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sábado, 17 de agosto de 2013

Don rodrigo y la pérdida de españa

Amores trata Rodrigo...
ROMANCE TRADICIONAL

Así lo dice el romancero.
La historia de don Rodrigo es una de las más conocidas y populares, y ha sido recreada en obras de teatro y romances modernos. Los sucesos que se narran acaecieron allá por el siglo VII, poco antes de la invasión sarracena de la Península. Don Rodrigo es, según la tradición, el último rey godo y tenía su residencia en Toledo. En los palacios de la ciudad imperial residía buena parte de la corte española y sólo algunos nobles vigilaban la frontera sur, donde los moros comenzaban a aventurarse con el propósito de conquistar la antigua Hispania. Seguramente los infieles creían cuanto de España se contaba: «donde nace el oro fino, / y la plata no faltaba», como dejó escrito San Isidoro.
El conde don Julián, hombre de valor, vivía en el alcázar de Ceuta y desde allí repelía los violentísimos ataques moros. Sin embargo, el norte de África no era lugar propio para mantener a una familia, y don Julián envió a su hija a Toledo, donde las guerras y las algazaras no podrían dañarla.
En la corte toledana, a decir verdad, la vida transcurría apacible-mente y nada quebraba el sosiego de los caballeros y damas. El palacio se extendía en un vergel o jardín donde las muchachas cortesanas jugaban y bailaban durante la primavera. Entre todas ellas, la más hermosa era la hija de don Julián, llamada Florinda y a la que todos conocían con el nombre de la Cava. Era esta muchacha una joven dulce y amable, que sólo lamentaba los peligros en los que se veía su padre y siempre lo tenía presente en la memoria. Su belleza cautivaba a cuantos la veían y su galanura la hacía querida por amigas y jóvenes pajes.
No pudo don Rodrigo sustraerse a la hermosura de Florinda y, aun sabiendo que hacía mal, comenzó a cortejarla. La Cava rechazaba sus pretensiones, porque era muy niña y, además, el rey no había contado con el beneplácito del conde don Julián. En vano luchaba don Rodrigo por atraer sus miradas, pero su corazón estaba inflamado de amor y una pasión desordenada agitaba su alma. Comenzó a presentarle regalos y cortesías: un día se acercaba a su cámara y le mostraba las más raras flores del reino; al cabo, le venía con sedas escogidas entre las mejores de Arabia; en una ocasión le ofreció un collar de oro y rubíes que deslumbraba... En el palacio no se veían con buenos ojos estos alardes de riqueza y esta soberbia en la conquista de una muchacha. Aun así, de nada valieron presentes y galanterías: Florinda se negaba una y otra vez a conceder su amor al rey.
Amargado y violento, el rey se retorcía las manos y se mesaba los cabellos: ninguna dama se había resistido con tanta obstinación. Ideó entonces un malévolo plan: encerróse en una cámara apartada e hizo llamar a la hermosa muchacha bajo pretexto de tener noticias de su padre, el conde don Julián. La Cava acudió sin dilación, porque no había cosa más grata para ella que recibir nuevas de su padre, al que amaba con tierno afecto. Mas cuando la muchacha hubo entrado, el rey cerró con siete llaves la sala y allí mismo la forzó. La joven gritaba y maldecía a don Rodrigo, pero éste tenía la frente nublada y no concebía otro deseo más que el de poseer a la hermosísima Florinda.
Los días siguientes se tiñeron de amargura: la Cava se había encerrado en su cámara y pasaba las noches llorando y gimiendo. Nada la consolaba y en nada encontraba placer. Más deseaba morir que cualquier otra cosa: veíase a sí misma indigna y creía que su hermosura había tenido la culpa. Golpeábase el pecho, rasgaba sus ropas y se cortó los preciosos cabellos, en señal de luto. Por días se marchitaba su belleza, a nadie quería hablar y una profunda tristeza anidó en su corazón. Ni siquiera su mejor amiga, la joven Inés, comprendía aquel súbito cambio en el carácter de la Cava.
-Hermana mía -le decía; decidme qué os pesa... ¿os he ofendido en algún modo? ¿Dónde quedó vuestra alegría y la dulzura con que me hablabais? ¿Tendré yo la culpa?
Tanto apremió Inés a su amiga, que ésta al fin confesó cuanto le había sucedido. Con los ojos arrasados en lágrimas dijo que el rey la había deshonrado del modo más infame y que ya nunca más la Cava sería digna de llevar el blasón del conde don Julián.
