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viernes, 3 de mayo de 2013

El huevo

En una taberna de Lisboa, según cuentan, se habían reunido varios capitanes y almirantes de navíos. Es en esa parte de la hermosa ciudad lusitana llamada Alfama, cuyas calles angostas y empinadas huelen a fritanga de sardina, a berzas cocidas y a vino de saldo. En aquella época era lugar de reunión de gentes marinas y en las posadas y figones podían verse algunos rostros conocidos por su valor en la mar.
Por esos años Portugal había emprendido varias expediciones, pero su máximo interés radicaba en las costas africanas y sólo a duras penas se internaban en el Océano Atlántico, porque era un piélago peligrosísimo y monstruoso. Llegaron, eso sí, hasta las Islas Azores y allí tenían algunas casas de pescadores y algunos cultivos.
El reino de Castilla, por su parte, apenas podía embarcarse en aventuras arriesgadas: la mayor parte del tesoro se dedicaba a sufragar los gastos de la Reconquista, porque Granada aún estaba en posesión de los moros y la única intención de Isabel de Castilla era expulsar a los musulmanes de la Península.
En la famosa taberna de la Alfama estaban algunos caballeros principales y cada cual contaba al por menor las hazañas que habían vivido en sus carabelas y naos. Gon~alves, por ejemplo, contaba que había descubierto en Mauritania una tribu de ojos azules como los teutones y que había sido maravilloso verlos caminar por el desierto en sus camellos, cubiertos con túnicas azules como el cielo. Da Pinto, un marinero del sur, añadía que en las Azores se estaban construyendo unas embarcaciones poderosísimas, capaces de arrastrar ballenas y cetáceos inmensos. Otro marinero malencarado afirmaba haber degollado a cuarenta turcos él solo y que había regresado a Lisboa con un cargamento de oro. Sin embargo, a pesar de sus riquezas, volvía a la mar porque no había cosa que le hiciera más provecho a su salud.
Las fanfarronerías, teñidas de verdades y mentiras, suelen oírse en estas tabernas portuarias. Allí estaba, según cuenta la tradición, un joven capitán de navío, llamado Cristóbal. Como era de natural taciturno, apenas hablaba y sus compañeros quisieron saber en qué andaba y cuáles eran sus proyectos. El joven Cristóbal afirmó que había estado en tratos con la reina Isabel de Castilla y que, tras numerosos intentos y fracasos, había logrado que la monarquía española sufragase los gastos de una expedición arriesgadísima.
-¿Y dónde irás? -le preguntaron.
-A las Indias.
-¿A las Indias? -inquirió Da Pinto. Poco tiene de maravilloso ese viaje, pues muchos de nuestros compatriotas ya han cruzado el Cabo de Buena Esperanza...
-Sí -afirmó Cristóbal, pero yo acortaré el viaje yendo a través del Atlántico.
Los gestos de asombro se reflejaron en aquellos rostros curtidos por el salitre: todos comenzaron a vociferar y a dar palmadas, como si las palabras de Cristóbal fueran indicios de una locura o sinrazón. Afirmaban que al final del Océano había una cascada inmensa llena de monstruos y que los barcos se despeñarían allí y que todos los marineros, incluido Cristóbal, morirían. Otros, más avisados, asegu-raban que la expedición de su amigo fracasaría sin duda porque, para llegar a las Indias, no había más camino que el Cabo de Buena Esperanza.
-¡Ea, Cristóbal! -dijo un marinero anciano. Para que pudieras llegar a las Indias navegando hacia occidente, ¡la Tierra debería ser redonda! Ho, ho, ho... ¡No he oído otra cosa más divertida en mi vida!
-¡Sí! -dijo riéndose Gonçalves. Y si fuera redonda... ¡los moros se caerían hacia los lados! ¡Ja, ja, ja!
-¡Y el agua se derramaría! -vociferó otro, mientras se desternillaba de risa.
-¡Sí, sí! -exclamó Da Pinto, burlándose del joven capitán. ¡La Tierra es redonda como una pelota!
-Redonda como un huevo -dijo Cristóbal enojado por tantas risas.
Los marineros callaron y todos pensaron que aquel muchacho había perdido el juicio y que se arriesgaba a que lo excomulgaran o lo condenaran a la hoguera, porque en aquellos tiempos las palabras de Cristóbal eran tanto como una herejía. Gonçalves tomó un huevo de la cesta que había sobre la mesa y lo colocó en un plato: el huevo comenzó a rodar de un lado para otro, sin rumbo fijo. Así quería demostrar que la Tierra no podría sostenerse y que la argumentación de Cristóbal carecía de sentido. Sin embargo, el joven capitán tomó el huevo en su mano y lo agitó con fuerza, de manera que la película de grasa que rodea la yema se rompiera: después lo colocó sobre el plato por la parte más ancha y el huevo quedó inmóvil. De este modo enseñó que una esfera podía sostenerse por sí misma, y que así estaba la Tierra suspendida en el espacio. Del mismo modo, siendo la Tierra redonda, podría llegar a las Indias dando la vuelta al globo.
Esta anécdota, que algunos autores sitúan en otros lugares y circunstancias, dio origen a la expresión «el huevo de Colón», que se emplea para describir acciones o ideas que son en apariencia difíciles, pero finalmente se resuelven con ingenio.
Cristóbal Colón creyó realmente que las tierras descubiertas por él en 1492 eran las Indias, es decir: Asia. Sin embargo, pronto se conoció que el paraíso encontrado al otro lado del Atlántico era un nuevo continente, maravilloso y fértil, y en el cual se sucederían las aventuras, las leyendas y las historias inverosímiles durante los siglos siguientes.

Fuente: Jose Calles Vales

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