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sábado, 24 de agosto de 2013

Las flores blancas

Los reyes zapotecas, desde los más remotos tiempos de la antigüedad, habían logrado mantener la independencia de sus dominios, preservándolos del ataque continuado de los aztecas. Y al tomar posesión Cosijoeza del trono en la ciudad zapoteca de Juchitán, el azteca Ahuizotl, en su palacio de Tenochtitlan, se dijo que había llegado su momento, pues el rey zapoteca era joven e inexperto. Cosijoeza, sin embargo, era de complexión débil; y era también, por ello, astuto como el más avispado de entre los ancianos de su reino. Así pues, y para seguir conservando su independencia, estableció con los mixtecas un pacto que le sirvió para fortalecer sus dominios y evitar la invasión de los aztecas.
Había en Juchitán un árbol que era admirado por todos los indios zapotecas. Al llegar la tarde se abrían sus hermosas flores blancas, cuyo delicado aroma se expandía por todos los rincones de la ciudad. Aquellas flores, con la madrugada, mecidas por el viento temprano, se abrían aún más y más, al punto de que sus pétalos caían suave-mente. Es por ello por lo que loa zapotecas dan a su árbol nativo el nombre de guamuchil, el que da las flores que se desgranan.
El rey azteca Ahuizotl, que tenía cumplida noticia de la existencia de árbol tan maravilloso, no ansiaba sino llevarlo hasta su ciudad de Tenochtitlan. Decía que sin el árbol de los zapotecas las calles de su ünperio no serían hermosas, ni lo serían tampoco los canales que rodeaban a la ciudad ofreciendo a sus habitantes una defensa inexpugnable. Muchas veces había pedido Ahuizotl, en tiempos de paz, el árbol al rey anterior de los zapotecas. Mas nunca le fue concedido tan vehemente deseo.
Pero un día se presentaron ante él unos emisarios.
-Sabemos -le dijeron- que lo que tú has deseado durante tanto tiempo lo acaba de conseguir sin esfuerzo alguno el rey de los mixtecas. Cosijoeza, en pago a su alianza, le ha regalado una rama del maravilloso árbol de las flores blancas, y los mixtecas han logrado que se convierta en árbol no menos esplendoroso en su fértil tierra mixteca.
Ahuizotl dio muestras de su cólera, pero al momento se calmó.
-No está muy lejano el día en que Tenochtitlan se llene con el aroma de esas maravillosas flores blancas -murmuró.
Días después partía hacia el reino de los mixtecas un poderoso ejército azteca. Cuando los mixtecas quisieron darse cuenta, los guerreros de Ahuizotl habían arrasado el reino sin que los mixtecas pudieran llamar en su ayuda a los zapotecas. El rey de los mixtecas luchó valientemente, hasta morir. Ahuizotl, poco después, veía en los jardines de Tenochtitlan el ansiado árbol de las flores blancas, al que contemplaba de continuo con embelesamiento... y con mucha preocupación. El árbol, en efecto, no terminaba de enraizarse; sus hojas, además, eran de un color desvaído. Siguió pasando el tiempo y el árbol no se aclimató a los jardines de Tenochtitlan.
Enfurecido por su fracaso, Ahuizotl ardió aún más vehemente-mente en deseos de invadir a los zapotecas, los cuales eran famosos por el veneno con que impregnaban las puntas de sus flechas. Cosijoeza, al enterarse de que el poderoso ejército azteca marchaba contra su reino, luego de arrasar las defensas del norte, se dirigió con sus hombres a lo alto del cerro Guiengola, para desde aquel lugar defender más certeramente el paso que conduciría a sus enemigos hasta Juchitán. Pero allí topó con Moctezuma, que por aquel entonces era gobernante de la ciudad de Tenochtitlan, y que tenía órdenes de Ahuizoti de arrasar todo el reino de los zapotecas.
Sólo la parte sur del cerro no había sido sitiada aún. Era la única vía de escape que le quedaba a Cosijoeza, y el único camino para recibir ayuda y víveres de las gentes de su imperio mientras resistía el ataque enemigo. Durante mucho tiempo lograron resistir allí los zapotecas sin que Moctezuma pudiera hacer que avanzaran sus tropas, pero la situación se tornaba cada vez más y más insostenible, por lo que Cosijoeza, al cabo, reunió a los jefes de sus guerreros.
-Sólo la astucia podrá salvarnos y salvar a nuestra hermosa ciudad de Juchitán -les dijo. Sé que Moctezuma espera un importante refuerzo. Mas procede-remos antes.
Los jefes de los guerreros zapotecas dieron de nuevo muestras de su mucha sumisión al soberano.
