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sábado, 24 de agosto de 2013

Quetzalcoatl el profeta

Terminada la fúnebre ceremonia, los indios del Anahuac quedaron sumidos en la más honda tristeza, pues el dios y rey muerto no había dejado descendencia que le sucediese. Muy atribulados contaron sus penas al gran sacerdote, que decidió ofrecer sacrificios humanos al dios Sol para que enviase, una vez complacido, otro gobernante.
Pero una mañana, cuando abandonaba su templo el gran sacerdote, vio a un hombre diferente a todos que miraba a su alrededor harto sorprendido. Era un hombre alto, de grandes ojos y de tez blanca. No dudó el gran sacerdote que aquel era el nuevo emperador enviado por el Sol. Lleno de emoción, se prosternó ante el recién llegado.
-En nombre de mi pueblo te doy la bienvenida a esta tierra y te obedezco como soberano que eres -dijo el sacerdote.
Comprendió el hombre blanco aquellas palabras, pues sonrió.
El gran sacerdote lo llevó hasta su pueblo, que de inmediato aclamó al extraño como dios y rey Quetzalcoatl.
Quetzalcoatl era enérgico, mas también paciente y comprensivo. Quedó horrorizado al comprobar cuáles eran los sacrificios que su pueblo ofrecía a los dioses, y por ello decidió suprimir aquellas muertes rituales de hombres. Antes, sin embargo, reunió a los más importantes de entre su pueblo y les dijo que los dioses no estaban conformes con aquellos sacrificios. Los indios sintieron gran temor, pues, creyendo que Quetzalcoatl era un enviado de los dioses, confiaban plenamente en sus palabras y en sus órdenes.
-¿Qué tenemos que hacer? -preguntó entonces con voz temblo-rosa el gran sacerdote.
-Deberéis suprimir en lo sucesivo los sacrificios humanos, el derramamiento de sangre -contestó Quetzalcoatl.
Enmudecieron quienes le escuchaban.
-No se volverá a ofrecer a los dioses la vida de ningún hombre, sean esclavos o prisioneros. Tampoco se les ofrecerá el sacrificio de animales -concluyó el soberano.
Quetzalcoatl vio que todos los rostros le miraban llenos de estupor. Al fin se decidió a preguntar el gran sacerdote:
-¿Qué ofreceremos a los dioses para que nos sean propicios?
Quetzalcoatl, con rostro bondadoso, respondió:
-Ofreceréis los frutos de los campos, la harina, las raíces que os alimentan, las flores, el cacao... Aparecerán los templos, en lo sucesivo, llenos de aromáticas flores. Las resinas más perfumadas crearán el ambiente propicio para estas ofrendas que os pido.
Tardaron los indios en acostumbrarse, pues no concebían la fiesta religiosa sin el derramamiento de sangre. Pero como fuera Quetzal-coatl quien les pidiera tales ofrendas, aceptaron gustosamente. Sobre todo porque contravenir los deseos de un enviado del dios Sol podría llevarles la más negra calamidad.
Poco a poco fue Quetzalcoatl enseñando a su pueblo a despreciar la guerra y la crueldad, y jamás consintió que en su presencia se hiciera mención de las matanzas pretéritas.
Después, y convenientemente instruido en los buenos sentimientos su pueblo, pasó Quetzalcoatl a enseñarle las artes del tejido y las artes de la construcción. Aquellos indios fueron diestros, prontamente, en el tejido de las mantas de algodón, que adornaban con bellísimos dibujos, y en el labrado de la plata.
La fama de Quetzalcoatl, pues, se extendió por doquier. Al cabo los indios dieron en creer que su rey no era sólo un enviado de los dioses, sino que era la divinidad misma. Por ello, al poco recibió la ofrenda que se hacía al dios Sol: el perfume de las rosas y de las resinas quemadas.
Veinte años estuvo Quetzalcoatl entre aquellas gentes. Al fin, un día, reunió a su pueblo y dijo:
-Misteriosamente llegué hasta vosotros para enseñaros el recto proceder ante los dioses. Mas ahora debo partir.
Su pueblo le miró entristecido. Nadie, empero, se atrevió a pedirle una explicación.
-No olvidéis estas mis últimas palabras -prosiguió Quetzalcoatl. Un día llegará en que por el Oriente vengan a esta tierra hombres de tez blanca.
