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sábado, 24 de agosto de 2013

Fraoch y el dragón del lago negro

Había una vez, hace mucho tiempo, una princesa tan be­lla y hermosa como las flores en primavera. Su voz era una melódica combinación de los trinos de los pájaros con el murmullo de los arroyos. Su piel era suave como la seda y sus ojos parecían dos estrellas refulgentes en la noche de su oscu­ro cabello.
Fraoch era un guerrero formidable que no le tenía miedo a na­da ni a nadie. Sus brazos eran musculosos y sus ojos tenían la pro­fundidad del cielo. Había vivido muchas aventuras y visto mu­chas cosas increíbles, pero no estaba preparado para enfrentarse con lo que habría de sucederle.
El día en que el joven Fraoch encontró a la mujer más hermo­sa de toda su vida había salido a cazar -su deporte favorito- mon­tado en su brioso corcel y munido de su arco labrado y su viejo carcaj lleno de flechas.
Una tarde esta princesa había salido a dar un paseo por el bos­que y a recoger algunas bayas silvestres. Pues ella sólo hallaba ver­dadera alegría en medio de los árboles y no entre los muros fríos y desnudos del castillo en el cual vivía.
Y el destino quiso que los caminos de ambos jóvenes se cruzaran.
El valeroso Fraoch estaba persiguiendo un venado cuando, de pronto, sintió el canto más dulce que jamás hubo escuchado; en­tonces, abandonó la persecución de su presa y agudizó sus sensibles oídos, que le indicaron el lugar de donde provenía aquel canto ce­lestial. Comenzó a aproximarse lentamente y pronto vio una her­mosa silueta, casi oculta entre las verdes hojas del espeso follaje.
La muchacha sintió sobre ella una insistente y penetrante mi­rada, decidió callar y se puso a observar a su alrededor tratando de encontrar qué animal o persona la miraba de esa forma. Y en­tonces descubrió, entre medio de las tupidas ramas y troncos del bosque, al joven cazador.
El noble Fraoch había conocido, en el transcurso de sus aven­turas, a muchas doncellas hermosísimas, pero la mujer que tenía ante sus ojos las superaba a todas, y ahora, en el distante recuer­do, aquellas le parecían casi feas y sin gracia.
Por lo tanto, no pensándolo dos veces, se bajó del caballo y caminó decididamente hacia ella, .sin dejar de mirarla ni por un solo momento­
La dulce princesa no pudo soportar esa mirada de varón y se sintió tan avergonzada que sus mejillas se ruborizaron de golpe; entonces, con un rápido movimiento de su mano, se cubrió los ojos con su cabello negro, como si hubiera temido que ellos de­velaran ante el desconocido el rubor de su alma también.
Sin embargo, Fraoch no detuvo su marcha, pues la timidez de la muchacha había enardecido aún más su deseo y ansiaba con vehemencia besar aquella boca de labios deliciosos, rojos y apete­cibles. Siguió aproximándose hasta que se detuvo frente a ella. Le sonrió, haciendo una reverencia, y a continuación, intentando mantener la compostura, le dijo:
-La hermosura del bosque palidece a tu lado. Todos los hom­bres pasan toda su vida buscando a la mujer ideal y yo he recibi­do la gracia de los dioses, porque te he encontrado.
La princesa volvió a sonrojarse visiblemente, pero sin poder evitar sonreírle a tan locuaz desconocido.
-Eres hombre, y un guerrero y un cazador, por lo visto. ¿Có­mo puedo estar segura de que lo que me dices es la más pura ver­dad y no sólo un comentario galante más de los que, seguramen­te, acostumbran salir de tus labios?
El joven guerrero comprendió que se hallaba no sólo ante una mujer hermosa sino también rápida de mente y palabra. Sin dejar de sonreír le respondió:
-Porque soy un hombre de honor, porque nunca miento y porque todo lo que de mí dependa te lo daré, si tú me lo pides.
La muchacha quedó sorprendida por la respuesta del guerre­ro y éste, a su vez, prosiguió diciendo:
-¿Qué puedo hacer por ti, bella princesa? ¿Cómo puedo de­mostrarte que mi amor a primera vista y mi súbita devoción por ti son de la clase más pura?