Con dulces palabras Inés consoló a su amiga y le hizo ver que todo el deshonor caía sobre la corona de España, toda la infamia sobre don Rodrigo y todo el pecado sobre el alma del rey. La convenció para que escribiera a su padre, y para que le contara la grave ofensa que había recibido. Al fin accedió Florinda y, tomando recado de escribir, envió cartas al conde y en ellas derramó muchas lágrimas y lamentos, que daba pena verlo.
Toda la sangre del corazón se le subió al rostro. Don Julián ardía de ira y venganza. Cuando recibió las cartas de su hija, las abrió con gran alegría, pues la amaba tiernamente. Pero el contenido de las mismas casi le hizo perder el juicio...
-¡Maldito seáis por siempre, don Rodrigo! -gritaba mientras golpeaba con su espada cuanto hallaba a su paso. ¡Maldito seáis vos y toda vuestra estirpe! ¡Hijo de mala putaña, sobre vuestra tumba han de vivir las serpientes y los escorpiones! ¡Un hombre que tal hace, merece la perdición eterna!
No pasaron tres días y el conde don Julián ya había pergeñado su venganza: escribió cartas a los moros y en ellas les aseguraba que entregaría las llaves de España con gusto. También envió mensajeros a Sevilla, donde un siniestro clérigo llamado don Opas esperaba también la caída de don Rodrigo. De modo que todas las desgracias se acumulaban sobre el trono del rey.
Sin embargo, el monarca vivía agradablemente en Toledo: nada sabía de cuanto se le preparaba. Para continuar su infame trato a la Cava, había ordenado que la llevaran a sus aposentos y allí, una vez y otra la deshonraba sólo para su gusto, y de este modo aumentaban sus pecados y la venganza de sus enemigos. En cierta ocasión estaba el rey dormido junto a la desgraciada Florinda, y aquel día tuvo un sueño don Rodrigo: vio una tienda sostenida por trescientas cuerdas de plata. En la tienda había cien doncellas hermosísimas, engala-nadas con los más preciosos vestidos de seda y oro. Sus cabellos eran oscuros y los ojos verdes como la mar: su piel, blanquísima como nieve; y las sedas y armiños dejaban ver las dulzuras de sus cuerpos lascivos. Cincuenta de aquellas damas tañían laúdes y cítaras, y la armonía resultaba extraña y misteriosa. Las otras cincuenta cantaban y bailaban con voces dulcísimas que enamora-ban. Una de aquellas hermosas avanzó hacia el rey, envuelta en vapores de ámbar e incienso: una banda ceñida en su pecho decía que la dama se llamaba Fortuna. Traía los ojos vendados con un rico paño de oro y en sus manos una esfera universal.
-Si duermes -dijo Fortuna, despierta, rey don Rodrigo. Y verás tu destino aciago y tu desdichado final. Verás a tus caballeros desangrados y tu batalla, perdida. Tu reino, don Rodrigo, yace sepultado en las ruinas: tus ciudades, tus villas, tus castillos pertenecen a otro. El conde don Julián, padre de tu amada, te ha traicionado. Tú deshonraste a su hija y él ha jurado que te dará muerte. Tal mereces, Rodrigo, por tu desgraciada vida.
Despertó sobresaltado el rey y vio con extremo dolor a la Cava, que lloraba a su lado. Grandes voces se oían en palacio y el monarca salió por ver a qué se debía tanto alboroto. Ahora lo supo: el conde don Julián arrasaba Ceuta y, de la mano de los moros, pasaba a tierras cristianas asolando fortalezas y quemando cuanto hallaba a su paso. Don Rodrigo aprestó sus ejércitos y salió al encuentro de sus enemigos.
Las batallas fueron terribles y la sangre derramada anegaba los campos y los valles. Siete encuentros tuvieron moros y cristianos, y en los siete las huestes de don Rodrigo fueron derrotadas. La carnicería asombraba a los aldeanos, que se refugiaban en las cuevas de las montañas. Por todos lugares se encontraban los restos de los valerosos godos, heridos de muerte o comidos por los perros. Don Julián y sus vasallos eran los más fieros e incluso a los mismos sarracenos asombraba su sangrienta venganza. La octava batalla tuvo lugar en el sitio de Guadalete, en el año 711. Los soldados de Tariq ben Ziyad y don Julián atacaron con violencia singular y los ejércitos de don Rodrigo se vieron abocados a una muerte implacable: por el campo se veían hombres cansados, con los escudos abollados y las lanzas rotas; los rostros, tintos de sangre, imploraban piedad al sarraceno, y éstos no dudaban en degollarlos sin compasión. Ningún capitán salvó su vida, ningún estandarte ni pendón quedó a salvo...