Y tras decir así descendió majestuosamente Quetzalcoatl por las empinadas escaleras sin que nadie se atreviera a seguirle. Poco después desaparecería tan misteriosamente como arribara.
Los aztecas de inmediato dieron en construir un templo en su honor que aún se alza en Cholula.
Tuvo que pasar mucho tiempo, sin embargo, para que las palabras de Quetzalcoatl, que no habían sido olvidadas, se hicieran realidad. Tal profecía, no obstante, había dado lugar a continuas querellas entre los distintos reyes.
Al ser nombrado Moctezuma emperador de los aztecas, cuando dicho reino estaba en su más alto esplendor, tenía el soberano consigo la angustia de la profecía. No temía Moctezuma a los feroces tlaxcaltecas, sus enemigos más terribles, ni a los indios zempoala, dispuestos a rebelarse contra él; pero aquellos misteriosos hombres blancos, acerca de los cuales todo le era desconocido, le impedían gozar del esplendor de su reino.
Un día aconteció en la ciudad de Tenochtitlan un prodigio que acabó con la poca tranquilidad que a Moctezuma le quedaba. Unos pescadores se presentaron en su palacio con la pretensión de hablarle. Fueron, no obstante, recibidos por los consejeros del monarca.
-Hemos capturado -dijeron- un pájaro maravilloso y raro cerca de la laguna. Como sabemos que a nuestro soberano le gustan los animales, hemos decidido ofrecérselo.
-Veamos ese pájaro -dijo adustamente uno de los consejeros.
Los pescadores se lo mostraron. Era en verdad ave extraña y monstruosa. Tenía, sobre la cabeza, una lámina resplandeciente, cual un espejo.
Comunicaron los consejeros a Moctezuma que los pescadores le llevaban tan original regalo, y el rey quiso verlo de inmediato. No en vano era hombre en extremo curioso y conocedor de los animales.
Tomó Moctezuma entre sus manos a tan monstruoso pájaro, y de pronto la luz del sol golpeó con su brillo la cabeza del animal. El lugar se llenó de fulgores malignos.
-En verdad se trata de un curioso pájaro -dijo Moctezuma. Será un magnífico ejemplar para mi colección.
Dio orden de que se recompensase generosamente a los pescado-res, y en lo sucesivo pasó horas y más horas contemplando al pájaro. Pero un día, cuando absorto se hallaba en tal contemplación, vio en la cabeza del pájaro algo que le llenó de terror: aun y cuando luciera como nunca el sol, pudo contemplar, allí la noche más tenebrosa, apenas iluminada por la luna y por las estrellas.
-¡Llamad de inmediato a mis agoreros! -pidió el soberano.
Moctezuma alzó la vista en busca de la luz del día, lleno de temblores, mientras sus consejeros permanecían mudos de asombro sin atreverse a mirar al pájaro. La curiosidad, sin embargo, pudo más que el temor del rey. Volvió, pues, a mirar la cabeza del pájaro. Quedó aún más contrito. La noche tenebrosa se había esfumado, dando paso a la visión de un ejército armado que venía por el Oriente. Aquellos hombres eran blancos, como lo fuera Quetzalcoatl.
Moctezuma ni gritó ni rabió. Empalideció y un temblor recorrió sus manos, a pesar de sus esfuerzos por aparentar firmeza. Ordenó a sus consejeros que observasen la cabeza del pájaro, cosa que hicieron para retirarse al punto. Se preguntaron si no sería aquello una advertencia del fin del imperio.
-Si vienen hasta aquí, nos hallarán prestos al combate -dijo Moctezuma.
Los agoreros, entonces, se hicieron cargo del pájaro, al que sometieron a examen. Poco a poco el pájaro fue empequeñeciendo, hasta desaparecer. En las manos de uno de los agoreros no quedó más que un caliente vaho y una espiral de humo que al poco se esfumó. El agorero mostró un semblante triste.
-Todo anuncia la llegada de hombres blancos y el fin de nuestro poder -dijo.
