gigante.
Tepozton suplicó al pescador que le dejara ir en su lugar. A él no le sucedería nada malo, y quizá consiguiera, sin embargo, dar muerte al malvado ogro. Al fin consintió el pescador.
Tepozton hizo fuego en un rincón del patio y dijo a los pesca-dores:
-Vigilad el fuego. Si el humo es blanco, estaré a salvo; si se vuelve gris, estaré a punto de morir; y si se vuelve negro, habré muerto.
Besó a sus padres adoptivos y marchó con una partida de soldados.
Durante el trayecto, Tepozton fue cogiendo piedrecillas por el camino, que ponía en su bolsa. Eran piedrecillas cristalinas, negruzcas, de volcán, que brillaban con un fulgor extraño. Las gentes de las aldeas solían hacer con ellas collares y pulseras.
Tepozton llenó sus bolsillos con estas piedras, una vez repleta la bolsa que portaba. Cuando estuvieron ante la puerta del palacio del gigante, los guerreros presentaron al niño como ofrenda al ogro. El monstruo montó en cólera, pues aquel pequeño le pareció un bocado insignificante. Mas como tenía mucha hambre, preparó una olla con agua hirviendo para guisarlo enseguida.
-Decidles a las gentes -vociferó el gigante a los soldados- que el año que viene quiero que me traigan un hombre gordo.
Luego cogió a Tepozton por un brazo, lo metió en la olla para que se cociera y le puso encima la tapa. Mientras esperaba, preparó la mesa.
Cuando lo tuvo todo dispuesto, levantó la tapa de la olla a fin de comprobar cómo iba su cena, y cuál no sería su asombro al ver que había allí, en el lugar del niño, un gran tigre. La fiera abrió la boca y lanzó un rugido tal que el gigante, horrorizado, se apresuró a poner la tapa de nuevo. Decidió esperar un poco más.
Pero como estaba hambriento, cuidadosamente volvió a levantar la tapa de la olla; mas hubo de cerrarla enseguida, porque en esta ocasión encontró, en vez del tigre, una horrible serpiente.
Sin embargo, como el hambre le acuciaba, decidió comerse a la serpiente; al levantar la tapa el reptil había desaparecido y en su lugar estaba el muchacho, completamente crudo y riéndose de él. Furioso, el gigante cogió a Tepozton por los calzones y se lo metió en la boca. Entonces el hume del fuego, en la casa de los pescadores, se volvió gris oscuro. Las gentes allí reunidas se echaron a llorar.
Pero Tepozton se deslizó hacia la garganta del gigante antes de ser masticado. Una vez allí, se dejó caer en su enorme estómago. Cuando hubo llegado a tan monstruosa caverna, sacó de su bolsa y de sus bolsillos las piedras volcánicas, con las que hizo un agujero enorme en el estómago del ogro.
Mientras tanto, el fiero gigante, destrozado por aquel dolor, man-daba llamar, con voces desesperadas, a un curandero.
-¡Este maldito muchacho me ha envenenado! -gritaba martirizado por aquellas punzadas.
Tepozton cortaba y cortaba, y el agujero en el estómago del gigante era cada vez más grande. Tanto que ya empezaba a filtrarse allí la luz del exterior. Y tanto más grande se hizo, que el ogro acabó por morir reventado. Tepozton, entonces, saltó alegremente fuera por el agujero que antes hiciese.
El humo del fuego, mantenido con primor en la casa de los pescadores, se volvió blanco y los padres adoptivos del muchacho se echaron a llorar de alegría.
Tras hazaña semejante, el pueblo, agradecido a Tepozton por haber dado muerte al ogro, le nombró Rey. Vivió en el palacio del monstruo y enseñó a su pueblo muchas cosas útiles, tales como el tejido de lanas. Cuando tenía tiempo, jugaba a la pelota con su padre, el más joven de los dioses, sobre las nubes. Otras veces marchaba a recorrer su reino, como un hombre cualquiera, para saber de las necesidades de las gentes.
Todavía hoy se dice que vive con sus padres en el cielo; otros, sin embargo, aseguran que continúa en la tierra ayudando a los hombres, pero que no puede reconocérsele porque es uno más de entre ellos.

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