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sábado, 24 de agosto de 2013

San jorge y el dragón

Cuenta la leyenda[1] que, luego de combatir a las tropas he­réticas en la región que hoy se conoce con el nombre de Libia, el valeroso caballero llamado Jorge llegó a las tierras de un rey que estaba sumido en una honda agonía, pues cada atardecer debía entregar a una joven o a un niño en sacrificio pa­ra que un terrible dragón los devorara.
Hacía ya mucho tiempo que el abominable dragón venía cada tarde a reclamar su víctima. Después, los cielos se teñían de rojo co­mo si lloraran lágrimas de sangre y la bestia engullía a la persona viva. Luego se retiraba y desaparecía en la oscuridad de la noche.
Para poder elegir a la víctima con total justicia, el rey había or­ganizado un sorteo en el cual todos los nombres de las jóvenes y niños eran escritos a fuego en astillas de madera y luego se colo­caban éstas en un gran recipiente de metal. El rey en persona era el encargado de meter su mano derecha en dicho recipiente para escoger, al azar, el nombre del desdichado que sería engullido por el maléfico dragón.
Pero una vez sucedió que, en uno de esos nefastos sorteos, el monarca sacó la astilla con el nombre que él nunca hubiera que­rido extraer. La angustia golpeó su corazón y pareció hacerse vie­jo de repente cuando, habiendo alzando su mano, leyó el nombre de la persona que más amaba en el mundo entero: Elya.
La joven y hermosa princesa -la única hija del rey, al escu­char su nombre, trató de esconder sus lágrimas, pero éstas brota­ron de sus ojos como el agua de la vertiente de su apesadumbra­do corazón.
El rey estaba como petrificado, no sabía qué hacer, pues no podía contradecir la ley que él mismo había sancionado, pero tampoco quería que su pobre hija fuera devorada viva por la mal­dita bestia.
La angustia y el pesar ya se habían apoderado de todos y cada uno de los habitantes de aquel reino -que vivían en un duelo constante porque muchos ya habían perdido a sus propios hijos, pero perder a la princesa era como si perdieran el último aliento, la última esperanza en un milagro.
El monarca se derrumbó en el podio y los cortesanos lo tuvie­ron que socorrer y lo trasladaron a sus aposentos. De repente, las fiebres y el delirio colmaron su cuerpo y su alma, víctimas ambos de un intenso dolor.
El senescal hizo entonces su aparición y realizó los preparati­vos para que la joven princesa fuera llevada al sacrificio.
Mientras la doncella real lloraba por su reino, por su padre y por su propia vida a punto de perderla de la peor manera, era ves­tida por sus damas de honor -en medio de llantos y suspiros acongojados de todas ellas- con los más ricos vestidos, como si se tratara de una novia que llevarían al altar para contraer santo ma­trimonio.
Cuando la princesa estaba ya adecuadamente ataviada, la escoltaron hasta el lugar donde haría su aparición el terrible dragón.
Los soldados, mudos, apesadumbrados y cobardes, dejaron a la princesa y se retiraron con premura, pues ninguno de ellos tu­vo el coraje de quedarse a esperar al dragón.
Elya quedó sola, muerta de miedo y de angustia, mirando a los soldados en retirada que se recortaban sobre el crepúsculo.
Era el atardecer. La hora de la muerte se acercaba...
Mientras tanto, un caballero, montado en un hermoso caba­llo blanco como la nieve pura y que venía cabalgando hacia el lu­gar del sacrificio (ignorando que lo era), pudo ver, de lejos, que una mujer era abandonada por los soldados del rey en paraje tan solitario.
Intrigado, al cruzarse con ellos, el caballero detuvo su andar, y le preguntó a uno de los soldados:
-¿Qué es lo que aquí ocurre? -con firmeza en su voz.
-La princesa Elya ha sido elegida en el sorteo, según la ley de este reino, y aquí esperará la muerte a manos de un dragón que exige el sacrificio de niños y doncellas cada atardecer.
-¿Cómo permiten un acto tan atroz? -volvió a preguntar con voz firme como si fuera una demanda.
-Si no lo hiciéramos, el dragón devastaría todo el reino y na­die quedaría vivo.
-¡Yo le haré frente a ese dragón! -repuso él sin un ápice de temblor en su voz.
-Pues... ¡que Dios lo bendiga, noble caballero! ¿Cuál es su nombre?
-Mi nombre es Jorge y soy nada más y nada menos que un sim­ple caballero, pero mi fe en Dios es más grande que mi nombre, mi lanza o mi escudo. A Él me encomendaré y por Él venceré.
De pronto, el cielo se puso rojo como la sangre. Señal de la in­minente aparición del dragón.
