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viernes, 11 de enero de 2013

La muerte de hialmar

Arnigrin era el nombre de un famo­so vikingo, que vivía en la Suecia meridional. Su casa se encontraba en una región desierta y sin cultivar, pero poblada de bosques. Esta región se co­noce con el nombre de Bolm.
Arnigrim tenía doce hijos. Los doce eran altos, anchos de pecho y más fuer­tes de lo habitual. Recorrían aquella zona, desnudas las piernas, brazos y busto, y se adiestraban en el lanza­miento de la jabalina y del peso. Sin embargo, su deporte preferido era el dcl tiro al arco. Cuando no estaban na­vegando, se ejercitaban en toda clase de juegos violentos a fin de conservar el vigor y la resistencia de sus músculos.
El mayor de los doce hermanos, Ar­gan el Bravo, era unos centímetros más alto que los demás. Era también el más ágil y robusto, y el que mandaba a los otros. Una larga y negra barba cubría sus mejillas, mientras la cabellera le llegaba a las espaldas. Bajo la camisa de cuero, con adornos metálicos, se ocultaban músculos poderosos y duros como las mismas rocas de los promon­torios que se erguían cercanos a su casa. Cuando luchaba en el campo de batalla, su garganta lanzaba formida­bles gritos que dejaban estupefacto al enemigo.
La fama de los doce hermanos, so­bre todo en cuanto a su barbarie, ha­bía llegado a los más lejanos rincones del país. Quien los veía no podía dejar de temer por su persona o por sus bie­nes, y la mayoría de gentes optaban por huir y esconderse así que recibían no­ticias de su proximidad.
Los doce hijos de Arnigrim ulula­ban con la cabeza alzada hacia el cielo, como las bestias salvajes, mordían y destrozaban los bordes de sus escudos, cortaban con sus agudos cuchillos las piedras de granito de las que hacían saltar chispas de fuego, arrancaban de raíz los más poderosos árboles y come­tían los actos más atroces. Cuando es­taban en este estado no respetaban nada: ni hombres, ni animales, ni ob­jetos. Cualquier cosa podía hacerse ob­jeto de sus iras, y no solían calmarse hasta la hora del crepúsculo, cuando la noche comenzaba a extender su man­to sobre la tierra, y en ésta se hacían la paz y el silencio.
Era tal el terror que inspiraban los doce hermanos que llegó un momento en que ni siquiera encontraban compa­ñeros para sus empresas guerreras. Es­to se debía, en parte, a haberse corrido la noticia de que cierta vez, en alta mar, fue tal la furia que se apoderó de ellos en un combate que acabaron por matar instintivamente a sus propios com­pañeros.
Navegaban los doce hermanos en embarcaciones planas provistas de lar­gos remos, solos, terribles y mudos. A veces se oía a lo lejos el eco de sus voces frenéticas, semejantes al rugido de las fieras.
Cierto día de Navidad, cuando los hermanos hablaban de batallas y rapi­ñas, Argan exclamó:
-Realmente, soy una especie de hombre salvaje, de dura barba, voz ronca, cazador de osos y surcador sin descanso de los mares. Me visto sólo con cueros y metales; me gustan el viento y la lluvia, los gemidos de los vencidos, el olor de la sangre caliente de los que caen a mis plantas. Lobos y cuervos son mis únicos amigos. No conozco las maneras refinadas de la corte, los trajes de seda, las joyas de oro. Si me encontrase a solas con una mujer no sabría qué decirle. Los que me temen me menosprecian. ¡Pues bien! No puedo seguir así. Os comunico, que­ridos hermanos, mi decisión de ir hasta la ciudad de Upsala. Pienso ir al pala­cio del rey de Suecia y pedirle para mí la mano de su hija. Creo que se lla­ma Gunhilda, y es una doncella muy hermosa e instruida. Si no pierdo la vida en la empresa conseguiré tener por esposa a la más hermosa de las princesas del Norte.