Desde un otero, el perverso rey veía el espectáculo vergonzoso de su derrota y allí se lamentó con estas palabras:
-Ayer era rey de España... hoy, no lo soy de una villa.
Volvió riendas y dio por perdido su reino. Solo, triste y amargado vagó por esos caminos de Dios, pidiendo la muerte y fustigándose el cuerpo a puñaladas. Ahora comprendía todo el mal que había hecho y cuánto lo merecía. Ahora comprendía los augurios y los sueños, y no hubiera dado un maravedí por su alma. La vergüenza le comía el corazón y no se atrevía a entrar en ciudades o villas: rodeaba por collados, se internaba en los bosques y espesuras, subía a las montañas, pero en ningún lugar hallaba sosiego para su corazón perdido.
En una ocasión don Rodrigo topó con un pastor y le pidió asilo en una choza, pues estaba tan cansado que apenas podía sostenerse sobre los estribos. Pero el pastor le negó con la cabeza: en ningún lugar hallaría donde dormir, porque aquellas tierras estaban desoladas y los cristianos, que esperaban la llegada de los moros, habían huido hacia el norte, quemando sus posesiones y llevándose con ellos a los sirvientes y ganados.
-Sólo queda, si gustáis, una ermita pobre, en lo bajo de aquel valle. Un monje la cuida, que él no ha querido marchar.
Don Rodrigo se vio obligado a comer un mendrugo de pan negro con aquel pastor y el infame más lloraba por los placeres que había perdido que por la desgracia de su reino. El monarca ni siquiera tenía con qué pagar el pan rancio del pastor, y con gran pesar tuvo que desprenderse de una cadena de oro y de un anillo.
Llegada la noche, el rey llegó a la ermita. Aquel lugar solitario y pobre le ablandó el corazón y los arrepentimientos comenzaron a morderle la garganta. Así, se arrodilló ante la santa imagen de Cristo y comenzó a orar. Muy fuertes golpes se daba en el pecho y, arrepentido, pedía a Dios que le quitara la vida.
En esto, llegó el ermitaño y le ofreció un jergón donde dormir y un mendrugo de pan negro para comer. Al borde del fuego, don Rodrigo se confesó y contó al viejo fraile todos los males que había hecho y cuán infame había sido su conducta. El eremita lo consoló y rogó a Dios por su alma de perdición.
-Ved, santo ermitaño -dijo el rey, si podéis imponerme una penitencia con la que pueda salvarme y reparar todo el mal que he hecho.
El pobre monje advirtió que él era poco letrado y que no tenía autoridad para impartir justicia a los reyes. No obstante, como don Rodrigo lo apremió, el ermitaño dijo que reflexionaría durante la noche y que, a la mañana siguiente, le daría una respuesta.
Esta misma noche el fraile tuvo un sueño y, en él, Dios le hizo saber la penitencia que debía imponerle al lujurioso monarca. Quiso el Señor que don Rodrigo purgara su pecado de modo singular: que se metiera vivo en una tumba, con serpientes y escorpiones, y que allí se estuviera hasta que las alimañas hubieran muerto.
Viendo el rey que era mandato divino, también pensó que con tal penitencia salvaría su cuerpo y su alma, y no dudó en aceptar la penitencia. Cuando hubo cavado la fosa, se introdujo en ella y el fraile echó allí un cesto de serpientes y escorpiones. Después, cubrió la tumba con una pesada lápida y allí quedó encerrado don Rodrigo.
Pasaban los días y el fraile iba cada mañana a preguntar al monarca: «¿Cómo os va, buen rey? ¿Vaos bien con la compañía?». Don Rodrigo respondía que, por el momento, las alimañas no lo habían tocado, y con gran ánimo se esforzaba en pensar que saldría de aquella penitencia con bien. El ermitaño rogaba por su alma y pedía a Dios que lo absolviese y que acabara aquel tormento, del cual a duras penas podría sobrevivir. Pero Dios no volvió a revelar su palabra.
Más de siete noches pasaron, y el rey perdía su brío. Al cabo de la octava luna, las serpientes mordieron a don Rodrigo allí donde estaba su pecado, y comenzaron a comerle las entrañas. Grandes alaridos daba y el pobre fraile tenía que alejarse de la ermita para no escuchar los lamentos del penitente. Sentía por él gran compasión, pero así había querido Dios que acabara sus días el hombre que entregó España en manos de los sarracenos. Al cabo, don Rodrigo murió y cuando el ermitaño levantó la lápida sólo pudo ver los huesos negros y la calavera del monarca, que había sido comido por las alimañas, confirmando la maldición del conde don Julián, padre de la hermosa Florinda.

