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jueves, 22 de agosto de 2013

La judía de toledo

Tu amor es mi delito.
V. GARCÍA DE LA HUERTA

El rey de Castilla, Alfonso VIII, regresó de los Santos Lugares a su patria, tras haber conquistado para la Cristiandad el Santo Sepulcro. Tan preciada joya permanecía por entonces en manos del infame Saladino, que se la arrebató a Guy de Lusignan. Le faltó tiempo al noble rey castellano para hacerse a la mar, llegarse a Jerusalén y abalanzarse sobre la Morisma. Dobló la cerviz el infiel y, al fin, la Tierra Santa volvió a quedar en manos de los piadosos monjes y caballeros que durante muchos años velaron las reliquias sagradas.
Pasados todos estos trabajos, Alfonso se casó con doña Leonor, una dama de alta alcurnia, hermosa pero irascible. Celebrados los despo­sorios, el rey y la reina se trasladaron a Toledo, como convenía, pues allí estaba entonces la corte de Castilla y todos los ricos hombres del reino se hallaban en esta ciudad preparando nuevas guerras contra moros.
Los días transcurrían apaciblemente en la ciudad del Tajo y el rey arreglaba sus asuntos como mejor convenía, con seso y justicia. Disputaba con García de Castro o con Manrique de Lara tal o cual cuestión bélica, dirimía enojos de los aldeanos por razón de aguas o lindes, e incluso promulgó leyes contra bandidos y otros malhecho-res.
Cuando sus obligaciones regias se lo permitían, Alfonso dedicaba su tiempo a la caza; y era muy diestro en este arte dificilísimo. Fue en una de estas partidas de caza cuando sucedió el hecho que estuvo en trance de hacerle perder el juicio, el reino y la vida: dice la leyenda que bien de mañana partió el rey del palacio, con la intención de cruzar el Tajo y adentrarse en los bosques en busca de algún venado o jabalí. Pero antes de alcanzar el puente no pudo más que detenerse a observar una desigual lucha que en el cielo se entablaba: un fiero halcón perseguía con saña a una blanca paloma, y le lanzaba tan duros envites que la paloma, teñido de púrpura su blanco ropaje, ya cedía a las garras de la alimaña. No dudó un instante el rey Alfonso y, montando su ballesta, dirigió su aéreo dardo con tanta pericia que, al cabo, el halcón cayó a un huerto cercano con el corazón traspasado. Mucho satisfizo al rey este lance y quiso tener en sus manos a tan fiero animal, mas como el halcón cayese en un jardín particular tuvo ciertos reparos en abrir la cancela y adentrarse en el vergel.
Pertenecía este huerto a una muchacha judía, llamada Raquel. Era esta joven huérfana, pero la fortuna que le legaron sus padres antes de morir le concedía cierta holganza y su discreta vida le había permitido conservar el solar paterno. Aunque el rey no la conocía, la hermosura de Raquel era ya famosa en Toledo: sin cesar se hablaba en corrillos y tabernas de la Fermosa Raquel, de sus grandes ojos verdes, de su pelo de azabache y de otros mil encantos. A todas estas habladurías permanecía ajena Raquel, ocupada en las rosas de su jardín y en los ungüentos mágicos que heredara de su padre y que servían para curar los males de otros judíos que creían en su poder.
Aquella fatídica mañana se hallaba Raquel recogiendo algunas hierbas en su huerto, y había presenciado, con temor, la cruel lucha del halcón y la paloma, cuando pudo observar asombrada cómo una saeta derribaba a la fiera, que caía a sus pies hendida y agonizante. No tardó en comprobar que el autor de tal hazaña se internaba en su jardín con el ánimo de recuperar su trofeo. Pocas palabras necesitó el amor para prender ambos corazones: ella era hermosa sin par, dulce y discreta; él, apuesto, gentil y caballero.
Las noches siguientes resultaron terribles para ambos: él, sumido en el desconsuelo, no tenía pensamientos sino para la joven Raquel; ella, abrumada por sensaciones nunca antes vividas, llenaba sus melancólicas horas con la imagen de aquel caballero desconocido. Pero como quien está empeñado en amores no ceja en el intento, pronto volvieron a verse y el amor fue hilando sus corazones. Las visitas fueron cada vez más frecuentes, los encuentros en el jardín se prolongaban hasta bien entrada la noche y los amorosos galanteos confirmaron a uno y a otra en sus sentimientos.