La muchacha se tomó su tiempo para pensar y finalmente dijo:
-He salido de mi castillo para pasear y recoger algunas bayas silvestres, sin embargo, me han dicho que existe un árbol que po­see las bayas más rojas y deliciosas que hombre alguno probó ja­más. Se dicen que son mágicas...
El joven Fraoch, ansioso, la interrumpió diciendo:
-Si te regalo esas bayas, ¿creerás en las palabras de mi corazón?
-No habría mejor manera de demostrarlo -repuso rápidamen­te ella.
Ambos sonrieron mientras se miraban a los ojos. El valeroso guerrero, entonces, le volvió a preguntar:
-LY dónde crece el árbol que posee estas bayas exquisitas?
-Dicen las ancianas que, del otro lado del Lago Negro, existe un árbol que contiene muchas bayas rojas y mágicas durante to­das las estaciones del año.
-Pues ¡por mi honor, prometo traerte esas bayas para que be­sen tus hermosos labios!
Los dos jóvenes quedaron, entonces, en encontrarse en el cas­tillo de la princesa. El valeroso Fraoch regresaría con las bayas ro­jas y la dulce princesa accedería a casarse con él.
Sin perder tiempo, el ágil jinete montó sobre su caballo y par­tió al galope hacia el famoso Lago Negro.
Anduvo muchos días y muchas noches hasta que, finalmen­te, llegó hasta el lugar donde lo aguardaba, del otro lado del la­go, el árbol que contenía no sólo las bayas rojas mágicas prome­tidas a su amada, sino también la llave de su futura felicidad jun­to a ella.
El joven Fraoch se apeó del caballo y ató las riendas de su montura a unos matorrales que crecían en el borde junto a un ár­bol de la orilla. Agudizó su vista y por fin distinguió, en la otra orilla del lago, el ansiado árbol, tan cargado de bayas rojas, que estaba doblado y parecía una persona que estuviese haciendo un terrible esfuerzo por sostenerlas.
Miró luego las aguas oscuras del lago, que permanecían en la más absoluta calma, observando que, por lo visto, ni los insectos se atrevían a perturbar aquellas aguas tan mansas.
El valiente Fraoch miró hacia un lado y hacia el otro y no des­cubrió bote o embarcación alguna. Tampoco ninguna casa, caba­ña o refugio. Nadie vivía a la orilla de ese lago y para llegar al otro lado debería hacerlo nadando.
Y fue en ese momento, en el preciso instante en que posó su profunda mirada sobre las oscuras aguas, cuando sintió que los recuerdos se agitaban en su mente y en su corazón. Recuerdos an­tiguos clue creía olvidados para siempre. Su madre... su madre le había dicho algo una vez...
Y de pronto recordó las exactas palabras que ella había pro­nunciado hacía ya muchos años, cuando él era aún pequeño:
"La druidesa que te ayudó a nacer tuvo una visión y me ha re­velado tu geis[1]: nunca nades en aguas oscuras."
Un escalofrío recorrió todo su cuerpo, que era tan blanco co­mo la nieve más pura. Y por un momento, por un instante tan pe­queño como el ojo de una mosca, Fraoch dudó. Pero al recordar la hermosura de la mujer que lo recibiría con sus brazos abiertos para convertirse en su esposa, toda duda se desvaneció de su mente y de su corazón.
Y entonces, sin perder un solo momento más, Fraoch se inter­nó en las aguas oscuras contra todo geis y por amor.
La aparente calma del Lago Negro se rompió de golpe, mien­tras el guerrero comenzaba a avanzar con soltura y determinación por ellas y aún haciendo pie. Las ondas concéntricas que empe­zaron a producirse sobre la superficie, en el medio del lago, pron­to se fueron extendiendo hasta envolverlo por completo.
Y la bestia despertó.
En su infinito letargo, el dragón que vivía anudado entre las raíces del árbol de las mágicas bayas rojas sintió la perturbación en el agua. Abrió sus monstruosos ojos verdes y vio al intruso que se aproximaba a través del agua y de la oscuridad.