Se dice, también, que don Rodrigo había presentido esta tragedia algunos años antes de su muerte, cuando visitó la famosa cueva de Hércules en Toledo. Se decía que el mismo Hércules, en sus andanzas tras los Geríones, había fundado la ciudad sobre el Tajo y que había escondido grandes tesoros en una misteriosa gruta. Al parecer, el héroe hizo grabar en la entrada del pasadizo una terrible inscripción:

CAIGA SOBRE TU CABEZA LA DESDICHA.

De este modo Hércules advertía de las penurias que acontecerían al que osara traspasar las puertas de la cueva.
Durante muchos siglos nadie se atrevió a cruzar el umbral de aquellos pasadizos, pero don Rodrigo era ambicioso y quiso poseer las inmensas riquezas del héroe griego. Era común que todos los reyes de Hispania, cuando llegaban al trono, hicieran colocar un candado nuevo a las puertas de la cueva, con el fin de perpetuar la tradición y preservar los tesoros de Hércules. Sin embargo, don Rodrigo hizo todo lo contrario: mandó que se quebraran todas las cadenas y que se rompieran todas las cerraduras.
Así, el rey pudo entrar en aquel misterioso recinto. Pero no encontró los tesoros que esperaba: sólo había un tapiz, guardado en paños de lino y oro. Cuando desenvolvieron la tela, el rey pudo observar una escena de guerra, trabajada al estilo antiguo. Se veían guerreros envueltos en sangrienta lid: unos llevaban turbantes y armas parecidas a las que utilizaban los sarracenos; los otros vestían al estilo cristiano. Sobre un otero, un rey admiraba la contienda y a los pies de su caballo había culebras y escorpiones.
Pero don Rodrigo no dio más importancia a aquel hallazgo e hizo derruir la cueva, olvidándose de ello hasta que la desgracia que se anunciaba en la entrada se ciñó sobre sus sienes.
Del conde don Julián se supo que la amargura anidó en su corazón cuando comprendió que había entregado su patria a los infieles. La pena por su hija también consumió su existencia del modo más lamentable: la pobre Florinda no pudo soportar su vida y se arrojó al Tajo, donde pereció ahogada. El conde huyó hacia el norte y nada quiso saber de los sarracenos, pero éstos lo encontraron en tierras de Aragón y le dieron una muerte terrible, cortándole los miembros y esparciéndolo por los caminos, donde los cuervos y los lobos se lo comieron.

Fuente: Jose Calles Vales

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