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viernes, 23 de agosto de 2013

Ramón llull

Quan fui gran e sentí del món sa vanitat,
comencé a far mal e entré en pecat,
oblidant Déus gloriós, siguent carnalitat;
mas plac a Jesucrist, per sa gran pietat,
que.s presentá a mi cinc vets crucifigat...
RAMÓN LLULL, Lo desconhort

Ramón Llull (1235-1316) es uno de los intelectuales místicos más relevantes de la Edad Media europea. Su vida, expuesta en Lo desconhort y en el Cant de Ramón, ha interesado siempre por la diversidad de acontecimientos que la jalonaron. Desde su juventud, al parecer disoluta, sus cargos oficiales, el misterio de su conversión, sus largos peregrinajes a Santiago, Roma y Jerusalén, o su labor misionera en el norte africano, hasta su muerte en Bujía, donde fue torturado y martirizado, todas sus andanzas son dignas de un verdadero héroe místico. Respecto a su obra, la influencia de su pensamiento se extendió rápidamente por los reinos hispánicos y marcó un hito en la literatura española: sus huellas pueden encontrarse en don Juan Manuel, pero se extienden en el tiempo hasta Garcilaso y la poesía religiosa del barroco.
Lo que aquí nos interesa, particularmente, es la aparición de la conciencia religiosa en Ramón Llull, es decir: lo que suele llamarse la «conversión» de Ramón Llull. No es que el joven Ramón fuera ateo o agnóstico, o practicara alguna de las innumerables herejías medievales; más bien se trata de un giro radical tanto en su pensamiento como en sus actos.
Según el propio autor, «conoció, cuando joven, la vanidad del mundo», pero ello no sirvió para que despreciara los placeres mundanos; antes al contrario, dichos placeres ocupaban toda su existencia. Hijo de familia noble, los cargos oficiales le permitieron dedicarse al cortejo y a los amores. La «carnalidad» era para él una delicia y no pasaba día en que no asaltara a una moza hermosa con la que gozar los placeres de las caricias y los besos. Ramón estaba amparado por su nombre y por el poder que se le había otorgado, de modo que el ludibrio era su pasión: las camareras de palacio ya conocían sus argumentos, las damas de la Ciotat le abrían sus puertas, las dulces pescadoras de s'Arenal ardían de pasión, y las hortelanas, desde Ratjada hasta Deiá traían sus flores perfumadas hasta la torre de Ramón. Y no por eso dejaba desatendida a su esposa.
La vida de nuestro protagonista era, pues, bastante ajetreada y, fuera de las obligaciones cortesanas, el día lo dedicaba al fornicio y la noche a la lujuria. Y no es extraño que los clérigos no lo reprendieran ni hicieran nada por corregir su conducta, ya que participaban asiduamente en las orgías y bacanales que el impenitente Llull daba en su casa. Se llegaron a contar cuarenta mozas en cueros, incluida la esposa del amo, para Ramón, el obispo y un sacristán. En fin, inútil será proseguir con una materia tan pecaminosa y que tanto disgusta a los lectores piadosos.
Cierto día, al parecer, mientras Ramón caminaba junto al mar vio pasar a una dama a la que no había visto antes en la ciudad. Era tan hermosa que se juró no haber visto nada igual en lo que llevaba de vida. Mientras observaba con detenimiento su pelo ensortijado, su rostro angelical, sus ojos verdes como el agua de las calas, su talle cimbreante, su piel nacarada... Ramón se preguntaba cómo era posible que aquella belleza viviera en su misma isla y no hubiera reparado en ella.
Desde aquel encuentro, Ramón apenas podía pensar en otra cosa que no fuera aquella cintura y aquellos labios. Al palacio llegaban los escribanos para notificarle los asuntos ciudadanos, pero él renegaba de todos y no les prestaba atención. Hasta él llegaban hermosas damas en busca de consuelo, pero él las apartaba de su vista y no quería más mujer que aquella que había visto en la playa... A todos preguntaba, a todos inquiría, mas nadie le daba razón de ella. Salía a la calle como desesperado y buscaba febril en las posadas, en las tabernas, en los claustros y en los palacios. Pero nunca la hallaba. Fue por los caminos, por los acantilados, por las montañas y las huertas, mas en ningún lugar la pudo encontrar.
Ya estaba a punto de rendirse, pensando que había sido fantasía o imaginación, cuando, al cruzar frente a la iglesia de Santa Eulalia, se topó con ella. ¡Era ella, sin duda! ¡Su mismo pelo, sus mismos ojos, su misma boca hechicera! La tomó por el brazo y ni siquiera se detuvo a pensar en el crédito público: si por él fuera, allí mismo la gozaría. Pero la dama se zafó y huyó hacia el interior del templo. Ramón la siguió con gesto lascivo y penetró en la iglesia acorralán-dola en una capilla junto al altar... Los ojos de Llull desprendían fuego y pasión, y ya ceñía a la joven por el talle cuando ésta, girándose, comenzó a desenlazar el cordón de su corpiño... ¡Oh, qué gloria! ¡La hermosa iba deshaciendo el divino entrelazado y dejaba ver las delicias de su espalda, las amorosas siluetas de sus hombros...! ¡Cielos! ¡Qué espanto! ¡Qué fetidez asquerosa! ¡La dama se había vuelto hacia él mostrando su pecho podrido por un cáncer, llagado y repugnante como cadáver de nueve días! Ramón retrocedió ante el asco y el horror de aquella infecta mujer. Salió de la iglesia tropezando y con la imaginación perturbada.
No se dirigió a su palacio sino que, febril y avergonzado, comenzó a vagar por los senderos de la montaña. Apenas podía sostenerse sobre sus piernas, caía y se quedaba tendido en la tierra; se golpeaba el pecho en señal de arrepentimiento, se mesaba los cabellos y rogaba a Dios por su alma podrida. Durante toda la noche estuvo perdido por los montes hasta que vio las primeras luces del alba: como poseído por el amor a Dios, se dirigió al lugar por donde salía el sol y llegó al collado de Randa y se internó en una cueva.
Martirizado por sus propios arrepentimientos y por los suplicios que así mismo se daba, Ramón trató de purgar sus pecados con aquella vida de eremita, alejado del mundo y esperando que Jesucristo le perdonase la iniquidad que había regido su vida. Renegó de los hombres, de la riqueza, de la lascivia, de todo cuanto pudiera alejarlo de Dios y, finalmente, el Señor le reveló toda su sabiduría. Hasta cinco veces se le apareció en aquella cueva, de donde salió al cabo de muchos años para dedicar su existencia a propagar por el mundo la Palabra de Dios.
De este modo el Señor muestra a los hombres la vanidad de las cosas del mundo y la podredumbre del pecado carnal.

Fuente: Jose Calles Vales

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1 comentario:

  1. Azarosa ( y algo azaharosa por primavera) la vida de Moncho y cruel más bien su final...innecesario
    Algunos danzamos monte arriba, montaña abajo mas no es sino por causa justa que tanta admiramos.
    Topose con tanta costumbre que se le agotó la cuerda y prefirió la licencia suprema (si la hubiese) que la licenciosa de un taxi libre...
    Vaya, por amouchado dio un vuelco trágico sin llegar a aprender lo que es el verdadero amor.
    No hay vida fácil ni mujer resistente...
    Pues eso
    Salud y Libertad :)´

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