Translate

viernes, 26 de abril de 2013

Nuestra señora de atocha

Dos vírgenes hay en Madrid que son la gloria y la alegría de los capitalinos. La primera es la Virgen de la Almudena, y la segunda Nuestra Señora de Atocha.
Los madrileños, como se ha dicho, son fervientes devotos de la Almudena, y sólo lamentan que su imagen no pueda tener un templo como el de León, Burgos o Sevilla, y se haya tenido que conformar con una iglesia gris junto al Palacio Real. Merecería la Virgen un recinto un tanto más aseado y hermoso, sobre todo si se tiene en cuenta la maravillosa historia que se cuenta de ella.
Se dice que los piadosos habitantes de Madrid, antes de que los moros invadieran la Península, sentían veneración por la Madre de Dios. Por entonces, la Villa no era no era más que un villorrio y los sarracenos, en su imparable avance, no tardarían más de cuatro días en hacer ondear la media luna en lo alto de las murallas. Nada temían más los madrileños que el furor árabe y, con sumo cuidado, extrajeron unas piedras de un cubo en la muralla y construyeron allí una hornacina. Allí depositaron a su Virgen y colocaron dos velas, una a cada lado de la imagen. Con gran dolor procedieron a emparedar su imagen divina, haciendo correr entre las gentes dónde y cómo se había ocultado la talla.
El caso es que, como era previsible, en pocos días Madrid fue territorio moro y los cristianos tuvieron que sufrir este estado durante casi tres siglos. Sin embargo, la devoción hacia su querida Virgen permaneció viva: de padres a hijos y de madres a hijas se fue transmitiendo el emplazamiento de la imagen, de modo que todos los habitantes del pueblo, excepto los moros, sabían dónde estaba la Almudena.
A principios del siglo XI el rey Alfonso vi, conocido como el rey de la mano horadada, recuperó para la Cristiandad el pueblo de Madrid. Con grandes vítores fue recibido por los aldeanos y, en lo que pudieron, honraron al rey de Castilla y León con una cazuela de garbanzos y caldo de gallina. El rey vio el lamentable estado de aquellas gentes y quiso hacer algunos progresos en la aldea. Para ello, ordenó derribar las murallas y alzar unas mejores y más fuertes, al estilo de las de Castilla. Pero los madrileños protestaron ardiente-mente, y decían que en algún lugar de aquella muralla estaba escondida la Virgen y que los trabajos deberían hacerse con mucho cuidado. Don Alfonso meditó con preocupación: en ningún caso la ciudad debería quedar sin fortaleza durante mucho tiempo, porque los moros podrían volver y hallar Madrid sin defensa.
Sucedió entonces el milagro: de un cubo de la muralla se desprendieron varias piedras, y quedó a la vista la gloriosa imagen de la Virgen, con las dos candelas ardiendo, tal y como la colocaron trescientos años antes.
Con ser sorprendente la tradición de la Almudena, no es comparable a la que se cuenta de Nuestra Señora de Atocha.
San Lucas, como se sabe, era uno de los cuatro evangelistas. El Evangelista no conoció a Jesús, pero supo de Él por Pablo. Lucas era médico, nacido en Antioquía de Siria, y viajó con Pablo y Pedro por muchos lugares de la Antigüedad difundiendo la Buena Nueva. Nicodemus o Nicodemo era un fariseo, alto dignatario de los judíos, que interrogó a Jesús en el Templo y le preguntó cómo podía nacer de nuevo quien era viejo, y si un hombre podría entrar de nuevo en el seno de su madre. A lo que Jesús respondió:
-Lo nacido de carne, carne es; y lo nacido del Espíritu, espíritu es.
Muchas otras cosas le dijo Jesús a Nicodemus y éste comprendió que verdaderamente Aquel era el Hijo de Dios. Lo defendió en los tribunales judíos y, después de ser crucificado, llevó a su sepulcro una mezcla de mirra y áloe para honrarlo.
Dicen los historiadores que Nicodemus recordaba conti­nuamente las palabras del Maestro y que quiso purgar su imper­tinencia haciendo una talla de la Virgen María. Para ello pidió ayuda a San Lucas y juntos se pusieron manos a la obra. Cuando estuvo terminada, la imagen fue llevada a Antioquía y, desde allí, algún apóstol la trajo a Hispania. Aunque en este punto los eruditos no se ponen de acuerdo, es plausible que fuera el mismísimo Santiago o San Pablo, o quizás alguno de sus discípulos.
Fuera como fuese, lo cierto es que la imagen de la Virgen vino a parar a Madrid. Durante muchos siglos los madrileños veneraron a la Madre de Dios y tenían por ella un especial fervor. Pero, como sucedió con la Almudena, los habitantes del pueblo vieron que los sarracenos estaban muy cerca y que pronto el pueblo se vería ocupado por las huestes moras. No dudaron entonces, y bajaron a los descampados con la estimada talla. Cuando creyeron que el lugar era seguro, excavaron un hoyo y allí dejaron a la Virgen, cubierta por unas tochas o atochas, que era la hierba de maleza propia del lugar: no en vano, aquellos pantanales se conocían con el nombre de Las Atochas, por ser esa planta la más abundante.
Al fin llegaron los moros y sometieron a la población sin ninguna resistencia. Castilla estaba por entonces tratando de hacer retroceder a los árabes y durante mucho tiempo no se pudieron acercar ni a Madrid ni a Toledo.
