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sábado, 17 de agosto de 2013

El bastardo

No corren buenos tiempos para el honor, la galantería y la caballerosidad. De hecho, amigo lector, ya casi se desconoce la palabra «bonhomía», que viene a designar un comportamiento leal, sincero y de palabra. Sin embargo, aún nos queda la historia y la leyenda: los caballeros medievales se regían por leyes muy severas, entre las cuales estaba, por ejemplo, la necesidad obligatoria de defender a las damas, de no tolerar las afrentas que se les hiciesen y de respetarlas en todo momento.
Hubo, por tanto, un tiempo en que los hombres se distinguían no por lo que poseían, sino por sus hechos y actitudes. En aquellas épocas remotas se sitúa la leyenda del joven Ramiro, llamado el Bastardo.
Reinaba en Navarra don Sancho el Mayor y corrían los turbulentos años del siglo XI. El rey don Sancho estaba casado con la hermosa doña Mencía, una mujer singular y de apasionado corazón. Los reyes tenían dos hijos: uno, de nombre García, era el legítimo heredero de la corona; el otro, llamado Ramiro, era fruto de una relación adúltera del rey con una noble navarra. Sin embargo, y como sucedía a menudo, el joven bastardo vivía en palacio con su padre y su madrastra. Naturalmente, no se podía esperar que doña Mencía tuviera especial cariño a Ramiro, pues no era hijo suyo y, además, era la prueba de una infidelidad. Las mujeres de aquella época, no obstante, aceptaban mal que bien esta situación, porque no les quedaba otro remedio. Don Sancho había reiterado sus disculpas a su esposa y ésta las había aceptado. Y esto era sorprendente, porque en raras ocasiones un rey se humillaba ante nadie: el trono tenía estos privilegios.
Por su parte, el bastardo Ramiro conocía muy bien su estado y sabía que en ningún caso podría acceder al trono, por ser fruto de una relación ilegítima entre el rey y una desconocida. No obstante, Ramiro fue educado en palacio y conoció todos los deberes y obligaciones de un caballero de corte.
Así estaban las cosas, y los dos muchachos crecieron sanos y fuertes, aunque, a decir verdad, don García no dejaba de sentir cierta repulsión por su hermano, al que consideraba inferior y al que ofendía siempre que tenía oportunidad. Estos desplantes los soportaba Ramiro con buen talante, porque sabía que su posición en la corte estaba marcada por su bastardía.
La ambición y la soberbia se apoderaron del corazón de don García cuando cumplió los veinte años y ya estaba tramando cómo hacerse con el trono, a pesar de que su padre aún vivía. Y más que todo, quería deshacerse de su hermano, cuya presencia ya no podía tolerar por más tiempo. Convertido en un tirano, don García humillaba a los escribanos, a los soldados y a los aldeanos, y su fama de soberbio corrió por Navarra, haciéndose cada vez más odioso a sus compatriotas.
Decidido a llegar al trono, el heredero urdió una terrible maqui­nación: comenzó a decir que su madre, doña Mencía, era una adúltera y que era necesario quemarla en la hoguera. Esto, por un lado, irritó al viejo monarca, el rey Sancho, pero sus fuerzas estaban muy menguadas y apenas podía oponerse a las conspiraciones de su hijo. Por otro lado, estos infundados rumores amargaron los días de doña Mencía, traicionada vilmente por el heredero. Don García suponía, con acierto, que estas infamias matarían de dolor a su padre y que, con suerte, su madre acabaría en un convento o en el patíbulo.
Ya se felicitaba de su argucia don García cuando, por sorpresa, apareció en escena el hijo bastardo de don Sancho. Ramiro defendió a su madrastra y, contra todos, divulgó la afrenta engañosa de don García, tachándolo de vil y ruin, de ambicioso y tirano. La opinión popular estaba de acuerdo con el heredero, porque el vulgo siempre quiere espectáculos grotescos, y los nobles estaban decididos a juzgar a doña Mencía y llevarla a la hoguera. A toda esta infecta trama se opuso don Ramiro con tesón y con valor, cosa que estuvo en trance de costarle la vida, porque el infame don García acechaba con sus esbirros en las esquinas y en las plazas, siempre dispuesto a asesinar traicioneramente a su hermano.
La corte vio la causa y no se pudo decidir si doña Mencía era adúltera o no, puesto que se esgrimieron testigos y relaciones contra­puestas. No quedó más remedio que someterlo al juicio divino. El «Juicio de Dios» era una fórmula legal muy utilizada antaño: consistía en que dos individuos de ideas opuestas luchaban para dirimir una cuestión; se suponía que Dios ayudaría al que tuviera razón, de modo que el vencedor en el Juicio de Dios era el vencedor a los ojos del pueblo.
En el caso del adulterio de doña Mencía, su propio hijo era quien acusaba y el bastardo, quien la defendía. Esta insólita situación resultaba humillante para los monarcas y don Sancho cayó enfermo y estuvo en trance de morir. Por su parte, la reina se apartó del mundo y pasaba las noches llorando su desgracia en los aposentos del palacio.
Los magistrados ordenaron, por tanto, que se hiciera un juicio de Dios y que don García, el acusador, y don Ramiro, el bastardo, defensor de doña Mencía, se batieran en torneo. Ambos debían luchar en el campo con armas de sangre y sólo uno saldría con vida de aquel encuentro, porque se habían ofendido mucho y se habían nombrado mentirosos, infames y otras cosas peores.
La justa se llevó a efecto en los alrededores del palacio y el pueblo estaba dividido: había quien, por ver una ejecución, animaba a don García; y había quien, en buen seso, defendía el honor de la reina y, por tanto, jaleaba a don Ramiro. La lucha fue feroz, los dos hermanos lucharon a muerte durante más de tres horas. Ya parecía que vencía el heredero, ya semejaba que el bastardo llevaba la victoria. La reina observaba el duelo en el estrado con gran pena y congoja, y no podía por menos de llorar viendo que uno de los dos acabaría por sucumbir: el uno era su hijo, aunque malvado; el otro era defensor, aunque representaba la vergüenza de su casa.
Agotados y heridos, los dos hermanos peleaban sin tregua: ya habían abandonado los caballos y esgrimían sus espadas con el pie en tierra. Tan fieros tajos se lanzaban que infundían terror en el vulgo. Ramiro sostenía su acero con vigor y atacaba con destreza, pero don García usaba con maña su escudo y hacía silbar en el aire el filo de su arma.
-¡Bastardo! -gritaba don García. Vuestro vil nacimiento se demuestra cuando defendéis a una ramera: ¿lucháis por una puta porque puta fue vuestra madre?
-El honor de las madres está en sus hijos -contestó el bastardo: luchad más y hablad menos, que yo defiendo a vuestra madre porque su hijo no tiene valor para hacerlo.
Y diciendo esto, lanzó una estocada tan violenta que partió en dos el escudo de don García. Este giró hacia un costado y tentó la pierna de don Ramiro, que se retiró a tiempo. Mas volviéndose con destreza, viró su espada de izquierda a derecha y la cabeza del heredero corrió ensangrentada por tierra.
Un silencio estremecedor invadió el campo, y el bastardo caminó lentamente hasta el estrado para honrar a la reina doña Mencía. La señora se despojó de su manto y cubrió con él la espalda de su defensor. Significaba esto que la reina lo tomaba como hijo, que le otorgaba sangre real y que lo convertía en legítimo heredero del trono de Navarra.
De este modo el Juicio de Dios demostró la falsedad de las acusaciones de don García y elevó a su justo puesto a un hombre que luchó por defender la inocencia de la reina.

Fuente: Jose Calles Vales

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