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jueves, 22 de agosto de 2013

Fernán gonzález y la independencia de castilla

Castellanos y leoneses
tienen grandes divisiones...
ROMANCERO

Dicen las antiguas historias que en Castilla no había rey ni gobernador. Y así era, porque Castilla no era más que un condado sometido al imperio de los reyes de León.
Corrían los tiempos oscuros de la Edad Media y aún no se había cumplido el siglo x cuando nació Fernán González, nieto del primer conde de Castilla, Nuño Rasura. El pequeño Fernán González estaba destinado, por tanto, a ocupar un puesto dentro de la nobleza cristiana, pero su personalidad y su ingenio le valieron un nombre y una fama que será recordada durante muchos siglos en Castilla, su patria.
Su infancia está jalonada de episodios sorprendentes y he aquí uno especialmente significativo: dicen las crónicas que los reyes de Aragón veían amenazada sus tierras, sobre todo porque el Condado de Castilla comenzaba a tener cierta importancia y no había en aquella parte guerreros más valientes ni tropas más osadas. De modo que durante algunos años, los aragoneses intentaron raptar o matar a quien, por línea sucesoria, debería ocupar el escaño del Condado: Fernán González. Nadie en los salones del palacio parecía advertir este peligro y el joven rapazuelo andaba a sus anchas por las galerías y jardines.
Aún no se sabe cómo pudo ocurrir: lo cierto es que un olentzero lo raptó. Los olentzeros son carboneros del País Vasco y del norte de Castilla, que viven en las montañas y traen regalos a los niños en Navidad. El carbonero que raptó a Fernán González era, al parecer, un caballero: sin duda estaba al tanto de las maquinaciones de los aragoneses y se llevó al niño a las montañas, donde lo crió no para ser un rústico, sino para ser conde. Bien sabía el incógnito caballero disfrazado que Fernán González debería escribir una de las páginas gloriosas de Castilla y así, no le enseñaba a cortar leña, sino a montar a caballo y a partir lanzas; lo adiestraba en el ejercicio de las armas y las justas, torneos y tablados.
Algunos cronistas aseguran que este caballero, o ayo, era el mis­mísimo San Eustaquio, el cual se aparece en Francia vestido de carbonero en recuerdo de un hecho singular: que los hijos del Santo fueron salvados, precisamente, por un carbonero. Si se tiene por verdadera esta historia, habría que conceder que Castilla le debe mucho a San Eustaquio, el carbonero, porque gracias a él tuvo el Condado un capitán valiente, ingenioso y esmerado.
Ya había vuelto Fernán a su patria, después de haberse instruido en las cosas de la guerra y en la nobleza cortesana. Y finalmente tomó posesión del condado de Castilla, porque así se había determinado y porque así había de ser necesariamente, para mayor gloria de su patria.
Cierto día se hallaba el conde disfrutando de una cacería en sus dominios y ahora se verá lo que sucedió: un jabalí tremendo saltó en la espesura, hozando y gruñendo como una marrana de matanza, y los caballeros cazadores se espantaron al ver tamaña fiera. Salvo el conde Fernán González, que montó su ballesta en un santiamén y le lanzó el dardo con mucha destreza. Aún no se sabe cómo pudo errar el disparo, lo cierto es que el jabalí pareció esfumarse como por arte de encan­tamiento y huyó tras unas matas. Fernán González picó espuelas y salió tras él; tanto corría el jabalí, tanto el caballero, que los cortesanos quedaron lejos y no estaban dispuestos a matar a sus caballos en tan alocada persecución. Así que el tercer conde de Castilla se vio solo, mas ello no le arredró. Con su lanza en ristre, sólo se ocupaba de seguir las huellas de la fiera y sólo cabía un deseo en su pecho: darle caza y muerte.
Con todo, el bosque se hizo cada vez más espeso, y las zarzas y los robles jóvenes hacían casi intransitable aquel paraje. Con su misma espada el conde Fernán González desbrozaba el terreno y, en vista de lo espeso de la fronda, descabalgó y continuó a pie tras el jabalí.
Ya casi lo había alcanzado, cuando se abrió de pronto el bosque y en un claro pudo divisar una ermita. El jabalí hizo un quiebro y, levantando la hierba del prado, corrió en dirección al santuario, escondiéndose en él. Fernán González se acercó a la pequeña ermita y entró en ella santigüándose. El jabalí parecía amedrentado y aterido, y había ido a refugiarse bajo el altar. Tan pronto como el conde vio aquel prodigio, comprendió que era deseo de Dios que aquel animal viviera y, arrodillándose, comenzó a orar.