Comenzó a desplegar sus anillos y a prepararse para atacar al intruso, a aquel que deseaba, seguramente, quitarle los fru­tos del árbol que tanto amaba y que durante tanto tiempo ha­bía cuidado.
Fraoch, muy a su pesar, ya avanzaba despacio y dificultosa­mente porque el agua del lago era demasiado densa y casi le lle­gaba hasta el cuello. Sin embargo, él continuó caminando decidi­do hacia su objetivo, hasta que no hizo pie y, entonces, comenzó a nadar.
De pronto, su instinto de guerrero le advirtió del peligro in­minente. Desen-fundó la espada y se quedó muy quieto y expec­tante.
El dragón, a su vez, se movía lentamente, casi de manera im­perceptible, pero el agua no pudo evitar agitarse un poco alrede­dor de sus anillos y las tenues ondas se expandieron.
Fraoch visualizó, de pronto, esas nuevas ondas en el agua. "Algo" se estaba aproximando hacia él con una lentitud atemori­zante... Giró su espada en el aire y colocó la filosa punta hacia abajo, mientras tomaba la empuñadura con ambas manos. Inspi­ró profundamente y esperó el momento oportuno, el momento en el cual "eso" que todavía avanzaba por debajo del agua y se acer­caba a él estuviera a su alcance.
Fue entonces cuando hundió su espada con todas sus fuerzas en las negras y espesas aguas del lago.
Por cierto, una monstruosa criatura habría de ser la que chi­lló de eso modo espantoso, cuando la larga y filosa hoja se ente­rró en ella haciéndola retorcerse con un espasmo tan grande, que se extendió por todo su cuerpo y llegó hasta su extremo, ése que aún permanecía anudado a las raíces del árbol.
Fraoch, que aún no divisaba claramente a la bestia, escuchó que el tronco del árbol de bayas crujió como quien se quiebra de dolor y lo vio inclinarse aún más sobre las oscuras aguas.
Entonces, retorció la espada en el cuerpo de la bestia -aún su­mergida-, hasta que ésta asomó de pronto, mostrando sus filosos dientes y clavándole una feroz e insoportable mirada con sus ojos verdes, brillantes y amenazadores.
El joven guerrero supo que el daño que le había infligido al dragón no lo hahía lastimado lo suficiente, sólo lo había enfure­cido aun mas, pues el tamaño de aquel monstruo superaba en nmucho lo cl que bahía podido llegar a imaginar.
El dragón lanzó, entonces, varias dentelladas que Fraoch es­quivó apenas por muy poco. Rápidamente, el joven se recuperó de su estupor y volvió al ataque atravesando el cuerpo de la fabu­losa criatura con su espada en varias partes.
La bestia comenzó a retroceder hacia el árbol y a desplegar, allí, el resto de su cuerpo para atrapar al guerrero entre sus anillos.
En un momento, Fraoch sonrió, en un gesto de alivio, al ver que la criatura retrocedía ante sus embates, y continuó comba­tiendo y avanzando sobre ella y hacia el árbol.
Pero de pronto, el joven guerrero se sintió atrapado: los ani­llos del dragón lo habían envuelto como una enredadera carnívo­ra y lo apretaban para intentar hundirlo en el lago. Y la cabeza de la bestia, entonces, se levantó sobre el agua y volvió a mirarlo con esos terribles ojos verdes.
Fraoch sacó todo el aire de sus pulmones abruptamente y aprovechó el momento en que los anillos aflojaron la presión en su cuerpo para tomar la daga que pendía de su cintura. Cuando el dragón volvió a apretar, la daga se hundió en su carne. El mons­truo aflojó y volvió a apretarlo variando la posición, pero la daga volvió a hundirse en su cuerpo otra vez. Y cuando la bestia inten­tó, por tercera vez, esa estrategia letal, Fraoch ya había recupera­do el aliento y el manejo de su espada, y en seguida pudo efectuar dos nuevas punciones entre los anillos de la bestia.
