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viernes, 3 de mayo de 2013

La calle del hombre de piedra

Los caballeros de Sevilla decían que el Mateo era un fanfarrón, un bravucón de mucho pico y poca espada. Las damas, por el contrario, adoraban su porte gallardo y la galantería con que las trataba. Se decía que había seducido a trescientas mujeres sevillanas y que estaba muy avezado en el arte de escapar por los balcones. En una ocasión, Mateo fue perseguido por un marido celoso hasta una taberna del barrio de Santa Cruz. El hombre cornudo pudo seguirlo porque el amante de su mujer iba dejando un rastro de pétalos de geranio por las calles de Sevilla: las flores se le habían quedado prendidas en su capa al saltar por la ventana... pero este desgraciado nunca llegó a encontrarlo y no pudo vengarse de su infamia.
Otras muchas cosas se dicen de este Mateo, llamado por algunos el Rubio. Por ejemplo, según aseguran algunos sevillanos, este donjuán había pasado a América, donde había hecho fortuna con las minas de oro y, por esta razón, se le llamaba Rubio, por el color del oro. Los más entendidos afirman que en cierta ocasión entró en el palacio de los duques de V*** en busca de la joven Elisenda, pero cuando Mateo y la muchacha estaban trabando razones amorosas entró en la alcoba la hermana de la doncella, Elisa, y los sorprendió. Ni corto ni perezoso, Mateo dijo a la intrusa: «Si os quedáis, os contaré lo que decía a vuestra hermana». Y cuando estaba con ambas, vino la hermana mayor, que se llamaba Elvira, pero Mateo le dijo: «Si os quedáis, os contaré lo que decía a vuestras hermanas». Y así lo hizo. Mas, cuando trataba a las tres doncellas, llegó la duquesa, y sorprendió a los cuatro. ¿Qué diréis que dijo Mateo? «Pasad, noble marquesa, que yo os contaré lo que decía a vuestras hijas.» Y en aquel palacio pasó Mateo siete días con sus siete noches, aprovechando que el duque de V*** estaba en la guerra de Flandes.
Pero Mateo no es recordado en la ciudad de Sevilla por sus hazañas amorosas, sino por su impiedad. Su altanería y su soberbia le habían llevado a renegar de Dios, y con frecuencia solía decir que siempre tendría tiempo para arrepentirse:
-¿No dicen los clérigos que con arrepentirse en el último instante Dios nos perdonará? Pues sea, que aún tengo tiempo para gozar de la vida.
Cierto día estaba nuestro bravucón en una taberna con otros amigos suyos, hablando de estas cuestiones o de otras parecidas, cuando sonó la campanilla de un viático. Era costumbre (y ordenanza real) que todos los transeúntes se quitaran el sombrero y se arrodillaran al paso de un viático o procesión de extremaunción. Los guardias tenían orden de arrestar a quien no cumpliera este precepto, propio de gentes piadosas que ven pasar a un sacerdote con los instrumentos del último sacramento.
Todos en la taberna se levantaron con la intención de salir a la calle y cumplir las órdenes reales y, al fin, era muy humano honrar al moribundo que iba a ser asistido en su último instante. Todos, como decimos, salieron a la calle con ánimo contrito, pero Mateo refunfuñó:
-¡Dita sea! ¡Otro muerto al hoyo! ¡Pues yo no me quitaré el sombrero, que ahí enfrente vive una mocita bien galana que quiero enamorar y si me destoco no luciré estas plumas tan hermosas que he mercado esta mañana! ¡Ni me arrodillaré, que hoy mismo he comprado estas medias de a nueve reales y no quiero que se me embarren!
Pasaba la comitiva fúnebre y todos los paseantes se arrodillaron como convenía, excepto Mateo el Rubio, que se puso de jarras en medio de la concurrencia y se envaneció de su soberbia. Entonces se abrió el cielo y pareció que la tierra se partía en dos: un rayo fulgurante cruzó las etéreas salas (como dijo el poeta) y fue a caer en la frente de Mateo, que se convirtió en pura piedra. El barro cedió a sus pies rocosos y se fue hundiendo en el lodazal hasta medio cuerpo. Y allí se quedó para siempre, sin arrepentimiento y condenado eternamente a las llamas del infierno.
Desde entonces, la calle del Buen Rostro (entre Santa Clara y Jesús del Gran Poder) se llamó la calle del Hombre de Piedra. Y quien pase por allí aún podrá observar una piedra: si abre bien los ojos descubrirá los rasgos de un hombre con el gesto asombrado y aterrorizado. Pues bien, el hombre al que está mirando es Mateo, el Rubio.

Fuente: Jose Calles Vales

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