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sábado, 24 de agosto de 2013

El dragón de tres cabezas

Había una vez un próspero reino costero en el que el gra­no crecía de tal modo como si hubieran sido plantadas tres semillas en lugar de una. Los animales se multipli­caban con la misma regularidad con que la noche sigue al día, y eran fuertes y hermosos y gordos.
Pero llegó un día en que se apareció por ahí un terrible dra­gón, "negro como la noche y grande como el mar" al decir de los habitantes. Pero lo más terrorífico era que no tenía sólo una cabe­za, ¡sino tres! Y de cada una de sus bocas salía el aliento de la muerte y por su mirada podía infundir un pánico imposible de controlar.
El dragón se presentó ante el despavorido rey y le planteó una exigencia atroz: si no le era entregada la única hija de éste, arra­saría con todo el reino.
El rey cayó bajo el embrujo del terror de la mirada del dragón y accedió a sus demandas. Hizo traer a la bella princesa y la envió al pie de una verde montaña que se erguía junto a las costas del mar.
Y allí se quedó la desgraciada joven, sola, muerta de miedo y llorando por el triste final que la esperaba, mientras la tarde caía y el cielo se ponía rojo como la sangre.
De pronto, la muchacha vio que aparecía en la lejanía una fi­gura voladora que se le iba acercando. Poco a poco, fue distin­guiendo que se trataba de un joven hermoso, que llevaba arma­dura y yelmo del mismo color rojo sangriento del cielo. El jinete, montado en un bravo corcel también rojo, avanzó más aún y pi­só tierra. Lo acompañaba un perro de caza del mismo color que el caballo.
El gallardo guerrero se detuvo junto a la joven y le preguntó:
-¿Qué sucede? ¿Por qué lloras? ¿Por qué estás aquí?
La princesa se secó las lágrimas de su bello rostro y, con una voz entrecortada por la angustia, le respondió:
-Mi padre me ha enviado aquí para que sea devorada por un terrible dragón que le impuso esa exigencia. De no cumplirla, la bestia inmunda ha prometido devastar completamente el reino.
-¡Yo te defenderé del dragón! -le dijo con palabras firmes el joven guerrero.
Acto seguido, el desconocido descendió del caballo y se puso a montar guardia junto a la joven.
El tiempo pasaba y el guerrero comenzó a sentir sueño, enton­ces, se acercó a la princesa, que estaba sentada sobre la tierra, y recostó la cabeza en el regazo de ella. Entrecerró los ojos y la jo­ven comenzó a acariciarle los cabellos.
De pronto, el cielo se volvió negro como noche sin luna y las olas del mar empezaron a encresparse con furia. Y en breves mi­nutos, se desató una terrible tormenta que comenzó a azotar el mar y la tierra como si fuera el fin del mundo.
Y entonces, entre las tumultuosas olas, emergió una pata gi­gantesca cubierta de escamas y se hundió en la arena mojada; lue­go, una segunda... De entre las olas salieron a la superficie un par de cuernos y, finalmente, una cabeza aterradora, en seguida otra más y por último una tercera.
El dragón de tres cabezas, ya completamente fuera del mar, se empezó a acercar hacia la pareja. Avanzaba despacio, porque las patas se le hundían en la arena húmeda debido al considerable pe­so de su cuerpo.
La princesa, aterrada, miró sorprendida al joven que seguía durmiendo plácidamente sobre su regazo, sin parecer que lo mo­lestara ni la lluvia ni el viento ni el temblor de la tierra ni los ru­gidos de la bestia que se aproximaba.
Desesperada, ella lo despertó y, con premura, lo impuso de la situación peligrosísima en la que se hallaban. Él reaccionó y de un salto se puso de pie. Montó rápidamente sobre su brioso corcel volador y, con ánimo decidido, se aprestó al combate, inmune al terror que inspiraban la mirada de esos ojos terribles y la figura toda de esa bestia rugiente.
El dragón dio furiosas dentelladas, pero el joven, bien adheri­do a la montura de su caballo alado, las pudo esquivar hábilmen­te. El guerrero esgrimía su espada con certeza y la lucha se pro­longó durante mucho tiempo.