Finalmente, decididos a prolongar su felicidad, se declararon sin ambages y aquí comenzó el tormento para ambos: ella era judía y él, cristiano; ella, una pobre joven sin patria y él, el rey de Castilla; ella, huérfana y él, casado... Todas las desgracias se acumulaban en este amor: pero Alfonso, ciego de pasión, estaba dispuesto a sacrificarlo todo, incluso su reino, por Raquel.
Dispuesto a derribar todos los impedimentos, hizo trasladar todas sus pertenencias a un lugar apartado del palacio y convenció a Raquel para que fuese a vivir con él. Abandonado a los placeres del amor, Alfonso olvidó la perpetua guerra contra los moros, se negó a recibir a los súbditos y rehusaba las fiestas y convites de los nobles cortesanos. Las salas del rey, custodiadas por una pequeña guardia, permanecían cerradas para todos y allí, ajenos a cuanto sucedía en el mundo, pasaban los días Raquel y Alfonso. Para él sólo existía su Raquel, aquellos ojos verdes hechiceros, aquellas manos como palomas, aquellas dulces palabras...
Durante siete años se alargó tan ardiente amor y el reino se perdía irremediablemente. La plebe comenzaba a murmurar: decían que la judía había hechizado al rey y que lo mantenía dormido con pócimas y brebajes, usurpando las riquezas del reino. Los nobles, enojados y despechados, también atizaban el fuego de la indignación y proferían en secreto mil calumnias contra Raquel y contra el propio rey. Doña Leonor, celosa y resentida, urdía mil acechanzas y no dudaba en llamar a su rival la bruja, o la concubina. En fin, fue anidando el odio y el rencor en los corazones de nobles y plebeyos, y el respeto y el honor que antaño mostraran al rey se tornó en desprecio y burlas.
Dicen que fue la mismísima reina, doña Leonor, la que instigó a los nobles para que dieran muerte a Raquel: hicieron llegar recado al rey de que su esposa quería hablarle y, aunque Alfonso se negaba a acceder a hablar con doña Leonor, pues la aborrecía, tanto insistieron que al fin abandonó sus aposentos y fue a reunirse con ella. Aprovecharon dos infames para adentrarse en la sala donde estaba Raquel, acompañada de un sirviente suyo, también judío.
-No mancharemos nuestras espadas con sangre infiel -dijeron. Tú, Rubén, que eres también judío, mátala con tu daga si no quieres morir.
Pronto conoció Alfonso el engaño, al ver la sonrisa despreciable de su esposa doña Leonor, pero, aunque corrió cuanto pudo por las galerías del castillo, al llegar a sus aposentos sólo pudo contemplar con horror a su amada Raquel envuelta en un baño de sangre y a su criado Rubén que en ese momento se hería de muerte.
Rabioso de furia, Alfonso hizo colgar a los dos alevosos asesinos y desterró a otros muchos nobles que habían participado en tan infame acechanza. También ordenó que su esposa, doña Leonor, fuera enviada a un convento de Galicia, tan alejada de su vista como fuera posible. Pero tras estos sentiemientos de ira, el corazón del rey se sumió en una profunda melancolía y un terrible dolor anegaba su pecho. No pudo sino hacer construir un rico túmulo donde reposaran para siempre los restos de su querida amante, y allí pasaba las horas del día y de la noche, consumido por la pena.
Aseguran algunos cronistas que la muerte de sus hijos hizo volver un tanto el juicio al rey, y que durante los últimos años de su existencia quiso participar en algunas batallas contra los moros. Se dice que era el primero en espolear su caballo y que arrojaba el escudo antes de lidiar con sus enemigos, como si buscara la muerte. Los que le vieron morir aseguraban que el rey pasó a mejor vida con dulce gesto y que hablaba con Raquel, como si ésta le llamase desde el más allá.

Fuente: Jose Calles Vales

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