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viernes, 3 de mayo de 2013

Eldorado y las siete ciudades de cíbola

Corrían los primeros años del siglo XVI en América y en Quito se teme la pronta llegada de los españoles, con don Sebastián de Benalcázar al frente de las tropas invasoras.
Efectivamente, cerca de la montaña llamada Cotacachi, las tropas cristianas descansan en su imparable avance. Algunos soldados sienten náuseas y desvanecimientos, y tratan de despabilarse refrescándose en las heladas aguas que bajan de las cumbres. Otros, más acostumbrados a las tremendas alturas de aquellas tierras, se entretienen en la conversación, en el juego de dados, o bajan a las aldeas en busca de mujeres.
En el campamento podemos ver a dos hombres que cuchichean a espaldas de los demás. Uno, el más joven, mira con ojos como platos a su contertulio, más viejo y experimentado.
-Don Sebastián quiere llegar a Quito -dice el veterano; pero más nos valdría ir hacia occidente, donde dicen que las esmeraldas pueden cogerse a puñados sobre la tierra.
-¿Será posible? -preguntó el joven, imaginándose aquel territorio maravilloso.
-Y tan posible, muchacho. Has de saber que en estas tierras hay tantas riquezas que cuando volvamos a España podríamos comprarnos Toledo, o Sevilla, y aún tendríamos suficiente oro para tomar otras villas más pequeñas.
-¿Sí?
-Y tanto que sí -contestó el viejo soldado. Y si me prometes no decírselo a nadie, te contaré algo maravilloso.
-¡Cuéntamelo! -susurró el mozo.
-Pues tengo un amigo que me ha dicho que una vez encontró a un indio de Boyaca, y que éste le contó que había en el norte un lugar llamado Guatavitá. Y que cerca de esta aldea hay un lago sagrado para los indios. Resulta (escúchame bien) que esos salvajes tienen la costumbre de enterrar a sus muertos en ese lago: los colocan en balsas, o en canoas, o en esas piraguas que utilizan, y cargan el barco con muchas joyas, con esmeraldas, rubíes, perlas, oro y plata. Y cuando está en el centro del lago, le lanzan flechas y lanzas con fuego, la balsa se incendia y se hunde en el lago con todos los tesoros. ¿Qué te parece?
-Increíble.
-Pues no has oído nada. El indio este que conoció mi amigo hablaba de una ceremonia de lo más interesante. Resulta que, una vez al año, los salvajes celebran una fiesta suya particular, de ésas en las que bailan y adoran al sol, ya sabes. Al parecer, colocan en una balsa todo tipo de tesoros: coronas, diademas, botones, brazaletes, vasijas, telas preciosas y cofres llenos de oro. Y esto es la ofrenda a su dios. Después, el sumo sacerdote se desnuda delante de todos y se embadurna con resina. Entonces, los hechiceros utilizan unas cañas para soplar sobre él polvo de oro, hasta que el sacerdote está cubierto de oro por todo su cuerpo. Dicen que tienen arcones enteros llenos de polvo de oro, y que no les importa que se les derrame o se les caiga. El caso es que el sacerdote cubierto de oro, que se llama el Dorado, se sube a la balsa con todos los presentes y ofrendas para su dios; y cuando llega al centro del lago, comienza a cantar y a danzar sobre la balsa, al tiempo que arroja todos aquellos objetos maravillosos al fondo del lago. Finalmente, el mismo sacerdote se sumerge en las aguas y sobre las ondas queda como un sol brillante de oro que va desapareciendo a medida que se hunde en la laguna.
El veterano se rascó la cabellera y, finalmente, dijo:
-Imagínate los tesoros que pueden encontrarse en esa charca con sólo una zambullida. Es muy probable que yo no vaya a Quito, sino que me una a otros amigos míos y vayamos en busca de ese lago en el que se apilan miles y miles y miles de lingotes de oro.
-¡Dejadme ir con vosotros! -exclamó el muchacho.