Un viejo monje asomó por la sacristía y, aunque el joven Fernán González apenas podía vislumbrar una larga barba y unos ojos bri­llantes, supo pronto el cazador que aquella circunstancia era cosa de prodigio y maravilla. Todo lo confirmó el monje misterioso, que habló de este modo:
-Buen conde Fernán González, no quiere Dios que vayas tras las fieras del monte, sino tras los infieles que acechan allende tus fronteras. Ve a luchar contra moros y defiende tu patria, porque las tristuras que sufras vendrán a darte gloria y fama durante muchos siglos.
El más terrible, el más fiero y el más valiente de los sarracenos era, sin duda, Abuamir Mohamed, llamado por los cristianos Almanzor, el Victorioso. El ejército moro se hallaba cerca de Soria, pertrechado del mejor modo posible, y su sola presencia infundía temor. Las dagas, cimitarras, escudos y lanzas se veían brillar a lo lejos, y la tierra parecía temblar cuando aquel numerosísimo ejército se ponía en marcha.
Desde un otero cercano, Fernán González dispuso su pequeña tropa. Los cristianos se santiguaban y rezaban para que Dios les permitiera salir con vida de aquel encuentro: estaban persuadidos de que iban a salir derrotados de aquella batalla pero, a lo menos, esperaban vivir, aunque fuese en tierra mora, como eunucos o esclavos.
-¡Levantad el pendón de Castilla! -gritó el conde. ¡Que lo vean esos perros infieles!
El solo nombre de su patria enardeció a los guerreros, los cuales blandieron sus espadas, que deseaban ya probar la sangre del enemigo.
Un caballero desconocido partió el primero y quiso enfrentarse con el moro, pero la tierra se abrió y quedó sepultado...
-¡Ésta es la señal! -anunció Fernán González. ¡Ni la tierra ni los moros soportarán el brazo de los castellanos! ¡A ellos!
Y las tropas cristianas se lanzaron contra Almanzor y los suyos. El conde lanzaba tan fieros tajos que derribaba a los moros por pares, degollándolos y mutilando sus miembros. El esfuerzo de su capitán animaba a los castellanos y no había entre ellos ninguno que retrocediera. La valentía dejó en aquel lugar de Calatañazor profunda memoria y fama; y aunque los sarracenos eran muchos y estaban dispuestos del mejor modo posible, los cristianos vencieron allí y continuaron venciendo hasta que ni uno solo de los reyes musulma-nes quedó en la Península.
De aquella terrible carnicería salieron los castellanos triunfantes y victoriosos: su botín era inmenso, y los broches, cadenas y piedras preciosas fueron cargados en cuarenta cofres, que se trasladaron a tierras cristianas para honra de los súbditos de Fernán González. Este quiso ofrecer el tesoro al monje que le auguró tanta fortuna e hizo levantar en aquel mismo lugar una iglesia que, con el discurrir del tiempo, vendría a llamarse San Pedro de Arlanza.
Las antiguas crónicas dicen que los pescadores del Guadalquivir, mientras tendían las redes, cantaban una copla famosa:

En Calatañazor
perdió Almanzor
el atamor.

También se asegura que el belicoso general moro murió en aquella ocasión, aunque nunca se supo dónde estaba su cadáver. Otros aseguran que huyó y que, avergonzado por haber sido derrotado por tan pocos cristianos, fue a refugiarse en los bosques y las montañas, donde murió de tristeza y pena.
Desde la victoria en Calatañazor, los musulmanes apremiaron a los cristianos con más tributos. Las ciudades cercanas a la frontera eran saqueadas sin escrúpulos y, a cada paso, los sarracenos recordaban la humillación que Fernán González les había hecho padecer. Como castigo, los moros talaron muchos bosques, asolaron villas y aldeas, envenenaron las fuentes y los ríos, y quemaron cosechas. A muchos nobles se les impuso la obligación de ceder cien doncellas al año, escogidas entre las más hermosas que hubiera, y durante años y años, los cristianos cedían a esta innoble proposición, de modo que podían verse grandes caravanas de mujeres que pasaban a Córdoba, Sevilla y Granada como esclavas y concubinas.
