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jueves, 22 de agosto de 2013

El retrato

Decía el profesor don Miguel de Unamuno a sus discípulos que sólo había una forma de eternidad y que a ésta se llegaba por medio del arte. Y es bien cierto: los grandes escultores, pintores y literatos de la Historia «no han muerto» del todo y sus obras aún siguen despertando emociones en quienes las contemplan. Fue el deseo de inmortalizarse lo que llevó a los grandes reyes, magnates y papas a retratarse, y para ello escogían los mejores pintores y escultores que había en su tiempo. Los obispos y caballeros del medievo se hacían retratar junto a Jesucristo y la Virgen María, y no había hecho de armas, rendición o asedio que no fuera plasmado en el lienzo con el fin de que los siglos venideros conocieran las glorias de aquellos hombres.
En fin, fuera vanidad o soberbia lo que impulsara a los antiguos a retratarse, lo cierto es que las galerías y los museos están poblados de cuadros desde los que hombres y mujeres parecen observarnos. Las leyendas también acuden a estas galerías y la Mona Lisa de Leonardo, o Las meninas de Velázquez, han dejado una retahíla de historias a su paso.
Pero hoy vamos a ocuparnos de un artista menos conocido: su nombre era Pietro Bartolomé y de él apenas se sabe nada fijo. Se supone que nació en Italia, acaso en Florencia o en Padua, y que vino a España a finales del siglo XVI. Trabajó, según los cronistas, en Sevilla y Valladolid, y aprendió el arte de la pintura en algunos talleres y academias. Sus maestros, al parecer, no confiaban en su destreza y decidió viajar hasta Toledo, donde esperaba encontrar mecenas y fortuna.
Comenzó, pues, a visitar a los nobles de la ciudad imperial y les ofrecía sus servicios: «Yo os pintaré, señor, de tal o cual modo, y seréis admirados en el mundo». Pero la fortuna tampoco acompañó en Toledo a nuestro Pietro Bartolomé y el artista a duras penas ganaba para comprar mendrugos de pan y berzas.
Andaba el hombre cabizbajo y triste cuando, un día al salir de misa, puso sus ojos en una dama. Creyó Pietro que se le venía toda la sangre a la cabeza: tal era la hermosura de aquella joven. Su pelo ensortijado caía como aguas sobre sus hombros; sus ojos brillaban como los luceros matutinos y sus labios, encantadores pétalos, eran, como dijo el poeta, «el nido del niño alado». Pietro se enamoró perdidamente de la joven y quiso saber su nombre y paradero. No tardó en averiguar que vivía en un palacio, junto a la catedral, y sin dudarlo más, envió cartas pidiendo a la joven que lo recibiera.
La muchacha, que tenía un carácter dulce y sencillo, recibió al artista con agrado.
-Permitid, señora -le decía Pietro, que estampe en el lienzo vuestra belleza.
La joven se negó a prestarse como modelo pues, decía, en Toledo hay muchas hermosas y no le cabía a ella tal dignidad. Pietro se enojó, porque creía que la dama le negaba este servicio por ser él un mal pintor.
No obstante, los dos jóvenes trabaron amistad y se veían regular­mente en los jardines del palacio. A cada paso, Pietro le instaba y la apremiaba para que se dejase retratar; y cuando la conversación no versaba sobre las artes pictóricas, el artista la cortejaba y le declaraba abiertamente su amor sincero. Por aquel tiempo los poetas llamaban a sus amantes de modos extraños y eran muy comunes Filis, Amaltea o Dorila. Este último nombre fue el que Pietro escogió para su dama, y le decía:
-¡Oh, Dorila! Permite que mi pobre arte te haga inmortal...
Tanto estrechó Pietro a la pobre Dorila que, finalmente, ésta accedió a ser retratada. Al día siguiente, sin pérdida de tiempo, el pintor se presentó en el palacio con carboncillos y lienzos, y así dio comienzo a su trabajo. El arte de Pietro no destacaba en las escenas religiosas, ni daba con los colores en los paisajes, ni su pericia se demostraba en los bodegones, pero tenía alguna habilidad en los retratos y, por esta razón, no dudaba que el retrato de Dorila sería aclamado por el mundo.
Pero se equivocaba. Por mucho que se esforzaba, le resultaba imposible dar con los trazos adecuados. Buscaba la perspectiva, el gesto, el alma de Dorila, pero su mano se negaba a ejecutar lo que tenía en mente. Durante muchos días estuvo Pietro intentando perfilar la hermosa figura de su amada sin conseguirlo. Su mal humor y su amargura se hacían patentes: la belleza de Dorila no se dejaba representar en el lienzo y los días pasaban sin que el cuadro se rematara.
Abatido y ensimismado, acudió a la catedral y ante el mismísimo Cristo oró fervientemente para que Dios le ayudase en la tarea.
-Quítame, Dios mío, lo que más quiera en el mundo, pero dame fuerzas para concluir el retrato de Dorila...
De este modo rezaba cada mañana. Cierto día acudió a casa de su querida decidido a intentar retratarla por última vez, jurándose que si no lo lograba, abandonaría para siempre su arte y volvería a Italia.
Pero en esta ocasión su mano cedió a la rigidez habitual y en el lienzo se plasmaron las líneas maestras de una imagen hermosísima. ¡Por fin Dorila aparecía! Su gesto, su dulzura, su alegría, el brillo de sus ojos, el encanto de sus labios... todos los colores, y las sombras y los perfiles parecían fluir como por arte de encantamiento. Pietro estaba exultante de alegría: por fin el retrato iba a concluirse y su magnífica ejecución rendiría a Dorila.
Pero por aquellos días la salud de Dorila comenzó a quebrarse. A medida que su figura se reflejaba en el lienzo, la hermosura de la dama parecía marchitarse. Un dolor en el corazón le comía las entrañas y a duras penas la joven podía prestarse como modelo. Pietro no se percataba de ello y su alegría no tenía límites.
-Mañana estará concluido el retrato -decía el pintor, sin ver el gesto dolorido de su amada.
Toda la noche estuvo trabajando en el cuadro, enajenado y glorioso: no había pincelada errada, no había rasgo inútil, todo era perfecto en su obra y la imagen de Dorila parecía viva y presta al movimiento.
A la mañana siguiente su corazón brincaba de alegría: no serían las ocho cuando corrió al palacio de su amada. Por fin había concluido el retrato. Pero un velo de sombras cubría el lugar: una comitiva fúnebre salía de la casa: la joven ama había muerto aquella misma noche y los doctores nada pudieron hacer para salvar su vida.
Comprendió entonces Pietro cuánto mal había hecho a su dama y una amargura profunda se apoderó de su alma. De este modo Dios le había arrebatado lo que más amaba en el mundo, a cambio de un capricho, de una vanidad de artista.
Se dice que Pietro abandonó Toledo aquel mismo día, aunque los cronistas no pueden asegurar si entró en un monasterio o se echó a los bosques, pues nada se supo de él a partir de aquella mañana. Es seguro que murió pronto y que la pena consumió su sangre en pocos días. Por lo que toca a su cuadro, el Retrato de Dorila pasó de mano en mano, se presentó en algunas academias, estuvo cubierto de polvo y sólo algún erudito extravagante reparó en él. En la actualidad, nada fijo se sabe de esta obra, aunque algunos afirman que el retrato anónimo que se custodia en cierta galería italiana es el mismo cuadro que pintó Pietro Bartolomé a su amada Dorila en Toledo.

Fuente: Jose Calles Vales

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