La princesa observaba todo, alejada del escenario del comba­te, y temblaba y sufría inmensamente ante cada acometida del dragón; y cada vez que su salvador lograba herir al monstruo, ella respiraba aliviada y aplaudía con esperanzado entusiasmo.
La batalla continuó hasta que el joven guerrero logró, de un tajo, cortar una de las cabezas del maléfico dragón. La bestia, ru­giendo de dolor y furia con las fauces de las otras dos cabezas, se retiró lentamente. El héroe puso pie en tierra y se quedó obser­vándolo hasta que su derrotado contrincante se internó en la pro­fundidad del mar.
La doncella se acercó hacia su salvador para agradecerle lo que acababa de hacer por ella, pero el joven montó sobre su rojo caballo volador, tomó altura y se perdió en la inmensidad de los cielos.
La princesa, exhausta y desconcertada por la actitud de tan valiente caballero, tomó con aprensión la cabeza sin vida, elite el dragón había abandonado en la arena, y la escondió bajo una pi­la de rocas que se encontraban al pie de la montaña verde. Y lue­go, a paso rápido, regresó a su castillo, sin ningún sentimiento de rencor hacia su padre, sino esperando ver la alegría reflejada en sus ojos y en los de toda la gente del pueblo.
Pero, en cuanto empezó a acercarse al castillo, no vio otra co­sa que el miedo en los rostros de las personas con las que se iba encontrando por el camino.
Los sirvientes, al verla llegar sana y salva, corrieron a darle la noticia a su señor.
Su padre la recibió rápidamente envuelto en un manto de pánico.
-¿Qué haces aquí, hija?
-¡Oh!, padre mío... -exclamó ella, a su vez, tendiéndole los brazos y estrechándolo contra su pecho unos instantes, para de­cir enseguida, entre lágrimas emocionadas: un joven valiente lle­gó volando de los cielos montado en un caballo de color rojo, venció al dragón y me ha salvado, padre, ¡me ha salvado!
-¿Pero qué... qué es lo que dices?
-El guerrero rojo ha cortado una de las tres cabezas del mons­truo. Y aquí estoy, contigo otra vez, padre mío, como antes... ¡Vi­va yo y a salvo tu reino!
El padre, separándose de los amantes brazos de la hija, refle­xionó un momento y luego le dijo unas palabras que ella jamás hubiera esperado escuchar:
-Eso significa que el dragón no ha muerto. Y si el guerrero que tú dices no te ha acompañado hasta aquí es porque se mar­chó para siempre. Pero el dragón volverá, y si tú no estás allí, arrasará con todo nuestro querido reino. ¡Debes regresar inme­diatamente!
-¡Pero... padre!
-Si el dragón no está muerto aún, cumplirá su amenaza. ¡Re­gresarás!
La princesa, con un nudo de hierro en la garganta, bajó la ca­beza apesadumbrada y vencida. Salió del castillo para regresar al pie de la fatídica montaña, pero esta vez, escoltada por los solda­dos del rey, que la abandonaron no bien llegaron al lugar indica­do y regresaron de inmediato al castillo.
Ya era de noche.
La princesa tenía el corazón destrozado y lloraba lágrimas de profunda amargura, porque no podía creer lo que le había hecho su propio padre.
De pronto, una brisa fresca pareció acariciarle los cabellos. Ella levantó su dulce mirada de hermosos ojos enrojecidos por el llanto y la puso en el cielo nocturno plagado de estrellas bajo la regencia absoluta de la luna. El espectáculo de ese cielo estrella­do la distrajo unos instantes de su dolor y su tragedia. En un mo­mento, le pareció que una de esas estrellas se acercaba a la Tie­rra... Y entonces, la joven deseó que en esa estrella viniera su sal­vador para rescatarla por segunda vez.
Esa luminosidad se fue acercando velozmente y, a medida que se fue aproximando a la princesa, ésta vio que, en efecto, se trata­ba del mismo joven, aunque en esta oportunidad vestía una arma­dura plateada y volaba montado sobre un caballo blanco como la leche. En su mano portaba una filosa espada en la que se refleja­ba el brillo de la diosa Luna.
El caballo se posó suavemente sobre la tierra verde, el galante caballero se bajó de su montura y acercándose a la muchacha la saludó con una reverencia:
-Hermosa princesa, ¿qué haces nuevamente aquí?