De este modo se propagaba la leyenda del Hombre Dorado, que terminó siendo El Dorado, o Eldorado. El lugar preciso no se conoció nunca, aunque en ocasiones se situó en las riberas del río Napo, o en las cumbres del Chimborazo, al sur de Quito. Con más frecuencia se hablaba de Eldorado refiriéndose a Los Llanos y Arauca, o simple-mente se emplazaba en las selvas del Gran Río Amazonas.
En realidad toda América era un Eldorado para los europeos: allí encontraban todas las riquezas que podían soñar, aunque, cierta-mente, no con la facilidad que imaginaron. Los españoles llegaban a América pensando en Jauja y así continuaron hasta bien entrado el siglo XX. Desde Pizarro y Jiménez de Quesada, hasta los modernos «indianos» del siglo XIX, los españoles han entendido América como un lugar donde un hombre puede enriquecerse con cierta comodidad. Por supuesto, en raras ocasiones se han ocupado de los nativos americanos y ya no se puede esperar que se ocupen nunca. Así, el Nuevo Mundo ha sido, y sigue siendo, el territorio del expolio, de la avaricia, de la esquilmación, del latrocinio y de la ignominia.
La pertinaz idea de que en América existen lugares donde el oro brota como el agua de las fuentes sugirió otra leyenda, que algunos autores remontan hasta la más primitiva Edad Media hispánica: es la historia de las Siete Ciudades de Cíbola o Cibola.
Sucedió a principios del siglo VIII: los guerreros de la media luna vencieron en la batalla de Guadalete a las tropas cristianas y en Hispania se presentía una invasión cruel y despiadada. Por aquel tiempo vivían siete monjes en un monasterio cercano a Santiago do Cacem. (En algunos lugares se afirma que se trataba de los siete obispos de Portugal.) Viendo que los ejércitos moros teñían la intención de conquistar toda la Península, los siete monjes recogieron los tesoros de su monasterio y se echaron a la mar.
Después de mucho tiempo vagando por esos mares de Dios, llegaron a una tierra incógnita. Y no sabiendo dónde estaban y a qué lugar dirigirse, partieron el tesoro en siete partes y cada uno marchó por donde mejor le convino. Cada cual se asentó en un lugar, porque todos eran buenos, y fértiles, y había riquezas sin cuento. Y de este modo se fundaron las siete ciudades de Cíbola, llamadas así porque en aquel territorio había cíbolos o bisontes.
Pasaron los siglos y el mundo olvidó a los siete monjes. Estos, sin embargo, levantaron ciudades hermosísimas con iglesias y catedrales muy trabajadas; aunque, finalmente, los monjes murieron y los habitantes de aquellas lejanas tierras dejaron el culto del Señor y se entregaron al lujo y al placer.
Al parecer, había edificios suntuosos, levantados sobre las antiguas y derruidas capillas de los siete monjes. Su esplendor era tal, que las fachadas estaban construidas con turquesas, esmeraldas, rubíes, oro y piedras jaspeadas. Los palacios eran amplios y llenos de columnas; grandes cortinajes con cordones de oro pendían de las ventanas y en los corredores y galerías había candelabros de oro, con forma de serpiente. Los templos eran como torres escalonadas, y había grandes salas de sacrificios en su interior. En lo alto de estas torres, que se llaman teocallis, ardía noche y día la llama sagrada, ofrecida al dios Sol y a la diosa Luna. En cada una de las siete ciudades había un teocalli o pirámide principal, en la cual había un pozo profundísimo: cada solsticio se escogían cuarenta doncellas que se arrojaban al pozo para calmar la furia del dios del Fuego. Las casas de los ciudadanos estaban pintadas en colores azules, y verdes, y tenían rostros maravillosos coloreados sobre las puertas y las ventanas. Las calles estaban dispuestas con orden y gusto, y en los mercados podíanse ver los más variados frutos, verduras, legumbres, carnes, pescados, panes y especias muy variadas.
Las Siete Ciudades de Cíbola solían guerrear con los imperios de Marata, Acús y Totonteac, situados al norte.

Es posible que los indígenas americanos, ya desde la conquista de la isla de Cuba, aprendieran a engañar a los españoles con historias fantásticas e inverosímiles. La ambición, la avaricia, el deseo incontenible de poseer oro, convertía a los cristianos en unos peleles, que podían ser dominados al estilo de la fábula del asno y la zanahoria. Por esta razón, los indios de todas las comarcas solían hablar de lugares situados más allá, más allá... Seguramente los habitantes de aquellas tierras comprendieron muy pronto que el único medio de librarse de las matanzas y los crímenes de los españoles era emponzoñarles el alma con la ambición de oro.
Aparte de la extraordinaria leyenda de los monjes u obispos de Portugal, se sabe que los aztecas hicieron correr el rumor de la existencia de ciudades portentosas al norte del río Grande: eran las Siete Ciudades de Cíbola o Tzíbola. En realidad, aquel rumor contenía, a su vez, una tradición autóctona, según la cual los nahuas debían su origen a las siete tribus originarias, fundadas en el actual Nuevo México, en lo que los habitantes de México llaman las Siete Cuevas Sagradas.
La mixtificación de todas las tradiciones, unida a la imaginación calenturienta de los españoles, logró que aquellos conquistadores hicieran locuras con el fin de explotar las riquezas del territorio. Las expediciones se sucedieron durante todo el siglo XVI y dejaron para la Historia muchas hazañas heroicas y, también, muchas tragedias: los nombres de Cabeza de Vaca, Marcos de Niza, Francisco Vázquez Coronado o Juan de Oñate van unidos a esta búsqueda alocada de los tesoros de Cíbola.
Francisco Pizarro, el implacable conquistador español, cayó también en las redes de estas fantasías de ambición: se le dijo que al noreste de la ciudad de Quito existía un país donde abundaba la canela, una especia apreciadísima en Europa. En su febril avaricia, Pizarro encabezó una expedición hacia aquellos parajes agrestes, a principios del año 1541. De este modo, los españoles se internaron en las torrenteras y selvas amazónicas, y allí murieron prácticamente todos. Orellana, uno de los valientes capitanes de Pizarro, jamás regresó de aquella locura.

Fuente: Jose Calles Vales

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