Al día siguiente aparecieron presagios en el cielo de Tenochtlitlan. Los indios temieron grandes males. Una noche se alzó sobre el cielo un horrible cometa que ascendía lentamente y que al poco fue fundido por el sol. Entonces los indios quedaron más tranquilos; pero casi inmediatamente después apareció por el Poniente otro cometa más terrible que el anterior, el cual permaneció inmóvil en el cielo durante mucho rato. Tardó en desaparecer, desprendiéndose de él chispas y centellas. En todo Tenochtitlan no se hablaba de otra cosa.
-No quiero que se me refieran las fantasías que cuenta el pueblo -pidió Moctezuma a sus consejeros. Quienes le rodeaban en aquel instante bajaron la cabeza.
-No es la primera vez -prosiguió Moctezumaque en el cielo ocurren prodigios semejantes. Y si ello anuncia la llegada de unos hombres armados que vienen a combatirnos, no tenemos nada que temer.
¿Acaso no es Tenochtitlan un lugar férreamente protegido? Somos fuertes y por ello, en vez de amedrentarnos, debemos demostrar valor.
Nuevos y malos augurios, empero, esperaban a Moctezuma. A la mañana siguiente la laguna de Tenochtitlan se desbordó y sus aguas arrasaron edificaciones y sembrados.
-¡El dios de las aguas! ¡Es el dios furioso de las aguas! -gritaban los indios.
El miedo y la desesperación se habían apoderado de todas las gentes, fuera cual fuese su condición.
Un día se presentó de improviso en el palacio del emperador un viejo indio. Parecía amedrentado por la majestuosidad del lugar y miraba a todas partes harto sorprendido. Mas sus ojos, de súbito, se iluminaron. Pareció cobrar nuevos ánimos y penetró en el palacio sin que hubiera fuerza capaz de detener su paso hasta plantarse ante el mismísimo Moctezuma. Allí se detuvo respetuosamente y se prosternó ante el soberano. Quiso la guardia prenderlo, pero Moctezuma ordenó que se abstuviesen de hacerlo.
-Señor -dijo entonces el viejo indio, he venido porque una fuerza descono-cida me ha traído hasta aquí.
-Prosigue -dijo Moctezuma bondadosamente.
-Me encontraba yo hace pocos días en mi pequeño huerto, cuando un águila enorme me levantó por los aires y me llevó hasta una gruta en la que habitaba un hombre vestido con atributos reales. No puedo decir si eras tú, señor, pero aquellas vestiduras eran como las tuyas. Yo quedé a la entrada de la gruta sin saber qué hacer, mas al poco oí voces y esas voces me pedían que te despertase. Perdona, señor. Yo nunca hubiera osado acercarme a ti, pero algo me empujó sin que pudiera evitarlo.
-¿Y qué pasó después? -preguntó Moctezuma con sumo interés.
-Aquella figura -prosiguió tristemente el anciano- no despertó por más que yo lo intenté. La misma voz me dijo que te despertase como fuera, pues se acercaban grandes males para tu imperio, y era preciso que dieras al traste con todas tus diversiones.
Moctezuma, entonces, se abalanzó furiosamente contra el ancia-no. Pero, cual si una fuerza ignota le sujetase, vio que le era del todo imposible moverse. Dominó, pues, su ira, y decidió aparentar calma.
-Alguien -siguió el anciano- puso en mis manos un incensario que contenía fuego, y la voz de antes me ordenó que te quemase una pierna para que despertaras. Me estremecí pensando que los dioses iban a castigarme por ello y no quise obedecer. No obstante el incensario tiró de mis manos hacia ti.
-Y me quemaste la pierna, ¿no? -dijo burlonamente Moctezuma.
El soberano rompió a reír intentando mostrar ante sus consejeros una serenidad que no tenía.
-Menos mal -dijo- que todo ha sido una pesadilla. Sal de aquí y te perdono.
-Yo no quise hacerlo, señor -dijo el anciano. Después el águila me volvió de nuevo a mi huerto y me impuso la misión de venir a despertarte. Hazlo si no quieres que tu reino sea destruido.
Moctezuma no pudo contenerse y corrió tras el viejo. No logró darle alcance, pues el intenso dolor de una quemadura en su pierna se lo impidió.
Días después se cumplió la promesa de Quetzalcoatl. Hombres blancos, capitaneados por Hernán Cortés, llegaron a Tenochtitlan. El gran imperio azteca quedó destruido.

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