Los soldados comenzaron a huir despavoridos. Y la bestia, surgida de golpe como de la nada, empezó a avanzar lentamen­te, desde el final del camino real hacia el lugar del sacrificio, co­mo saboreando por anticipado el cuerpo de la joven que pronto engulliría.
Jorge pudo observar a la monstruosa criatura cuando la tuvo más cerca: era extremadamente alta, su cuerpo estaba cubierto de escamas a manera de armadura, de su lomo surgían dos alas co­mo de demonio y se movilizaba en cuatro patas que terminaban en feroces garras. De su inmunda boca surgían colmillos filosos como espadas y su cabeza estaba coronada por cuernos. "Los cuernos del Maligno" -pensó Jorge y se persignó.
El dragón, ya de lejos, había olfateado la presencia de un adul­to humano y, al ir acercándose, divisó a un gallardo caballero, er­guido en la montura de su brioso corcel, y que portaba una arma­dura plateada, una larga lanza y un escudo blanco con una cruz roja en el centro.
Inmediatamente el dragón se percató de que a esta víctima no lograría devorarla sin antes pelear a muerte con ella, y entonces emitió un aullido aterrador.
Jorge, a su vez, rezó una plegaria:
-Dios Padre Todopoderoso, dame la fuerza necesaria para vencer a esta maléfica criatura.
Y sin esperar un momento más se lanzó al galope con la lan­za en ristre.
Los cascos del caballo blanco levantaron terrones de tierra del tamaño de un hombre y una polvareda semejante a la de un ciclón.
El gigantesco dragón agitó la cola enfurecido y sus ojos se convirtieron en una línea delgada por la que arrojaba todo el mal de su interior.
El caballero tensó sus músculos.
Por su parte, la bestia -que era muy diestra y rápida a pesar de su aspecto gigantesco- se lanzó velozmente contra el Caballe­ro de Dios.
Jorge también atacó. Y ambos contendientes se lanzaron a la lucha con todo su cuerpo, su alma y su fuego interior.
La tierra pareció temblar ante el choque de ambos. El valien­te guerrero mantenía con fuerza la lanza en su mano y logró atra­vesar la armadura de escamas de la bestia, pero ésta se retorció co­mo una serpiente. Era tanta la resistencia que oponía el dragón, que la lanza crujió y se partió con un ruido seco.
Desde lejos, la princesa, por su parte, observaba la batalla es­tupefacta y temblorosa al mismo tiempo, mientras rezaba a Dios, sin cesar, para que el caballero se alzara con el triunfo definitivo.
Entonces el dragón se alejó unos metros, aún retorciéndose. El caballero sabía que no debía darle tregua, pues la lucha contra el Mal no debe detenerse nunca. Desenfundó su espada, que bri­llaba con los últimos rayos del sol, y se lanzó con renovada fuer­za al ataque decisivo.
El pérfido dragón lanzó una nube de veneno por sus fauces de afilados dientes y e intentó morder al Caballero de Dios, pero Jor­ge fue más rápido y de un sablazo hundió todo el filo de su espa­da en la cabeza de la bestia que se derrumbó en tierra con un gran estrépito.
Las patas del dragón intentaron flexionarse para poner a su dueño nuevamente de pie mientras la sangre negra, como las in­mundas aguas de un pantano, manaba de sus heridas.
El noble caballero, entre tanto, desmontó de su caballo, se acercó corriendo a la princesa y le dijo:
-¡Pronto, dame el lazo que sujeta tu cintura!
Ella lo desató con premura y se lo entregó al guerrero, que re­gresó velozmente a retomar el combate al ver que la bestia, tras varios intentos fallidos, al fin había logrado ponerse de pie.
Jorge montó de un salto sobre su caballo e hizo un lazo, con rapidez y destreza admirables, y de inmediato lo pasó por la cor­nuda cabeza del dragón que, de pronto, se volvió sumiso como un cordero asustado.
El caballero volvió su rostro hacia la doncella real y le dijo con voz firme y segura:
-¡Adiós, princesa! ¡Que Dios bendiga todos los días de tu lar­ga vida!
Y montando sobre su brioso corcel blanco se alejó al galope, llevándose al dragón como a una mansa criatura.

0.039.3 anonimo (inglaterra) - 016


[1] Son muchos los países que se atribuyen la "verdadera" historia de San Jorge: Italia, España, Francia, Alemania, etc. He decidido denominarla leyenda, "inglesa", porque Inglaterra fue el país que convirtió a San Jorge en su patrono. (El lector in­teresado puede leer otra versión de esta misma historia en El Mágico Mundo de los Dragones del mismo autor y de la misma editorial. [N.de E.].)

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