Pero al cabo de trescientos años, los nobles castellanos habían pasado el Duero y habían subido las cumbres de Navacerrada. Desde allí podían ver el lugarejo que llamaban Madrid y no tardaron en ponerle cerco. Durante muchos años los castellanos pensaron si valdría la pena arriesgar sus vidas por un lugar tan miserable y acampaban cerca sin decidirse a dar la batalla definitiva.
En aquella época vivía en Rivas un caballero llamado Gracián Ramírez, conocido en los contornos por ser hombre leal, valiente y muy piadoso. Este Gracián Ramírez estaba enojado con los castella-nos porque no se decidían a atacar la ciudad y él, por su parte, no contaba con soldados suficientes.
En una ocasión, estaba Gracián Ramírez paseando con su escudero por los alrededores de Madrid, viendo cuál sería el mejor modo de asaltar la muralla: el caballero sentía gran amargura porque él era natural de Madrid y le dolía en el alma ver su pueblo sometido al imperio de la media luna. En esto, el escudero se topó con un hoyo en el suelo y, preguntándose qué se escondería allí, dieron con la imagen de la Virgen. Gran contento tuvo don Gracián, que era muy piadoso, y ordenó a sus soldados que abandonaran cuanto estaban haciendo para venir a adorar a la Madre de Dios. Al cabo, hizo construir una pequeñísima capilla, a la que se le dio el nombre de la Virgen de las Atochas.
Ya había pasado un año cumplido, y los castellanos aseguraban que no asaltarían Madrid hasta que el rey Alfonso VI no llegara al campo y no diera las órdenes oportunas. Por su parte, don Gracián no podía soportar tanta tardanza y se encomendó a su imagen más querida: fue a orar y hasta bien entrada la noche no salió de la capilla. En sus mientes estaba combatir a los moros con sus pocas fuerzas: o liberaba Madrid, o moría en el lance con todos sus hombres. Sólo temía por su amada esposa y sus hijas...
-¿Qué será de ellas si yo muero? ¿Qué escarnios no harán los perros infieles si mi cuerpo queda inerte en la batalla?
Atormentado por estas dudas, Gracián Ramírez tomó una trágica resolución: volvió a casa y con su propio puñal degolló a su esposa y a sus dos hijas. Anegado en llanto, salió hacia sus cuarteles y ordenó que a la mañana siguiente se hallase todo el mundo bien dispuesto, porque, de una vez, iban a asaltar la plaza de Madrid.
Así se hizo; y a pesar de los pocos soldados que iban con él, Gracián Ramírez logró clavar su pendón en lo alto de la muralla. Gran carnicería hubo en aquel suceso y si los muertos cristianos se contaban por cientos, los de los moros se contaban por miles. Los castellanos, que vieron la gesta desde un otero cercano, se hacían cruces y admiraban el generoso valor de don Gracián y los suyos. Durante horas la batalla fue encarnizada y la sangre resbalaba por la muralla como torrentes de fuego. Allí miraba el rey Alfonso y, enardecido por el valor de don Gracián, ordenó a los suyos que atacaran por el norte. Ya desfallecían los soldados de Ramírez, más éste alentaba sus corazones al grito de: «¡A ellos, mis valientes, a ellos; que la Virgen de Atocha nos protege!». En esto, el rostro de los moros palideció: a su espalda vieron erigirse el pendón de Castilla y León y temblaron. Ni un solo sarraceno salió con vida de aquella batalla: burgaleses fieros, leoneses de brío, zamoranos escogidos y palentinos de hierro avanzaron con las espadas bruñidas... y Madrid fue tomada por fin. Con el honor debido se tomó el pendón de Gracián Ramírez, que había caído por el suelo, y se levantó en señal de victoria.
Todo fue alegría en la ciudad y el rey ordenó que se hicieran grandes fiestas... pero Gracián Ramírez tenía una pena honda en el alma, porque, en su precipitación e imprudencia, había dado muerte a su mujer y a sus hijas, y no había confiado en el poder de la Virgen, aquella misma Virgen a la que tanto había rezado. No quiso celebraciones ni festejos, y salió del recinto con algunos de los suyos: aún quería pedir perdón a la Virgen de Atocha por su necedad, y al cabo iba llorando y lamentando su suerte. Los que lo vieron salir decían que inspiraba compasión y sus mismos soldados llevaban los ojos arrasados en lágrimas.
Pero Nuestra Señora de Atocha no abandona jamás a los suyos y, cuando Gracián Ramírez entró en la capilla, pudo ver a su mujer y a sus hijas resucitadas y vivas: con gran alegría corrieron las tres hacia él, colmándolo de besos y abrazos. No menor era la dicha del caballero, que no quiso perder un instante y se arrodilló ante la imagen de su benefactora, dándole las gracias más efusivas y plenas de devoción.
Para que nunca olvidara el caballero su imprudencia, la Virgen permitió que su esposa y las dos niñas llevaran durante el resto de sus días la huella de aquel injusto crimen, y una cicatriz blanca en el cuello de sus seres queridos le recordaba a don Gracián que siempre se ha de confiar en Nuestra Señora de Atocha.
El suceso se supo en todos los lugares cristianos y, corriendo el tiempo, acudían a la ermita muchos romeros y peregrinos, por lo cual la casa de los Ramírez hizo levantar allí un hospital para acogerlos y después otros edificios. Con gran felicidad se sucedieron los hijos y los nietos de aquel buen Gracián Ramírez, hasta llegar a ser los condes de Bornos. Por desgracia, ya nada queda de aquella milagrosa ermita y en aquellas atochas hay en la actualidad una estación de ferrocarril.

Fuente: Jose Calles Vales - 018

0.127.3 anonimo (madrid) - 018 

No hay comentarios:

Publicar un comentario