Sus hermanos le respondieron:
-Iremos contigo y defenderemos tu causa. No hay rey que, al vernos, se atreva a denegar lo que pidamos. Si vamos contigo no habrá hombre que se atreva a decirte: «No conse­guirás lo que te propones.»
Partieron los doce hermanos hacia Upsala, se presentaron al rey rodeado por su corte, y Argan hizo la petición matrimonial con energía e insolencia.
Mientras hablaba pudo darse cuen­ta de que el rey cambiaba de color y los presentes bajaban la cabeza como si se sintiesen culpables de algo. Cuan­do hubo terminado de hablar, la sor­presa y el miedo se traslucían en todos los rostros.
Entonces un joven se adelantó: sus modales eran graves y armonio­sos, sus ojos claros y dulces. Se llama­ba Hialmar.
-Señor -dijo, este Berseker no ha hecho más que saquear vuestros pueblos y devastar los campos, asesi­nar a vuestra gente y robar vuestro ganado. Se ha reido incluso de vos y os ha tratado como rey de paja. Yo, Hialmar, que siempre os he servido fielmente, que os he defendido ante el Consejo del Reino, y he dejado parte de mi sangre en los campos de batalla, no intentaría jamás haceros la peti­ción que os ha hecho este hombre. La princesa Gunhilda es digna de un amor más ilustre que el mío. Pero ya que este Berseker ha osado poner en ella su mirada, y no ha sido echado de aquí a la primera palabra que ha pronunciado, os ruego deis la mano de vuestra hija a este vuestro buen servidor antes que a un tal hombre.
El rey contempló a Hialmar con simpatía. Le quería como al que más de entre los suyos. En su mirada había también piedad, porque sabía que aquellas palabras podían fácilmente costarle la vida. Se volvió luego a Ar­gan, y la indecisión y el miedo se apo­deraron de su espíritu. Pasaron unos minutos de cargado silencio antes de la respuesta:
-No puedo contrariar a mi hija en la elección de esposo. Se casará, pues, con el hombre que ella prefiera.
Gunhilda, que había presenciado toda la escena, se levantó al oír estas -palabras de su padre. Un velo de tul envolvía sus dorados cabellos.
-Señor -dijo, mi deseo no era el de abandonaros tan pronto, pues soy feliz con vuestra bondad. Pero ya que parece que debo tomar una decisión, os ruego me concedáis por esposo a Hialmar, que es un hombre amable y de un gran carácter, mientras que a Argan sólo le conozco por su mala re­putación.
El color subió a las mejillas de la princesa, después de decir estas pala­bras, pues ya hacía tiempo que, en secreto, Hialmar era el adorado de su corazón.
Argan arrugó el entrecejo. Sus ojos se ensombrecieron como un cielo de tempestad.
-No se precisan más palabras -re­plicó Argan. Acabo de tomar una firme decisión.
Y, dirigiéndose a Hialmar, añadió:
-Escucha atentamente, Hialmar, lo que voy a decirte. El primer día del equinoccio de verano dirigiré mi em­barcación a la isla de Samsoe. Allí te esperaré. Si no vienes serás considera­do como un cobarde embustero por todas las personas de honor.
-De acuerdo -respondió Hial­mar; el áncora de mi embarcación morderá las arenas de la isla. Puedes estar seguro de que no habrá playa que esté lo bastante lejos para vencer el deseo que siento de encontrarme contigo.
Argan y sus hermanos, después de estas palabras de Hialmar, regresaron a su hogar.

Cuando llegó el equinoccio de ve­rano, Argan colocó los remos en la embarcación y preparó las velas.
-Iremos a Samsoe para que Hial­mar no pueda salir con vida de la isla si comete la imprudencia de presentar­se. Cuando él haya muerto, la viuda Gunhilda tendrá que contraer nuevas nupcias conmigo.
Arnigrim, su padre, que tenía una gran experiencia sobre toda clase de peligros, le dio algunos consejos :
-Cuelga de tu cintura mi espada Turfing, la vieja compañera de mis luchas. Fue forjada por los enanos en las cavernas profundas de la mon­taña, y su hoja, mojada en la sangre venenosa de un dragón. Has de saber una cosa, hijo mío: esta espada posee una virtud mágica. Cada vez que se desenfunda es señal segura de muerte para algún hombre.
