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martes, 27 de agosto de 2013

La laguna de oro

I

Rodeada de montañas escarpadas y cubiertas de vegetación, existe en el norte de la República una laguna casi circular, sin playa, ensenada, ni desagüe visible, a la cual los habitantes de aquellos lugares llaman "Laguna del oro".
En este paraje de belleza agreste y sombría, sólo se oye el murmullo ensoñador de las ondas cuando lamen las rocas a pico, y el suave susurro del viento en el follaje del bosque que corona las alturas.
Durante todo el día permanece la laguna sumida en la penumbra. Atájanle la luz las montañas eleva­das y los frondosos árboles que se inclinan sobre el precipicio. Unicamente cuando el sol está en el ocaso, sus rayos penetran a través, de una estrecha quebrada que se abre al Oeste; entonces el agua brilla cual un escudo de fuego, y una luz anaranjada, deslumbradora, llena el espacio circular de reflejos fantásticos. Esto dura pocos minutos: el, sol se hunde, los rayos se deslizan a lo largo de las rocas, doran las hojas finas de los helechos que brotan entre las grietas, y todo vuelve a, quedar en la sombra.
Cuenta la leyenda, que en el fondo dp la laguna yace desde ha muchos' siglos un tesoro inmenso, y que si alguien lograra conocer la fórmula mágica y la pronunciara a orillas del agua en el momento preciso de la iluminación, se haría dueño de fabu­losas riquezas.

II

Habitaban aquellas regiones en los tiempos ante­riores a la conquista, numerosas tribus de indios, vasallos de los Incas, cuyo, dominio se extendía por el Sur hasta Córdoba del Tucumán. En la casa del "curaca", inmensa-mente rico, veíase por doquier objetos de oro y plata, cerámica, pieles finas, trabajos maravillosos de plumas, tejidos de colores brillantes y trama delicada. Consideraba como la más valiosa pieza de sus tesoros, una urna de oro macizo, que el Inca Huiracocha regalara a uno de sus ascendientes en señal dé gratitud por impor­tantes servicios de su tribu. Este legado de inesti­mable valor había pasado de generación en gene­ración, y la tradición atribuíale virtudes sobrenatu­rales. Mientras estuviera en poder de los curacas, los indios vivirían tranquilos y felices; mas el día en que cáyera en manos enemigas, perecería la dinastía, y conquistadores poderosos reinarían soberanos en Tahuantisuya.
Todos los años en la gran fiesta del Sol, cuando ricos y pobres se sentaban juntos fraternalmente, sin odios ni rencores, la urna sagrada era, puesta en exhibición y custodiada por jóvenes guerreros que se disputaban ese honor. Las tribus iban a visitarla en peregrinación, a convencerse de que la sagrada propiedad nacional existía aún.

III

Todas las razas americanas tenían una tradición común, y ella afirmaba que un día llegarían de tierras lejanas hombres de lengua desconocida, piel clara y costumbres y creencias extrañas, para conquistar las naciones indígenas. Para unos, un dios benéfico anunciaría de ese modo su llegada; para otros, sería un espíritu maligno que traería consigo la destrucción y la muerte. Los pueblos a orillas del mar esperaban a los forasteros del otro lado del océano, de regiones ignotas; y de allende las montañas, de los desiertos, o de más allá de las selvas vírgenes, las naciones del interior. El fondo de la leyenda era siempre el mismo.

IV

Sin que lo sospecharan los quichuas, la antigua leyenda estaba convirtiéndose en realidad.. Los misteriosos forasteros ya pisaban audaces las costas del continente americano. Cruzaban las espe­suras de las selvas, desafiaban los obstáculos que les oponía la naturaleza salvaje, vencían la tenacidad de los habitantes que luchaban por la libertad de su suelo nativo, y penetraban en el corazón de las regiones desconocidas, en busca del oro que supo­nían acumulado en inmensos tesoros.
Un día del año 1532, un chasqui trajo del Cuzco la noticia de que llegaban del norte hombres de aspecto nunca visto.
En el pueblo se levantó un sordo rumor de inquie­tud; sacrificáronse seres humanos al padre Sol para aplacar su ira y apartar la desgracia que amenazaba a la "Nación de las Cuatro Partes del Mundo".
Después se supo que el Inca Atahualpa era prisio­nero de los invasores. El país se estremeció, y los vasallos que ardían en deseos de combatir por su soberano, preparáronse para guerrear.

V

Contrariamente a las costumbres de los nobles, el curaca tenía una sola esposa, joven y bella, llamada Ima, a la cual quería con ternura.
Cuando se recibieron del Cuzco las primeras noticias acerca de los invasores, Ima tuvo sueños de mal agüero, y presentimientos sombríos la atormen­taron.
-Tú estás inquieta -le decía su marido; la mala nueva te ha alarmado. Pero no desesperes. De todos lados llegan los guerreros; pronto el Inca quedará libre y los invasores muertos o prisioneros.
-Yo he soñado que las hojas caían de los árboles en todo su verdor -repuso Ima-, y esto significa desgracia.
-Los sueños a menudo engañan. No todos son enviados por los dioses.
-Pero éste sí lo era -insistió Ima. 
-Y ayer -continuó- vi una bandada de pájaros que volaban hacia el norte. De pronto se detuvieron, pareció que vacilaban y luego se desbandaron en todas direcciones. El sacerdote me explicó que era la amenaza de una calamidad.
-También los sacerdotes suelen equivocarse -objetó el curaca, para disimular su propia inquie­tud, pues él, como todos los indios, creía firme­mente en los sueños y los presagios.
Al partir con sus tropas, encomendó a la inte­ligente y resuelta Ima, que velara por la urna sagrada. Le rogó, que antes de abandonarla en manos de los enemigos -en el caso que éstos llegaran hasta allí- la arrojará a una laguna sombría, oculta en medio de la sierra. Ella lo prometió, y el curaca se puso en marcha.