El dragón, muy malherido, se replegó y Fraoch avanzó deci­didamente, comba-tiendo con su espada y su daga. Llegó junto al árbol y el dragón se guareció entre las raíces sin dejar de dar, a su vez, dentelladas que no lograban alcanzar al héroe.
En un momento, Fraoch atacó con los filos de sus dos armas y con tal furia, que terminó cortando a la bestia, el tronco, las ra­mas y las raíces del árbol.
En cuanto el dragón vio lo que el humano le hacía a su prote­gido de las bayas rojas se levantó de súbito y terminó por arran­car de cuajo al viejo árbol, que cayó al lago de aguas oscuras, hun­diéndose inmediatamente.
Fraoch, que manejaba la espada de la manera más hábil, aco­metió contra la maléfica criatura sin darle respiro.
El dragón sintió que su fin estaba próximo, por lo que recu­rrió a sus poderes mágicos y, de pronto, desapareció.
El joven guerrero buscó, en vano, a su enemigo por todos la­dos. La superficie del lago negro estaba tranquila y las únicas on­das que se movían en la superficie eran las que su propio cuerpo provocaba.
Pero de pronto, un olor nauseabundo atacó sus fosas nasa­les impidiéndole casi respirar. Las aguas corruptas que lo ro­deaban se volvían cada vez más espesas y el valiente enamora­do debía realizar cada vez mayores esfuerzos para mantenerse a flote.
El miedo comenzó a atenazar su alma. Enderezó hacia la ori­lla y recomenzó a nadar con denuedo, pero con cada brazada el agua se hacía más y más pesada y pestilente. Y de pronto se dio cuenta de que esas aguas entre las que se movía no eran natura­les, pues parecían tener vida... ¡Era el dragón!
"La maldita bestia ha utilizado su antigua magia" -pensó pa­ra sí el valeroso Fraoch.
Empuñando su espada una vez más, empezó a golpear y a cor­tar con furia las espesas aguas del Lago Negro, pero allí donde el filo del arma cortaba no había nada más que la sustancia acuosa y ésta se separaba y volvía a unirse sin dilación.
Entonces llegó el fatídico momento en que el cansancio se apoderó del cuerpo del muchacho, sus músculos y sus reflejos co­menzaron a fallarle, los movimientos de las piernas y de los bra­zos para mantenerse a flote se volvieron cada vez más lentos e ineficaces y, finalmente, empezó a hundirse.
Pero no se entregó, pues mientras se hundía soltó la espada y puso todas sus fuerzas físicas y anímicas en volver a la superficie para aspirar una bocanada de aire puro. A duras penas lo consi­guió, pero no pudo flotar por mucho tiempo porque las pestilen­tes aguas negras pronto volvieron a ejercer una terrible presión sobre él y lo arrastraron hacia lo hondo.
Fraoch ya no tenía energía, sus vigorosos miembros no le res­pondían y, bajo las aguas, la presión del dragón de cuerpo acuoso se hizo mayor aún.
El joven apretó, entonces, los dientes dejando escapar un re­soplo que se transformó en una cadena de burbujas que emergie­ron a la superficie con una lentitud mortal. E hizo un último in­tento para no morirse en otro lugar que no fueran los brazos de su adorada princesa, pero no lo consiguió.
El cuerpo del guerrero, blanco como las nubes de un cielo de verano, se hundió para siempre en los abismos del Lago Negro.

0.024.3 anonimo (celta) - 016



[1] El antiguo término celta geis (en plural, geasa) define un temido hechizo muy difundido en Irlanda, que involucra una prohibición, una obligación o ambas cosas a la vez. Constituye un símbolo de la tradición shamánica, que revela el al­cance de los rituales druídicos. Como prohibición puede impedir cualquier cosa, desde comer un determinado alimento hasta usar un color de ropa. Como obliga­ción constituye un deber ineludible y coacciona bajo pena de responder, de otra manera, ante los dioses. En la mayoría de los mitos, cuentos y leyendas de la cul­tura celta, los más grandes guerreros reciben un geis que, en algún momento de su vida, deben quebrantar, encontrando de esa forma su fin.

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