En cierta ocasión se hallaban reunidos los más notables señores en León, tratando asuntos propios de la guerra y de la paz, cuando llegaron los mensajeros de Abderramán, el califa.
-Recordad, señores -decían, que habéis de entregarnos cien mujeres de vuestros estados, puesto que éste es el deseo de nuestro señor Abderramán.
Allí mismo se alzó Fernán González y dijo:
-Buscad esas doncellas en otro lugar, porque castellanas no serán.
Viendo la osadía del conde castellano, alzóse también don García de Navarra y dijo:
-Buscad esas doncellas en otro lugar, porque navarras no serán.
Mucho agradó esta respuesta al rey don Ramiro II de León, que era por entonces el monarca más poderoso de la cristiandad y dijo:
-Buscad esas doncellas en otro lugar, porque leonesas... no serán.
Pero los mensajeros de Abderramán no pudieron buscar las don­cellas en ninguna parte, porque allí mismo les cortaron la cabeza.
Tamaña afrenta resultó intolerable en Córdoba y Abderramán salió con sus ejércitos, dispuesto a vengarse y a castigar a los cristianos. Hizo tantos desmanes que sería indecente narrarlos al por menor: dígase sólo que «descabezaba a los hombres y a las mujeres arrancaba los pechos», como dice un cronista. ¿Para qué amargarse en la pena de ver aldeas calcinadas, cadáveres en los caminos, ahorcados en los cerros, los ganados muertos, las mieses echadas a perder?
Ante estas algazaras, el rey don Ramiro de León hizo llamar a sus nobles, entre los cuales estaba Fernán González, y les dijo:
-Triste es nuestra suerte, caballeros. Abderramán III, el califa, viene contra nosotros y sus tropas son tantas y tan bien pertrecha-das que no podremos hacerle frente de ninguna manera. Nuestro reino está perdido sin remedio, nuestras mujeres serán llevadas a Córdoba y Granada, nuestros hijos serán degollados y nuestros súbditos perecerán de hambre. No nos queda otro remedio que enco­mendarnos a Dios.
Allí hablaron los dos hombres más valientes de la corte:
-Sant Yago -dijo don García, que está enterrado en Galicia, muchas veces ha venido en nuestro valimiento: en Clavijo vino el Santo en su caballo blanco, para derrotar al moro. Y por esta razón en Sórzano las doncellas suben a la ermita de la Hermandaña vestidas de novia, para orar a Nuestra Señora y a don Santiago, que nos libró del tributo de las Cien Doncellas.
-En Castilla -añadió Fernán González- tenemos santo también: llámase Sant Millán de la Cogolla, y nos hace tantos favores que a él pediremos que nos ayude en este trance.
-Sea como queráis -dijo don Ramiro.
Y así, los caballeros estuvieron rezando durante toda una noche a sus santos, porque el lance era horroroso y con toda seguridad los cristianos saldrían derrotados en la batalla. No obstante, el tributo vergonzoso de las Cien Doncellas no podía sustentarse más, y mejor era morir que transigir en el infame trato.
Corría el año 938 y las tropas de Abderramán III estaban asentadas cerca del castillo famoso de Simancas. Los dos ejércitos se vieron desde lejos. Bien se notaba que los soldados moros eran muchos y poderosos, y que con mucha dificultad sólo algunos cristianos quedarían con vida. Los abanderados levantaron temerosos los pendones de Asturias, de Zamora, de León, de Castilla y de Navarra, y a lo lejos se vio brillar la media luna de los sarracenos.
Ante la muerte inminente, los cristianos se hincaron en tierra y rezaron para que Dios les ayudara en la batalla; suplicaron a Santiago y a San Millán que les infundiera fuerza en el brazo y ánimo en el corazón...
Allí, en lo alto del otero estaban cuando Abderramán observó que los cobardes cristianos parecían rendirse, humillados como mujerucas y golpeándose el pecho como pordioseros. Sin dudarlo, ordenó sus tropas y se lanzó contra ellos, creyendo la batalla ganada.
