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sábado, 24 de agosto de 2013

El barco fantasma

En la isla de Galway vivía un pescador que tenía diez hijos. La mayor, Maureen, era una muchacha bella y trabajadora que solía salir con su padre a pescar. Cierta noche, mientras navegaban, se formó una tormenta que dio al traste con su barca. Cuando padre e hija intentaban mantenerse a flote, vieron un velero blanco que se les acercaba, pero tuvieron que saltar de su barca porque ésta hacía agua.
Cuando el padre quiso darse cuenta, el barco había desaparecido y tampoco encontró a su hija, pero tuvo fuerzas para mantenerse a flote hasta que otra barca lo recogió. En cambio, a Maureen no pudieron encontrarla ni el mar devolvió a la playa su cuerpo ahogado. El padre creyó que a su hija se la había llevado aquel misterioso velero fantasma. Y así, tanto el padre como sus restantes hijos pasaron los años sin olvidar la memoria de su querida Maureen.
Cierta noche de invierno, estando la familia reunida, alguien llamó a la puerta de su casa. Era una mujer que dijo:
-Soy Maureen, ¿no me reconocéis por los ojos y la voz?
Había cambiado; sus cabellos, largos hasta las rodillas, parecían de oro. Su traje se diría hecho de la espuma de las olas y el manto que la cubría era suave como las algas.
Les pidió un vestido sencillo y rogó a su madre que la peinara con el pelo recogido, porque de ese modo seguro que les resultaría a todos más familiar.
Entonces volvió a ser la Maureen de antes.
Maureen les contó que en el naufragio alguien la recogió desde el barco fantasma y navegaron hasta un lugar mágico donde viven las hadas. De hecho, la habían convertido en una de ellas y se había casado con su rey. Pero aunque era feliz, no había conseguido desprenderse del todo de su corazón humano y por eso había solicitado a su marido que le permitiese volver por una vez a su hogar de Galway.
Maureen pasó dos días con su familia pero después, a pesar de los requerimientos de su madre, tuvo que marcharse.
Cinco años después, estando el padre en la playa, vio acercarse a su hija en una lancha.
-He tardado tanto en volver -le explicó- porque mi esposo temía que si venía, me retuvieseis con vosotros. Por eso tienes que prome-terme que jamás lo intentarás.
El padre aceptó y Maureen y él fueron juntos al hogar. Allí les contó que era feliz e incluso tenía un hijo al que quería con toda el alma.
Sin embargo... seguía sintiendo su corazón humano y echaba de menos a su familia.
A pesar de todo, esta vez Maureen regresó al mar al día siguiente. Así se aseguró el poder regresar a tierra de vez en cuando.
Pasaron los años y un mal día murió el padre de Maureen. Cuando su madre también cayó enferma, la joven regresó a casa para acompañar a la anciana en su lecho de muerte. Maureen le rogó que, con su último aliento, pidiera a Dios para que, cuando le llegara el día, también ella pudiera morir como una mujer cristiana.
Después de morir la madre, los hermanos de Maureen se repartieron por el mundo y sólo el más joven se quedó en la cabaña del pescador. Allí continuó con el oficio, allí llevó a la mujer que fue su esposa y allí nacieron también sus hijos.
Cierta noche llamó a la puerta Maureen, aún joven y bella a pesar del paso de los años.
En cuanto se puso su traje de faena y empezó a peinarse, se obró la transformación ante los ojos atónitos de su familia: poco a poco se fue convirtiendo en una anciana y su pelo se tornó de un blanco ceniciento.
Su hermano pequeño la tomó en brazos con la certeza de que aquél era su final.
Y así, abrazada por su hermano y como buena mujer cristiana, fue a morir en su hogar y entre los suyos, como le había pedido a su madre que le rogara a Dios.

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