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jueves, 25 de abril de 2013

Santa marta y la tarasca

Cuenta la leyenda que Marta, su hermana María y su herma­no Lázaro -el amigo de Jesús a quien Él resucitó- tuvieron que huir de su tierra luego de la crucifixión del Hijo de Dios.
Durante muchos días viajaron sufriendo toda clase de vicisi­tudes, hasta que arribaron a una región llamada Provenza, al sur de la actual Francia.
En una de las aldeas provenzales llamada Tarascón se detuvie­ron a descansar un rato bajo unos árboles. Y cuando ya se dispo­nían a continuar el viaje, vieron venir corriendo hacia ellos a unos aldeanos que, casi sin saludarlos, les dijeron que no siguieran avanzando hacia el río Ródano, pues una terrible dragona habita­ba en sus orillas.
-Es un engendro de los infiernos que siembra el terror en to­da la región.
Pronto las gentes comenzaron a juntarse y a aportar más da­tos cruciales:
-Mata a todo aquel que transita el camino que une Arlés con Aviñón.
-¡Los devora vivos!
-O los agarra con sus dientes por una pierna o un brazo y los ahoga en las aguas del Ródano hasta que sus cuerpos se pudren y recién en ese momento se los come.  
-"La Tarasca", así se llama la dragona: "¡la Tarasca!"[1].   
-Hasta hace poco sólo ella misma se proveía de víctimas para alimentarse... ¡Pero ahora ha empezado a exigirnos a nosotros que se las sirvamos en la puerta de su cueva!
-¡Sí, es horrible! Ahora exige sacrificios humanos: todos los días una persona joven, hombre o mujer, le debe ser entregada pa­ra que la devore viva...
-¡Y si no cumplimos nos ha amenazado con venir a instalar­se en la plaza principal hasta devorarnos a uno por uno, desde los más viejos hasta los recién nacidos!
-Y no sólo a los pobladores de Tarascón, sino a todos los de los alrededores. ¡Estamos muertos de miedo y casi no nos atreve­mos a salir de nuestras casas!
Y tanto pero tanto se siguieron quejando de la dragona los ate­rrados pobladores de ese pequeño lugar de Provenza, que Marta se conmovió y se hizo el firme propósito de ir a enfrentarse con esa bestia.
Por lo tanto, una vez instalados los tres hermanos en una po­sada -convencidos de la inconveniencia de proseguir viaje, y cuando ya María y Lázaro se habían ido a descansar de tan fatigo­sas jornadas y también el posadero y su familia se encontraban durmiendo, ella salió sola, sin hacer ruido ni encender vela algu­na, y se dirigió hacia el paraje donde habían dicho que moraba la dragona.
Marta marchaba con la decidida intención de acabar con el cruel reinado de esta criatura infernal y con una única arma: su fe.
Alumbrado el trayecto por la intensa luminosidad de la luna llena, ella iba rezando en silencio, mientras su puño derecho en­cerraba un objeto y lo mantenía apretado contra su pecho.
Y la santa y valiente mujer llegó, al fin, hasta las orillas del Ró­dano, de cuyas aguas ondulantes parecían emerger puntas de cris­tales de luna. Se detuvo a respirar profundamente y luego giró la cabeza hacia la izquierda. A pocos metros de donde se hallaba vio una gran caverna excavada en un roquedal y no dudó de que se trataba del habitáculo del monstruo. Entonces se acercó a la en­trada, con precaución, y de a poco se fue internando en la opresi­va oscuridad de la caverna, teniendo sólo al Divino Maestro como guía y luz.
Luego de avanzar unos pasos vio que un rayo lunar atravesa­ba una grieta del techo de piedra. Bajo el haz luminoso y polvo­riento que se producía en medio de la negrura, Marta descubrió a la criatura más monstruosa que jamás había visto en la vigilia ni en la pesadilla más atroz de su vida.
El cuerpo era semiesférico, plagado de lacerantes puntas, y es­taba cubierto por un caparazón escamoso y duro, que remataba en una cresta de aguzadas agujas. Su cabeza parecía la de una per­sona, aunque deformada por su gigantesca boca de la que surgían docenas de aterradores colmillos.
La bestia se hallaba devorando los restos de una víctima de su crueldad. Por el estado de putrefacción de esa carne hinchada y violácea Marta supuso que sería el cadáver de algún despreveni­do viajero a quien la Tarasca habría sorprendido y luego ahogado en las aguas hasta su descomposición, tal como habían contado los aldeanos que le apetecía hacer, para luego engullírselo.
La Tarasca, antes de descubrir la figura de la intrusa, la olfa­teó. De inmediato, dejó de comer y levantó la cabeza para enfocar sus ojos hacia la procedencia de ese -para ella- siempre exquisi­to y tentador olor de humanos vivos. Y acostumbrada a ver en la oscuridad, la descubrió, menuda e inerme, parada en el medio de la caverna. Entonces le clavó sus ojos furiosos y la miró varias ve­ces de arriba abajo como sin comprender qué hacía ese frágil cuerpo de mujer allí. Y, de pronto, abandonando su repugnante cena, lanzó un rugido y comenzó a avanzar hacia Marta, con sus seis patas cortas que remataban en espantosas garras, mientras agitaba su cola fina como un látigo.
La joven sintió un profundo miedo en su corazón cuando la bestia apuró el paso, pero ella se puso a orar el Padrenuestro que Jesús les había legado, apretó más aún el pequeño frasco destapa­do que llevaba en su mano y empezó a recuperar el ánimo y sus reflejos físicos. Y justo en el momento en que iba a ser engullida por aquellas inmundas fauces, exclamó con la fuerza de su fe: "Je­sús, ¡amánsala!", y tras estas palabras extendió su brazo derecho y arrojó a la cara de la bestia el agua bendita que contenía el fras­co encerrado en su puño.
La Tarasca se retorció como si fuera ácido y, por primera vez, retrocedió asustada.
La devota y valiente mujer avanzó más y más, siempre espar­ciendo agua bendita hasta vaciar el frasco. Y cuando la bestia, arrinconada en el fondo de su cueva, se percató de que ya no te­nía escapatoria, bajó la cabeza sumisa, como un corderito y se aquietó.
Marta no perdió tiempo y desanudando el lazo de su cintura, lo pasó por la cabeza de la monstruosa criatura y así la sacó de la caverna.
Y la llevó caminando del lazo como a una mansa criatura, has­ta que cerca de la ciudad de Arlés, unos hombres, que se dirigían a sus faenas campesinas y venían marchando en sentido contra­rio, divisaron a esa insólita e inconcebible "pareja". Entonces, en medio de la mayor extrañeza, avanzaron corriendo, cercaron a la Tarasca y allí mismo la mataron con sus herramientas de labran­za. Luego dieron infinitas gracias a Dios. Y, desde luego, también a Marta, a quien ya consideraban una benefactora que acababa de producir un verdadero milagro ante sus ojos.

Todavía hoy se recuerda el acto de fe y justicia de Marta, luego declarada santa por la Iglesia Católica Apostólica Romana. Y todos los 29 de julio se realiza una fiesta en Arlés, donde se representa es­te episodio, para que todos tengan siempre presente, generación tras generación, esta hazaña producto de la fe de Santa Marta.

 0.176.3 anonimo (cristiano) - 016





[1] En francés, tarasque.

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