Pero he aquí que de entre los cristianos salieron dos caballeros: montaba uno un corcel blanco como la nieve y el otro un alazán negro como el carbón. Brillaban sus espadas con un fulgor nunca visto y arremetieron contra los infieles de un modo maravilloso. A duras penas los mejores caballos cristianos podían seguirlos: cortaban, tajaban y abollaban, y las cimitarras sarracenas silbaban a su alrededor sin producirles ningún daño. Animados por el coraje de los dos desconocidos, los cristianos espolearon a sus bestias y se echaron sobre el moro con gran violencia. Allí rodaron tantas cabezas que la tierra se tiñó de sangre y por todos lados había cadáveres y muertos. Los caballos musulmanes acezaban en el lodo, heridos y moribundos, aplastando a sus jinetes, que invocaban al falso Alá. Fernán González se distinguió entre todos los cristianos, y ensartaba en su lanza los corazones moros sin darles tregua alguna. El propio rey don Ramiro echó mano de su espada leonesa y colocándose al frente de los suyos, era glorioso verlo blandir su hierro y herir de muerte a aquellos perros infieles...
Ya la batalla estaba decidida y los moros pedían una clemencia que no se les concedió: más de siete mil musulmanes murieron en aquel lugar y los que quedaban vivos fueron pasados a cuchillo sin contemplaciones. Todos fueron llevados a una cueva y allí se apilaron los cadáveres; después se trajeron cuarenta lobos de Asturias para que se los comieran.
Los festejos y los desfiles de la victoria duraron nueve días y en los reinos cristianos se gozó de la alegría del triunfo. El rey de León mandó que vinieran los dos caballeros que habían iniciado la batalla, porque quería honrarlos y concederles muchas prebendas, pero no aparecieron jamás, ni sus caballos tampoco. Hay quien afirma que el caballero del corcel blanco era Santiago, llamado Matamoros desde entonces, y que el jinete que montaba el alazán negro era el mismísimo San Millán. De este modo fueron escuchadas las plegarias de los cristianos y de este modo ayudó Dios a los suyos, concediéndoles la victoria en aquella batalla memorable.
Corrieron los tiempos y el conde Fernán González continuaba demostrando su valor y su osadía en todos los reinos cristianos. Leal con su rey, Ramiro II de León, el conde castellano gozaba de cierta independencia y sus territorios se extendían hacia el sur de modo prodigioso. Los moros temían su nombre y los reyes alababan su piedad y su coraje.
No obstante, surgieron las envidias y las rencillas: el rey de Navarra, que era por aquellos años Sancho Abarca, tentaba la suerte y se internaba algunas veces en territorio castellano; incluso llegaba a pedir tributos en las aldeas de Fernán González, por lo que fue reprendido muchas veces por el conde. El navarro, orgulloso y fanfarrón, no quiso hacer caso de las advertencias y Fernán González acabó matándolo cerca de Collandia.
De otro lado, el rey de León estaba también muy preocupado por la fama y extensión del condado de Castilla y veía que Fernán González había adquirido tantas posesiones que bien podía competir con él. Así la cosa, impuso a los castellanos muchos gravámenes y las grandes riquezas de Castilla pasaban a manos leonesas con gran desazón. El conde castellano notaba con gran dolor la desconfianza del rey don Ramiro y, pese a su proverbial lealtad, sentía que los leoneses sólo pretendían ofenderlo y humillarlo. Determinó por tanto no volver a León y defender su patria con uñas y dientes.
Algunos hechos memorables sucedieron por entonces y las crónicas hablan mucho del conde castellano y los prodigiosos hechos de armas en los que participó. También sufrió cautiverio en Navarra, del que fue liberado por una dama misteriosa. Pero el suceso más importante de la vida de Fernán González tuvo lugar años después.
No era rey de León don Sancho Ordóñez, como dice el romance, sino Ramiro II. Ya se ha referido que las disputas entre Fernán González y él habían pasado a mayores, y los enfrentamientos entre castellanos y leoneses se habían tornado casi en guerra declarada. Los mensajeros partían de León y Burgos, y se cruzaban en el camino. En los pliegos se podían leer las mayores afrentas y si Fernán González llamaba hideputa al rey, éste afirmaba que el castellano era hijo de padres traidores. Las fronteras estaban atestadas de soldados y continuamente eran lugar de enfrenta-miento, por lindes, pasos y puentes.
El abad de Sahagún veía con gran lástima cómo dos cristianos se enfrentaban y guerreaban, sin tener en cuenta que el enemigo común (los moros) estaba al acecho y que en cualquier instante podría echarse sobre ellos y destruirlos. El pobre abad iba de un lado a otro, intentando convencer a los dos bandos de la inutilidad de tanta querella. Incluso el hermano del conde y el tío del rey mediaron entre Fernán González y don Ramiro. Pero estas treguas no duraban más de quince días, y al cabo volvían las disputas y los enfrenta-mientos.