La princesa rompió a llorar, pero haciendo un esfuerzo supre­mo se sobrepuso y le explicó:
-Volví a mi castillo y le conté lo sucedido a mi padre, pero co­mo el dragón no está muerto, él teme que regrese y cumpla con su amenaza, por lo que me ha enviado nuevamente aquí para que sea devorada por la horrible bestia.
-No sufras ni llores. Ten por seguro que el dragón no te hará daño alguno.
Y sin decir más se puso a montar guardia a su lado.
El tiempo pasaba y el sueño comenzó a vencer al plateado guerrero. Recostó la cabeza en el regazo de la joven doncella y en­trecerró los ojos, mientras ésta le acariciaba los cabellos tal como lo había hecho antes.
En cuanto el hombre se quedó dormido, un manto de oscuridad total cubrió la luz de la luna y de las estrellas. El mar se embraveció y con sus olas batió con atronadora fuerza las rocas de la costa.
Pronto apareció nuevamente el dragón, pero esta vez se mos­traba mucho más furioso que la primera. El cuello de la cabeza cercenada pendía lánguido entre sus patas.
La princesa empezó a temblar de pavor y despertó al guerre­ro, que se montó rápidamente en su caballo volador y le presen­tó pelea a la bestia.
Ambos contendientes usaban todas las armas y estrategias que estaban a su alcance, pero ninguno lograba hacer mella en el otro. La doncella real seguía con angustiosa atención toda la pelea sin poder creer lo que veían sus ojos.
Finalmente el valiente guerrero logró abrir un hueco en las defensas del dragón, que lo atacaba con sus dientes, garras y co­la, y pudo cortarle una segunda cabeza de un solo tajo.
La bestia pegó un aullido estridente y en un rápido movimien­to giró y comenzó a retirarse, hasta que se internó en las encres­padas olas del mar.
La princesa corrió al encuentro de su salvador, pero éste se alejó volando y pronto se perdió en la oscuridad de la noche.
Ella tomó la segunda cabeza del dragón, la llevó al lado de la primera que había escondido y las ató entre sí por sus barbas, pa­ra volver a ocultarlas bajo las mismas rocas.
La princesa regresó al castillo de su padre. Esta vez, tan pron­to le dieron el aviso y mucho antes de que ella llegara al salón principal, el rey, sin el menor gesto de amor paternal, la intercep­tó y le ordenó:
-¡Debes regresar ya mismo!
-¡Pero... padre mío! El dragón ha perdido su segunda cabeza, no va a volver.
-Sí, lo hará, y tú debes estar allí como le he prometido. ¡Quedate a la orilla del mar y no te atrevas a regresar aquí!
La princesa fue escoltada nuevamente por los soldados del rey, que la dejaron al pie de la colina verde, frente al mar.
La inocente muchacha lloró mucho más que antes, pues la fría y tajante orden de su padre la había herido mucho más de lo que podía herirla ningún dragón del infierno.
La noche se fue retirando de a poco, dejando paso a la claridad de un nuevo amanecer. El aire se tornó más fresco y los pájaros co­menzaron a piar. Una brisa cálida le reconfortó el rostro y a la prin­cesa, que no había cesado de llorar, entrevió que un rayo de sol se acercaba hacia ella. Se secó las lágrimas con sus dos manos para ver mejor y al mirar nuevamente reconoció al joven caballero, que re­gresaba "para rescatarme -pensó ella, con alegría- ¡una vez más!". Pero en esta ocasión su bravo corcel volador era del más puro color amarillo y su armadura tenía el color verde de los campos en prima­vera. En su mano el jinete portaba una espada hecha de luz solar.
El caballo se posó suavemente en tierra y el guerrero desmon­tó y se aproximó a la muchacha.
-No temas, dulce princesa. El dragón, ahora, sólo tiene una cabeza; si se atreve a aparecer, lo mataré de una vez por todas.
La princesa sonrió y agradeció su actitud. Al rato, él se quedó dormido en su regazo mientras ella le acariciaba los cabellos.
De pronto, los pájaros se callaron y se produjo un silencio se­pulcral. La oscuridad comenzó a adueñarse de los cielos y las olas del mar comenzaron a agitarse y a romper con furia contra las ro­cas de la costa.
Entonces, por tercera vez, hizo su aparición el maléfico dra­gón. Y, a pesar de tener sólo una cabeza, parecía más poderoso y terrible aún que antes.