Aquella misma noche bajaron del cerro varios de los más fuertes y avezados guerreros de Cosijoeza, los cuales comenzaron a fortificar, sin que de ello se percatase el enemigo, un montecillo cercano desde el que se dominaba la anterior fortaleza. En cuanto estuvo concluida su obra, abandonaron las tropas resistentes de los zapotecas el cerro y se refugiaron en las nuevas fortificaciones.
Pero en donde demostró Cosijoeza su astucia fue en la forma en que engañó a Moctezuma. Para ello, hizo llegar hasta el azteca a un emisario:
-Esta noche -dijo el emisario- podrás sorprender desprevenidos a los zapotecas en Guiengola. Sube a lo alto del cerro y verás que no te miento.
Como dudase el azteca de la veracidad de aquella noticia, envió por delante a varios de sus guerreros, los cuales, al percatarse del silencio que allí reinaba, no dudaron en decir a Moctezuma que atacase.
Moctezuma quedó convencido, y al hacerse la noche se inició el ataque de los aztecas. Como nadie les respondió para defenderse, quedaron petrificados de asombro. Y así estaban cuando sobre ellos cayeron cientos y cientos de flechas envenenadas, que los zapotecas disparaban desde su nueva fortificación.
Casi de inmediato Ahuizotl dio la orden de retirada y los aztecas volvieron a sus dominios.
Allá, en su palacio, empero, continuaba Ahuizotl rumiando su deseo de poseer el árbol de las hermosas y fragantes flores blancas. No podía, por otra parte, olvidar la amargura de la derrota sufrida. Hasta que al fin decidió, en vista de que la victoria se le había negado con las armas, ganar aquella guerra con una astucia semejante a la que demostrara el joven Cosijoeza.
Dispuesto a ello llamó a Goyolicaltzin, la más hermosa de sus hijas. Acudió prontamente la muchacha ante el padre, que, cuando la tuvo frente a sí, se felicitó por tanta hermosura.
-Hija mía -dijo, te he mandado llamar para encargarte una misión difícil y muy peligrosa.
-No debes decirme sino lo que deseas que haga -contestó la hija.
-Quiero conquistar el reino de los zapotecas y quiero que su hermoso árbol de flores blancas y fragantes se alce en mi jardín. Para ello cuento con tu astucia y con tu obediencia.
Ahuizotl expuso a su hija el plan. Coyolicaltzin se llenó de alegría ante aquella muestra de confianza que su padre le otorgaba, y nada le pareció ni difícil ni peligroso.
Con el mayor de los sigilos se hicieron hermosos vestidos para la bella princesa. Ahuizotl, además, abrió las arcas en donde guardaba su tesoro, y los más bellos y ricos collares pendieron pronto del cuello de la muchacha. Así pues, una vez estuvo dispuesto todo, Coyolicaltzin abandonó en secreto la ciudad, en compañía de varios hechiceros aztecas, y puso rumbo en dirección a Juchitán.
Aunque le resultaba poco grato y poco plácido el viaje, la princesa estaba dispuesta a cumplir la misión encomendada por su padre. Ello le hacía más alegre el penoso camino. Al fin, tras muchas jornadas de viaje, llegaron a las afueras de la ciudad en donde tenía su trono Cosijoeza. Los hechiceros, mientras la muchacha permanecía oculta en un bosquecillo próximo, entraron en la ciudad y espiaron todos sus confines, así como las costumbres del soberano allí reinante. Vieron cómo una mañana salía del palacio para dirigirse hacia un manantial junto al que paseaba en solitario.
Al día siguiente Coyolicaltzin, bellamente vestida, sorprendió allí a Cosijoeza.
La joven princesa enemiga apareció ante el rey como un ser maravilloso que brotase inopinadamente de la tierra. Quieta y en silencio estaba, ante la mirada de Cosijoeza, que la contemplaba temeroso, pues creyó que se trataba de la personificación de una diosa.
-¿Quién eres, hermosa joven? -preguntó al fin el rey. ¿Acaso te has perdido, o eres una diosa descendida de los cielos?
-Señor, soy la más desdichada de entre las jóvenes -dijo la princesa, pues camino por estas soledades en busca de mi felicidad sin poder hallarla.
Lleno de emoción, rio de buena gana el rey ante la tristeza de aquellas palabras, muy extrañas en labios de una joven tan bella.
-En Juchitán soy persona poderosa. Dime qué se te ofrece, que no duraré en darte mi ayuda.
Nada acerca de sus verdaderos propósitos le dijo Coyolicaltzin. Cosijoeza se enamoró prontamente de la muchacha. Ella, cuando más enamorado estaba el rey, le dijo:
-Tengo que abandonarte. Merced a unos poderes maravillosos llegué hasta este lugar, pero ahora tengo que regresar a mi país.