En cierta ocasión estaba Fernán González en Carrión de los Condes y supo que el rey había partido de Sahagún para pasar a Castilla. El soberbio castellano dijo que el rey pasaría a Castilla sólo sobre su cadáver y que lo esperaría en el valle del río Carrión. Allí fueron a verse los dos enemigos declarados: en medio del río estaban los dos, observándose con gesto pendenciero. El rey volvió la grupa de su caballo, en señal de desprecio hacia el conde; pero éste hizo también lo propio y, tirando de las riendas, la caballería tiró una coz y salpicó de barro al monarca leonés.
-¡Hideputa condejo! -gritó enfurecido don Ramiro de León. Si no fuera por la tregua acordada ante el abad de Sahagún, ahora mismo os cortaría la cabeza, y con la sangre de vuestro corazón teñiría las aguas de este vado.
-¡Tenéis mucha gracia, don Ramirillo! -respondió el conde. Vos venís en una mula vieja, y yo en un caballo ligero; vos traéis un sayo de seda, y yo arnés trenzado; vos traéis espada de moro, yo traigo lanza de Castilla; vos traéis cetro de rey, y yo flechas de hierro; vos traéis guantes delicados, y yo traigo los de caballero en armas; vos traéis sombrero de fiesta, yo traigo mi yelmo de batalla; vos venís con cien hombres cortesanos, yo traigo trescientos caballeros armados. Yo, señor, vengo a la guerra y vos ¿daréis un paso?
Los frailes que allí había les recordaron que estaban en tiempo de tregua y que no faltaran a su palabra. Con grandes gestos procuraban apaciguar los ánimos de los dos, mas el rey y el conde se miraban con odio y ambos tenían las manos en las empuñaduras de las espadas.
-Sea -dijo don Ramiro, cumpliré la tregua.
-Sea -dijo el conde, mas si pasáis a Castilla os rebano el cuello.
Era muy cierto que la soberbia del rey leonés le había hecho cometer una imprudencia y que había acudido a la entrevista más dispuesto para el paseo que para hablar de guerra. De modo que tuvo que retirarse humillado y dando la espalda a los soldados castellanos, los cuales no hubieran dudado un instante en echarse sobre los leoneses si Fernán González se lo hubiese ordenado. Afortunadamente para los leoneses, el rey no quiso pasar el vado y todos salvaron la vida.
Había que ver a don Ramiro cuando volvía a León: mascullaba su odio y su rencor, mas lo que le hería en el alma era la afrenta y la humillación sufrida. Por el camino se juró treinta veces matar al conde y destruir para siempre a los malnacidos castellanos.
Al poco de llegar a León, convocó las cortes. Que vinieran todos los grandes del reino sin falta. Y todos los nobles, señores, condes y caballeros acudieron de inmediato, salvo Fernán González, que se negó a pasar a tierras leonesas y afirmaba que aquellos dominios pertenecían a un extranjero y que nada tenía que hablar con el rey don Ramiro.
Llegó un mensajero a Burgos y se presentó en el palacio de Fernán González. Venía de parte del rey de León:
-Buen conde Fernán González, el rey manda que vengáis a las cortes de León. Manda decir que, si vais, os entregará Palencia y Palenzuela, las nueve villas y Carrión, Torquemada, Mormojón, Lobatón y Tordesillas. Venid, buen conde, o se os tratará como a traidor.
Echó mano a la espada el conde, mas se contuvo, y dijo:
-No tenéis culpa vos, mensajero: yo no tengo miedo al rey ni a todos los que con él están. Decidle a don Ramiro que tengo villas y castillos, y que todos aguardan mis órdenes. Las tierras de mi padre son tierras de caballeros y las que yo gané a los moros las he poblado con ricos labradores. A quien no tenía más que un buey, yo le entregaba otro; al que casa a su hija, yo le doy la dote; al que le faltan dineros, yo se los presto. Que sepa vuestro rey que los castellanos me aman y me respetan: pregúntale si sus vasallos hacen lo mismo por él. Grandes tributos nos hace pagar, pero de hoy en adelante ni un maravedí de Castilla irá a las arcas de León.