VI

Transmitida, de posta en posta por los chasquis veloces, llegó a la lejana tribu otra noticia; el Inca Atahualpa había prometido al jefe de los invasores, en cambio de su libertad, una sala colmada de oro, y dos salas más pequeñas llenas de plata. Los encar­gados de recoger metales preciosos ya se habían desparramado por todo el imperio.
Nadie se opuso, nadie murmuró cuando vino la orden de entregar los tesoros para rescatar al prín­cipe venerado, Hijo del Sol. Caravanas interminables; cargadas de riquezas maravillosas cruzaron el país en todos sentidos, atravesando montañas casi inaccesibles, bosques enmarañados, desiertos inmen­sos, abismos sobre los cuales colgaban puentes de fibras, ríos y torrentes que se, precipitaban entre peñascos y escollos.
Una de aquellas caravanas se detuvo en casa del curaca, donde recibió numerosos objetos de oro y plata.
El encargado de la recolección notó que Ima apartaba una urna de oro de gran valor.
-¿Por qué ápartas eso? -preguntóle.
-¿No lo sabes? -interrogó ella, sorprendida de que pudiera haber alguien que no conociera la tradición. Luego le explicó el motivo de la reserva.
Al guerrero pareció importarle poco. Tenía orden de recoger todos los objetos de oro y plata, y no podía permitir que, fuese apartado uno tan grande, sólo porque se relacionara con tradiciones locales.
-Eso no me atañe a mí -repuso. 
-Dame la urna.
-No. Llévate todo lo demás, lo doy gustosa para el rescate del Inca, nuestro señor. Unicamente ésta, he prometido no entregarla jamás.
-En nombre, del Inca, te ordeno que me la entregues.
-¡No te la daré!
El guerrero trató de arrebatársela. Los servidores de la casa se interpusieron y se trabó una verdadera lucha a mano armada. El ruido del combate atrajo gente que, enterada de la causa, tomó parte en favor de Ima. Los hombres del norte fueron atacados, y pronto los gritos y los golpes resonaron en la casa. En la confusión de la riña, Ima pudo escapar con el tesoro, resuelta a cumplir su voto de arrojarlo al lago, antes de dejar que cayera en manos de los forasteros que tenían cautivo al Inca.

VII

El jefe la había visto huir y la siguió. Ima le llevaba mucha ventaja, y corría con velocidad increíble a través del valle. Subió ágilmente una cuesta empinada, y su perseguidor varias veces estuvo a punto de perderla de vista. Se internó por una quebrada estrecha que bajaba hacia lo que apa­rentemente era un vallecito encerrado en el seno de la montaña; mas luego se mostró a los ojos del jefe indio la superficie lisa y opaca de un pequeño lago, tendido cual. una alfombra de raso verde obscuro entre murallas de roca gris. Una semiclaridad fría llenaba aquel paraje, sobre el cual se cernía el silencio absoluto.
Alcanzó allí a Ima, en el momento en que ésta ponía el pie en la orilla y levantaba el brazo con la urna. Forcejearon breves instantes, y la mujer del curaca, con un movimiento repentino logró arrojar con fuerza la vasija de oro, que cruzó el espacio cual' estrella errante y hendió el agua; pero aun no habían vuelto a caer las gotas que levantó al herir la super­ficie del lago, cuando el guerrero, furioso al verse burlado, dio a Ima un violento empellón:
-¡Vete con tu urna!
Las rocas circundantes devolvieron el eco de un grito, y nuevamente se agitó el agua con rumor de voces bajas y excitadas. Se formaron círculos que aumentaban gradualmente en diámetro y, por fin, todo el hervor se calmó y el lago volvió a presentar su superficie inmaculada y tersa.
Apenas quedó en reposo el cristal de las aguas, cuando un fenómeno inesperado llamó la atención del jefe.
El pozo profundo se iluminó de pronto. Una luz color de oro llenó el ambiente y un brillo intenso, enceguecedor, reverbero en el agua, encendiendo chispas en el cuarzo de las rocas.
El mágico espectáculo duró breves instantes.
El resplandor ígneo fue apagándose gradualmente; el color de oro palideció; débiles rayos de luz vibra­ron aún, durante algunos instantes, iluminaron las piedras y desaparecieron por fin, dejando en la sombra el pequeño lago.
El guerrero contempló absorto este fenómeno incomprensible para él. De pronto se le ocurrió que esa iluminación fantástica irradiaba de la urna sagrada que la joven había arrojado al agua. Temió la ira de los dioses y, sobrecogido, olvidando su altivez de guerrero, volvió la espalda al lago miste­rioso y huyó a través de las rocas escarpadas.

(Los conquistadores en el Alto Perú)

1.062.3 Elflein (Ada Maria)

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