-No quiero que me abandones -protestó Cosijoeza. Quédate aquí para siempre y sé mi esposa.
O dime cuál es tu país, pues te seguiré hasta allí aunque tenga que atravesar mares y montañas.
-Es muy difícil -dijo Coyolicaltzin fingiendo tristeza- que yo pueda convertirme en tu esposa. Mi padre es Ahuizotl, el rey de los aztecas.
Quedó mudo de asombro el joven rey de los zapotecas; mas tan enamorado de aquella hermosa princesa se sentía, que hasta dificultad tan grande para su amor, cual lo era aquella, le parecía cosa de leve importancia.
-Vuelve a tu hermosa Tenochtitlan -le dijo al cabo- si tal es tu deseo; pero ten presente que tras de ti irán mis emisarios a solicitar de tu padre, el rey Ahuizotl, el don de tu mano.
Pensaba el rey que como atravesaban los dos reinos por un período de paz recíproca, Ahuizotl quizá le concediera la mano de la hermosa princesa Coyolocaltzin. Lleno de pena contempló la marcha de la joven, que iba hacia el reino de su padre tras haber cumplido la primera parte del plan.
Poco después llegaban a Tenochtitlan los emisarios del rey zapo-teca, cargados de tesoros, a pedir la mano de la princesa hija del rey azteca. Ahuizotl fingió sorpresa ante semejante magnanimidad del rey rival.
-Me admira -dijo, y también me alegra, la misión que venís a cumplir. Si en otros tiempos hice la guerra contra Cosijoeza, vuestro rey, quiero ahora rendir admiración a su prudencia y a su valor. Por ello concedo la mano de mi hija al antiguo rival que me la pide, y esa unión será la base de nuestra posterior y duradera paz y amistad. Solamente -añadió fingiendo pesar- llena de pena mi corazón el que mi hija tenga que apartarse de mí. Pero decidle a Cosijoeza que pronto recibirá en Juchitán a la hermosa Coyolicaltzin.
Partieron los emisarios hacia su reino, para dar a Cosijoeza la buena nueva. Nadie podía imaginar la traición que se cernía sobre el reino zapoteca. Mientras se hacían los preparativos de la ceremonia nupcial, Ahuizotl volvió a reunirse con su hija, para darle las últimas instrucciones.
-Espero -le dijo- que puedas hacerlo todo antes de nuestra llegada sin que nadie abrigue sospechas contra ti. Ya sé que es muy dura y muy difícil tu misión, pero una vez haya caído en nuestro poder el reino de los zapotecas volverás aquí de nuevo.
-No tienes de qué preocuparte, padre mío -dijo la princesa. A través de nuestros emisarios te pondré al corriente de todo cuanto descubra. Confía en mí.
Al cabo se celebraron en Juchitán, con muchos fastos, las nupcias entre Cosijoeza y Coyolicaltzin. El rey de los zapotecas parecía el más feliz de los hombres.
El tiempo pasaba y pasaba, y la princesa azteca no desperdiciaba, en aras de sus fines, ese paso de los días. Se enteró de cuáles eran los lugares más y mejor fortificados; cuáles los desfiladeros que defendían la entrada natural al reino; cuáles los grupos de guerreros que había en cada punto... Le quedaba mucho por hacer, pero no tenía prisa. Con la sonrisa en los labios fingía infinito amor hacia su esposo.
Un día llegaron secretamente, hasta ella, emisarios de Ahuizotl.
-Decid a mi padre que aún no he descubierto lo que a él más le interesa. Pero decidle también que pronto recibirá noticias sobre ello.
Se refería al mortífero veneno de los zapotecas, desconocido por el resto de los indios, con el que envenenaban sus flechas.
Siguió pasando el tiempo, y cuando ya la hermosa y traidora princesa azteca reunió todos los conocimientos que le pidiera su padre, tuvo la sensación de que algo había cambiado en lo más hondo de su ser. El amor, la ternura, las muchas muestras de delicadeza que Cosijoeza tuviera con ella, habían ido minando el odio de la princesa azteca contra los zapotecas. Así, de pronto, cuando su misión estaba a punto de concluir, comprendió la princesa que amaba en verdad a su esposo y que nunca sería capaz de traicionarle. Pero muchos de los secretos confiados a los emisarios de su padre iban ya camino de Tenochtitlan, y un ansia de destruir todo lo que ella misma elaborase en contra de Cosijoeza, hizo que acudiera a ver a su esposo, a quien con lágrimas de sincero arrepentimiento y de mucho amor contó lo sucedido.
Fue el amor de Coyolicaltzin, a la postre, lo que salvó una vez más a los zapotecas de la destrucción de su reino a manos de los aztecas.

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