A pesar de las grandes disputas, también había períodos de paz entre leoneses y castellanos, especialmente cuando algún clérigo mediaba o cuando algún personaje de postín obligaba a firmar treguas. Pero, más que cualquier otra cosa, lo que pacificaba a Fernán González y a don Ramiro eran las incursiones moras. Cuando los sarracenos asaltaban castillos en la frontera, o cuando se internaban en los campos cristianos, o cuando asolaban poblaciones limítrofes, entonces los dos enemigos declarados olvidaban sus rencillas y sólo tenían un objetivo: vencer a los infieles.
Sucedió que los musulmanes andaban haciendo razias y batidas en las aldeas fronterizas y don Ramiro convocó cortes por ver qué se haría en aquel caso, cuántos soldados se enviarían y si era necesario que los señores acudieran también para someter al moro.
Fernán González no tuvo, en este caso, inconveniente alguno en acudir a la corte leonesa, aunque no olvidaba las ofensas y los desplantes; por su parte, tampoco olvidaba nada el monarca don Ramiro.
El conde de Castilla se pertrechó del mejor modo posible y escogió entre sus armas las de más valía, entre sus caballeros, los mejores, y entre sus damas, las más hermosas. Y marchó a León. Montaba Fernán González un corcel hermosísimo, blanco y gallardo como no se viera otro. Sus vasallos decían que dicho caballo había pertenecido a Almanzor y que el conde lo había ganado en la famosa batalla de Soria. Cuando entró en el palacio del rey, el castellano hizo que le trajeran a su azor, un ave de prodigiosas virtudes, que lucía tanto en el brazo como en el aire. Todo lo hacía Fernán González para demostrar la importancia de su persona y, por ende, la importancia de su condado: Castilla.
Cuando el rey lo vio aparecer con tanta galanura, sintió celos y envidia, y pensó que de nuevo el conde de Castilla quería hacerse valer y que con aquellos lujos pretendía igualarse al monarca legítimo. De modo que, para molestar a Fernán González y, sobre todo, para probar su fidelidad, don Ramiro le habló del siguiente modo:
-Querido Fernán González de Castilla: mucho me complace veros en esa figura tan caballeresca. A decir verdad, vuestro caballo es el más lozano y vivo que he visto en mi vida... y vuestro azor, sin duda cazará los pichones con la misma elegancia que vos cazáis moros.
-Si los deseáis, el caballo y el azor son vuestros, porque todo lo que hay en el reino de León os pertenece -contestó el conde castellano.
-¡Oh, no! -fingió el monarca. No ha de ser así: quiero comprá-roslos; poned el precio.
En estas palabras vio Fernán González la soberbia del leonés y cuánto lo humillaba delante de todos los nobles.
-Sea como queráis, señor -contestó el conde. Habéis de pagarme cien maravedís por ellos, mas si pasa un día, serán doscientos, y si pasan dos, cuatrocientos; y si pasan tres, ochocientos; y así en adelante hasta que me paguéis el caballo y el azor.
El rey aceptó el trato pero jamás estuvo en su pensamiento abonar la cantidad fijada, sino que sólo quería enojar al castellano y ofenderlo una vez más. De modo que pasó un día, y dos, y tres, y treinta, y un año, y dos, y tres... Fernán González sabía bien cuáles eran las intenciones de don Ramiro, pero él iba haciendo sus cuentas y mandó que viniera a Burgos un judío que vivía en Tordesillas, y le encargó que fuera calculando el precio del caballo y el azor, teniendo en cuenta que cada día el valor se doblaba. Al cabo de una semana, los dos animales llegaban a los 6.400 maravedís, pero ésta era poca suma para el rey de León. Cumplidas las dos semanas, el azor y el caballo valían 409.600 maravedís, pero incluso esta gran cantidad de dinero significaba poco para el rey Ramiro. Un mes había pasado desde que el rey leonés prometiera pagar lo que debía, mas Fernán González no había recibido el importe; hizo llamar al judío que llevaba las cuentas y le preguntó cuanto debía León a Castilla.
-Señor, León os debe trece mil cuatrocientos veintiún millones y setecientos setenta y dos mil ochocientos maravedís.
Pasaron los meses, y los años, y de León no llegaban noticias del pago, pero Fernán González no quiso hacer riña por ello. Sin embargo, ordenó que ningún señor de Castilla pagara tributos a León y dispuso guarniciones en las fronteras con el reino de don Ramiro.
