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sábado, 24 de agosto de 2013

Por que tiene el conejo grandes y largas las orejas

El conejo no ha sido siempre como lo es ahora. No tenía los ojillos saltones ni las orejas tan grandes y tan largas como las que luce hoy día. Era un animalillo pequeño y muy listo, que, sin embargo, se sentía desdichado e infeliz con su tamaño.
Pero un día, en virtud de ciertas reglas mágicas de las cuales era poseedor, subió hasta los cielos y pidió a los dioses que le aumentaran el tamaño. Los dioses le prometieron aumentárselo, siempre y cuando les llevara unas cuantas cosas.
-Deberás traernos la piel de un tigre, la de un mono, la de un lagarto y la de una culebra de agua.
Descendió a la tierra el conejo, y partió de inmediato en busca de un tigre. Le contó lo de su ascenpión a los cielos, que había hablado con los dioses, y que ellos le habían anunciado la proximidad de un terrible huracán que arrasaría la tierra. El, le dijo, gracias a su tamaño, nada tenía que temer, pues le sería fácil encontrar algún lugar en donde cobijarse. El tigre sintió un gran temor al verse en peligro inminente, y entonces el conejo le propuso un medio de ponerse a salvo.
-Yo mismo te ataré al más robusto de los árboles. Así no podrá arrasarte el huracán.
Aceptó el tigre. Cuando el conejo lo tuvo bien sujeto, con un garrote le golpeó en la cabeza hasta matarlo.
Luego, con un cuchillo, le quitó la piel y se la llevó a su madriguera.
Una vez en su poder la primera de las pieles que los dioses le pidieran, el conejo salió en pos de la segunda.
Marchó, entonces, a una tienda y compró jabón, un espejo y una navaja de afeitar. Provisto de todo ello volvió al bosque. Pronto dio con una buena cantidad de monos encaramados en un árbol. El conejo, como si no reparase en la presencia de los monos, colgó el espejo de una ramita, se enjabonó la cara y, a la vista de los monos, se afeitó, pasándose por el cuello el borde romo de la navaja.
Al acabar, y como en un descuido, dejó allí todos los útiles de afeitarse y simuló que se iba.
Pronto uno de los monos bajó del árbol e imitó cuanto realizara antes el conejo. Pero al pasarse la navaja por el cuello, lo hizo con el borde afilado de la misma y se degolló.
El conejo regresó, le quitó la piel y, harto complacido por su segunda conquista, volvió a su madriguera.
En una charca que había por allí cerca vivía un fiero, lagarto que no dejaba a ningún animal acercarse a beber agua en sus dominios. Allí se fue el conejo, con un coco en sus manos, y propuso al lagarto que jugase con él. Aceptó el lagarto de buen grado, y mientras la fruta iba de uno a otro como una pelota, el conejo pensaba cuál sería el mejor sitio en donde descargarle a su contrincante el golpe.
Al fin se decidió y dio al lagarto un tremendo porrazo en la frente. El lagarto, sin embargo, no murió. Muy enojado volvió a meterse en el agua.
-Si me llegar a dar en el arranque de mi cola -dijo- me hubieras matado.
No se amilanó el conejo. Retuvo aquellas inocentes palabras del lagarto, y al día siguiente volvió a sus dominios. Propuso entonces al fiero animal que jugaran de nuevo, y prometió tan vehementemente no golpearle, que el lagarto, al fin, aceptó, a pesar de lo muy desconfiado que era.
Esta vez no erró el golpe el conejo. Acertó de lleno en el arranque de la cola del reptil, y el lagarto murió al instante. Lo despellejó el conejo y partió a llevar su piel a donde tenía las otras.
El conejo, de tanto gozo como sentía, daba saltitos y más saltitos. A la mañana siguiente volvió a salir, y quiso la suerte que se topara al poco con una culebra de aguas. Intentó morderle la culebra; pero el conejo, rápido y vivo animal, logró clavarle las uñas en los ojos y matarla. Le quitó luego la piel y regresó a su madriguera; unió allí la piel recién capturada a las otras que ya tenía consigo y, con mucha paciencia, poniendo en práctica sus mágicas artes, volvió a subir a los cielos.
Cuando oyeron los dioses el relato del conejo sobre cómo se había hecho con las pieles pedidas por ellos, montaron en cólera. Agarraron al conejo por las orejas y lo azotaron hasta que sus ojillos, merced a los golpes, se le fueron saliendo poco a poco al punto de hacerse tan saltones como lo son ahora los ojos de los conejos.
Los dioses, en castigo, no quisieron aumentarle el tamaño. Porque, si siendo tan pequeño hacía maldades semejantes, era de temer que fueran mayores si tuviese un tamaño más lucido.
Así, con sus orejas estiradas y con los ojos saltones, volvió el conejo a la tierra.

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