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viernes, 11 de enero de 2013

La princesa y vran

Hagen tenía res hijos. Vivían en un castillo, en medio de un gran bosque, y era sabido de todo el reino que el mejor pasto crecía en sus tierras. Ocu­rrió que un año, cuando tocó segar la hierba, ésta había desaparecido. El pa­dre llamó a su hijo mayor y le ordenó que a la noche siguiente fuese al pra­do y observase qué ganado pastaba la hierba sin que él lo supiese. El hijo mayor llegó, se metió en uno de los barracones y se durmió. Poco rato lle­varía así cuando el suelo comenzó a temblar, como si la tierra se fuese a abrir. Los quejidos y estertores que el pobre hombre oía eran como los que producen los condenados en el infier­no. El hijo mayor, aterrorizado, se levantó y emprendió la huida, hasta que llegó al castillo de su padre, sin mirar tan siquiera una vez atrás. A su padre le juró que nada en el mundo le haría volver a pasar la noche en el campo.
El buen anciano, al otro día, man­dó a su segundo hijo, que a las prime­ras horas de la madrugada volvió con­tando lo mismo. Ya no quedaba más que Vran, el hijo pequeño. Los dos hermanos mayores le zaherían, dicién­dole que saldría corriendo antes que empezaran los ruidos tan horribles que ellos habían oído.
Pero Vran no les hizo caso. Cogió una manta y fue al cobertizo donde sus hermanos habían pasado la noche. A eso de las doce comenzaron los temblores de tierra, pero Vran se dijo que si no era cosa peor, bien lo podría aguantar, y encendió una vela. Después vinieron los gemidos y los ayes. Vran siguió escuchando tan tranquilo, y aun supu­so que iban a empezar de nuevo los temblores; mas no pasó nada de esto, y cayó encima del campo un profundo silencio. Vran ya se preparaba a dor­mir, cuando oyó el rumor de un caballo que pastaba vorazmente. Se levantó con mucho tiento y salió. Al claro de luna vio un enorme caballo que pacía con buen apetito, y al lado de él una montura magnífica, así como una cota de malla de cobre que relucía como el sol. Vran se encaminó al caballo y le echó las riendas por encima, quedán­dose el animal quieto y más dócil que un cordero. «¡Conque éstas tenemos!», pensó Vran. Y ensilló el caballo, cogió la cota de malla y se dirigió a un lugar solamente conocido por él, donde lo escondió todo. Hecho esto, volvió a casa de su padre y contó lo que le ha­bía acaecido, con excepción de lo del caballd. Los hermanos se rieron de él, pero Vran les dijo que fuesen al prado y que allí verían la hierba. Salieron, acompañados del padre, y, en efecto, allí estaba la hierba. Aquella noche los dos hermanos mayores se negaron a ir al prado, y Vran se ofreció para ir a cuidar de los pastos. Mucho se rieron los otros dos, preguntándole qué pen­saba hacer él, que nunca había salido de su casa hasta entonces. Vran, sin hacerles caso, partió, y al llegar se dispuso a esperar el temblor de tie­rras, los gemidos y todo lo que prece­día a la llegada de lo que fuese. Dio la medianoche y ocurrió como él es­peraba, si bien esta vez los ruidos fue­ron más lúgubres que la noche ante­rior. Vran ya estaba acostumbrado, y al poco rato oyó un rumor como de un animal que pacía con muchas ga­nas. Abrió la puerta, y, al claro de luna, vio un caballo más grande que el de la noche anterior y al lado una preciosa montura con una cota de ma­llas de plata. Vran volvió a repetir la faena de la noche pasada con las bri­das, y se llevó el segundo caballo al mismo escondite anterior. Cuando vol­vió al castillo y les contó lo sucedido, aunque omitiendo lo del caballo, sus hermanos se volvieron a reír, pero en­mudecieron ante las pruebas de la existencia del pasto. La tercera noche Vran salió solo al campo, para guar­dar los pastos de su padre, y, como es natural, le aconteció lo mismo; sólo que si las otras noches los caballos habían sido hermosos y las cotas de mallas de cobre y de plata, la tercera noche los arreos eran de oro y relucían más que el sol y la luna juntos, y el caballo era un alazán de color de fuego, con el bocado y las riendas de oro. Vran lo escondió todo como las veces anterio­res. Al poco tiempo, el rey y señor de Suecia anunció a todos los de su reino que quien fuese capaz de subir a caba­llo por un monte de cristal, donde estaba sentada su hija, se la daría por esposa y además la mitad de su reino. Esta princesa estaba aposentada en la cima del monte de cristal, y tenía en la mano tres manzanas de oro, que da­ría a aquel que pudiese demostrar su habilidad. Todos los nobles del reino se presentaron para la prueba; tantos y tantos había que mareaba ver la ri­queza de uniformes y casacas bordadas en oro. Los dos hermanos de Vran, montados en los mejores caballos de la cuadra de su padre, también se pre­sentaron; mas por mucho que imploró Vran que le llevasen, no hicieron sus hermanos otra cosa que reírse, di­ciéndole que la cosa no era para niños y que además cómo se iba a presentar él, cubierto de mugre. Cuando Vran vio que sus hermanos no se compadecían, les contestó de la manera siguiente:
-Bien: ya que no me queréis ayu­dar, me ayudaré yo mismo.
Los hermanos partieron para la fies­ta del rey, y Vran se quedó solo.
Todos los nobles del reino intenta­ron subir por el monte de cristal, pero sus caballos, rendidos por los esfuer­zos, resbalaban y caían.
El monarca estaba pensando anu­lar el concurso y proponer otra cosa para el año siguiente, cuando surgió un jinete cabalgando en un caballo ne­gro, con una cota de mallas de cobre que devolvía los rayos del sol como si de él saliesen. Todos a una trataron de persuadirle de la inutilidad de la prue­ba, pero el jinete, silencioso, se dirigió al monte de cristal y espoleó a su caballo, que empezó a subir por el monte con la mayor facilidad. Al lle­gar a la tercera parte, vieron todos con asombro cómo volvía el caballo y des­cendía. La princesa, que nunca había visto un caballero más digno, le tiró una de las manzanas de oro, que se le quedó cogida en la bota. Al descen­der el jinete, partió rápido como el rayo sin decir palabra. Cuando los dos hermanos volvieron al castillo le con­taron a Vran lo sucedido.
-¡Ah -exclamó Vran, cómo me hubiese gustado presenciar eso, sobre todo lo del jinete con la cota de mallas de cobre!
Pero los hermanos le volvieron a decir que su sitio era al lado de la lumbre. Al segundo día los hermanos partieron para el concurso del rey, y dejaron a Vran en casa, por más que éste les pidió que le llevasen. En vano intentaban los nobles escalar la pen­diente. Todos se retiraban, cuando apa­reció un jinete montado en un magní­fico caballo tordo, con una cota de ma­llas de plata, y, al igual que el día anterior, trataron de convencerle de que no lo intentase. Mas el jinete des­conocido espoleó su corcel, y vieron todos como subía hasta la mitad del monte con la mayor facilidad.
Cuando llegó arriba, volvió su caba­llo y emprendió el descenso. La prin­cesa, al ver que partía, le tiró la se­gunda manzana, pues nunca había vis­to un noble tan bien parecido. Esta vez la manzana de oro se le alojó en la bota y el caballero partió a todo ga­lope.
Cuando los hermanos llegaron a casa se lo contaron a Vran.
-¡Ah -dijo éste, cómo me hubie­se gustado presenciarlo!
Pero los otros se rieron como siem­pre.
Al tercer día ocurrió lo mismo. De­jaron a Vran en casa. Y en la monta­ña, por mucho que los nobles lo in­tentaron, nada pudieron conseguir. Cuando ya el rey iba a darlo todo por terminado, se presentó un caballero sobre un magnífico alazán, que despe­día centellas y ceñido con una cota de mallas de oro. Emprendió la subida y llegó hasta arriba como una exhala­ción. La princesa le dio la tercera y última manzana de oro, y el noble par­tió sin decir palabra a nadie.
El soberano, a todo esto, se empe­ñó en saber quién era, y al día siguiente dio una gran fiesta, a la cual invitó a todos los nobles y súbditos de su rei­no, haciendo anunciar que el que po­seyera las tres manzanas de oro se casaría con la princesa. Todo el mun­do fue allá con excepción de Vran, pero nadie apareció con las manza­nas. Entonces el rey mandó preguntar si había alguien que faltara. Los her­manos de Vran respondieron que fal­taba el hermano pequeño, a quien no habían dejado venir, porque siempre iba sucio. El monarca les dijo que se presentase en seguida, y Vran apareció como siempre, con el traje roto y des­aseado. El rey le preguntó si tenía las manzanas de oro, y, ante el asombro de todo el mundo, Vran le entregó las manzanas y en el acto cayeron los harapos y apareció ceñido con la cota de mallas de oro.
El soberano le dio a su hija en ma­trimonio y la mitad de su reino, como había prometido, y mandó preparar unas fiestas suntuosas para celebrar tan fausto acontecimiento. Según cuen­tan los anales con tanto entusiasmo se dio la fiesta que siguen celebrándola todavía.

Fuente: Antonio Urrutia

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