Cuando supo esto el rey, hizo llamar al conde, el cual vino a León, pero ni quiso besar la mano del monarca, ni se hincó de rodillas ante él, como hubiera hecho cualquier vasallo.
-¡Maldito rebelde! -vociferó don Ramiro. Sois un hideputa traidor: os habéis alzado contra mí y habéis puesto guardias en las fronteras de vuestro infame condado... mis tesoreros me dicen que ha más de un mes que no me pagáis lo que se me debe y que mis recaudadores son apaleados en vuestras villas... ¿Y aún venís con esos aires y no os inclináis ante mí?
-Señor -contestó Fernán González, hace ya más de siete años que me prometisteis el pago de mi azor y mi caballo, y habéis faltado a vuestra palabra. Castilla os pagará los tributos cuando vos me paguéis lo que me debéis.
El rey hizo llamar a sus notarios, a sus secretarios, a los escribanos, a los administradores y a cuantos leguleyos había en el palacio y les dijo:
-¡Traed mis arcas! ¡Subid acá mi oro! 
-Y dirigiéndose al conde, lo amenazó: ahora os pagaré lo que os debo y después os tendré preso durante setenta días, así conoceréis cómo ha de tratarse a un rey y así sabréis quién es Ramiro de León.
Pero cuando los escribanos comenzaron a hacer cuentas, su rostro se demudaba y palidecían de terror. Los administradores miraban de reojo las arcas llenas de oro y veían que, a medida que iban sumando días y maravedíes, todos los tesoros de León no alcanzarían a pagar la deuda del azor y el caballo. Finalmente, el rey protestó:
-¡Ea, lacayos! ¿Cuánto se le debe al conde?
Los escribanos sólo habían hecho la cuenta hasta el día mil y uno: un lacayo entregó el papel al monarca:

CONTADOS MIL Y UN DÍAS,
Y FALTANDO AÚN LAS CUENTAS DE MIL QUINIENTOS CINCUENTA Y CUATRO DÍAS,
LEÓN DEBE A DON FERNÁN GONZÁLEZ LA CANTIDAD DE
12.675.060.022.823.000.000.000.000.000.000 MARAVEDÍS.

Abrumado, sorprendido, aterrado, estupefacto, el rey Ramiro dejó caer el papel a sus pies y ordenó que no siguiesen haciéndose las cuentas. Comprendió entonces que la burla del caballo y el azor le había resultado demasiado cara. Se incorporó en su trono y descendió los peldaños que le separaban del conde Fernán González. Con gesto abatido, puso su mano en el hombro del castellano y, arrepentido por sus rencores, le dijo:
-Conde Fernán González: sois ya muy poderoso y Castilla se ha levantado contra mí en justicia. Vos mismo sois justo y habéis soportado con resignación mis ofensas: Castilla os pertenece y es vuestra, que vuestra patria os colme de los honores que merecéis. De ahora en adelante, nos trataremos como iguales y acaso, con el paso de los inviernos, el castillo de vuestro pendón y el león rampante de mi bandera podrán ondear juntos de nuevo.
Así, como se ha dicho, logró Fernán González la indepen­dencia de Castilla y los súbditos del conde castellano no tuvieron que volver a pagar tributos. Cuando este impuesto vergonzoso fue abolido, los castellanos y los leoneses dejaron de mirarse con rencor y se trataron «como iguales», porque así lo dijo el rey Ramiro. Con todo, no dejó de haber alguna trifulca y alguna pendencia, pero muy pronto, tal y como dijo el monarca, los pendones de Castilla y León ondearon como una sola bandera. Durante muchos siglos la enseña del león y el castillo vio la gloria de innumerables hazañas: estuvo sobre la Alhambra y pasó el Atlántico, logró victorias en Europa y en los lejanos mares de Asia. No había lugar en el globo donde la bandera de Castilla y León no fuera respetada y temida. La impericia de monarcas extranjeros privó después a esta gloriosa nación de sus tesoros y la sumió en la más absoluta miseria.
Aún andan los castellanos y leoneses tratando de recuperar lo que les han robado y tratando de olvidar las afrentas que han sufrido: mas las antiguas banderas de Castilla y León permanecen unidas en un solo pendón y los colores púrpura y blanco de la enseña son, todavía, el orgullo de los hombres de aquellas tierras.

Fuente: Jose Calles Vales

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