La princesa despertó al guerrero y éste montó velozmente su brioso caballo volador y se lanzó al ataque.
El dragón trató de derribarlo, ya desde el inicio mismo del combate, con un golpe de su cola escamada, pero falló; luego intento atraparlo con sus filosas garras, pero el caballero las eludió y, a su vez, las golpeo con el filo de su espada lumínica.
La bestia estiró su cuello y atacó con feroces dentelladas, pe­ro el impecable caballo amarillo logró esquivarlas sin dificultad.
El guerrero esperó el momento apropiado y finalmente lanzó un certero tajo con su espada de luz y cortó la tercera y última ca­beza del dragón.
Un rugido agónico barrió con la oscuridad del lugar, y a me­dida que la vida se escapaba del cuerpo de la bestia, el mar iba volviendo a su ritmo habitual. Por último, cuando el cuerpo del dragón cayó sin un solo hálito de vida, se transformó en un char­co de agua y formó un círculo en la arena de la playa.
La princesa corrió hacia su salvador, pero, tal como había su­cedido en las ocasiones anteriores, el héroe se marchó volando y pronto se perdió en los inmensos cielos celestes, confundiéndose con un rayo más de sol.
La doncella arrastró la cabeza del dragón por la costa, la ató por las barbas a las otras dos y volvió a esconderlas bajo un mon­tón de rocas.
Y regresó al castillo de su padre, quien salió inmediatamente a recibirla.
-No puedes enviarme nuevamente a morir, porque el dragón yace muerto.
-Si es como tú dices, entonces podrás mostrarme sus restos.
-Acompáñame a la costa y tus mismos ojos lo comprobarán.
La princesa, el rey, toda su corte y una gran cantidad de caba­lleros del reino partieron del castillo y pronto llegaron a las ori­llas del mar, al pie de la montaña verde donde había tenido lugar la terrible batalla.
El rey y los caballeros comprobaron que, en efecto, el dragón estaba muerto.
-Dime, hija mía -dijo el rey, ¿has visto el rostro de tu salvador?
A lo que la doncella respondió:
-No, padre, la primera vez vestía armadura y yelmo rojos co­mo la sangre. La segunda vez tenía armadura y yelmo plateados, y la última vez tenía una armadura y yelmo de color verde.
De uno en uno por vez, algunos de los caballeros de la corte le fueron diciendo al rey que habían sido ellos quienes habían da­do muerte a la terrible bestia.
La princesa escuchaba, indignada, las mentiras que llegaban a sus oídos, porque ella estaba convencida en su corazón de que ninguno de esos hombres había sido su salvador y gritaba desa­creditándolos por sobre el rugido del mar y las palabras de todos los presentes.
-Sólo aquel de vosotros que logre desatar los nudos con los que até las tres cabezas del dragón, es el que las ha cortado.
El primero de los caballeros se acercó haciendo gala de sus ar­mas y armaduras que brillaban ruidosamente al son de sus meta­les, pero no pudo desatar los nudos por más que lo intentó con todas sus fuerzas.
El segundo también dio un paso al frente haciendo gala de su porte de caballero, pero falló como el primero.
Y así fueron pasando todos los caballeros, hasta que al final ninguno pudo desatar las tres cabezas unidas del dragón.
Cuando todos y cada uno de los caballeros ya había realizado su intento apareció volando el guerrero desconocido, montado sobre su hermoso corcel. De a poco, fue descendiendo suavemen­te hasta que los cascos de su caballo se posaron sobre la arena de la playa. El bravo jinete desmontó y caminó erguido hacia el lu­gar donde se encontraban las tres cabezas anudadas del dragón. Con un rápido movimiento de sus diestras manos deshizo los nu­dos y las tres cabezas rodaron unos metros sobre la arena.
-¡Él, él es mi salvador! -gritó la princesa y empezó a correr con los brazos abiertos a su encuentro.
El héroe la recibió abriendo los suyos, a su vez, y la estrechó contra su formidable pecho al mismo tiempo que la besaba apa­sionadamente.
Entonces, los caballeros mentirosos se retiraron derrotados y el rey le dio, ahí mismo, la bendición a la feliz pareja para que se uniese enseguida en matrimonio.

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