Argan tomó la espada entre sus manos y respondió:
-Tengo más confianza en mi brazo que en las esperanzas de encantamien­to. Sin embargo, padre mío, os aseguro que vuestra espada ha de romper la cabeza de Hialmar, con o sin encan­tamien-tos, ya que éste es vuestro deseo.

Al mismo tiempo que esto sucedía en la casa de Argan, Hialmar se prepa­raba para emprender el peligroso viaje a la isla de Samsoe.
Antes de la partida, la princesa le hizo llamar a su presencia y le dijo:
-Hialmar, mi corazón os corresponde y os prometo que no ha de obe­decer a nadie más sino a vos. Tomad el anillo que os ofrezco. Seré la mujer más feliz si vuelvo a verlo en vuestro dedo. Si no es así, os aseguro que he de morir de pena.
Hialmar, al tiempo que colocaba el anillo en su dedo, le respondió:
-Haré los imposibles para guardar mi vida. Confiad en mí.
Hialmar partió hacia la isla en com­pañía de su hermano Orvar-Odd y un grupo de hombres escogidos. En dos embarcaciones se dirigieron a Samsoe.
Así que llegaron a la isla, desem­barcaron y se internaron en ella para encontrar a Argan, que suponían los debía haber precedido.
Mientras se alejaban, Argan y sus hermanos entraron en la cala de Sam­soe y vieron las embarcaciones de Hial­mar amarradas entre los juncos y cargadas de guerreros.
El furor de los Bersekers estalló con terrible violencia, y todos se pre­cipitaron sobre sus adversarios dando terribles alaridos.
Los hombres de Hialmar, dignos y valientes, ni huyeron ni dieron un solo grito en petición de auxilio. Cada uno de ellos se batió y murió en su puesto. Su sangre enrojeció el agua y sus cuer­pos fueron arrastrados por las olas.
Los Bersekers, después, de esta pri­mera victoria, corrieron a través de la isla, y llenaron los bosques con el eco de sus feroces gritos.
Hialmar y Orvar-Odd volvían al lugar en que habían dejado a sus com­pañeros, cuando desde un pequeño promontorio pudieron distinguir las embarcaciones vacías, los cadáveres arrastrados por las olas y a los Berse­kers gritando y blandiendo sus espadas ensangren-tadas. Hialmar dijo entonces con tristeza a su hermano:
-Esta noche seremos huéspedes de Odín.
Odd le miró con sorpresa y descon­tento, y le respondió :
-¿A qué viene tan fúnebre oración? ¿No hay alguien suspirando por tu regreso? Créeme,Hialmar; los doce her­manos se sentarán esta noche a la mesa de Odín sin nuestra compañía.
Hialmar sacudió la cabeza como para alejar sus sombríos pensamientos, y con el ánimo más recuperado dijo:
-Uno de nosotros atacará a los once hermanos, mientras el otro se enfrentará a Argan que vale, él sólo, más que todos sus hermanos juntos. ¿Qué prefieres?
-Yo me enfrentaré con Argan -respondió Odd. Veo que lleva la famosa espada encantada Turfing, que forjaron los enanos de la montaña y que fue bañada en la sangre venenosa de un dragón. Tu cota de acero no te defendería de ella; pero mi camisa de seda, por el contrario, es un arma más poderosa contra los maleficios.
-No -replicó Hialmar. Ya que he sido yo quien ha provocado esta lucha y el que te he traído, es justo que sea el que me enfrente a Argan. Además, antes de la partida, he prome­tido a Gunhilda hacer algo más que el ser tu simple sombra. Aunque la es­pada de Argan esté encantada, te ase­guro que la mía no ha de caer bajo ella.
Todavía discutían cuando vieron aparecer a los doce hermanos. Argan iba delante. Turfing brillaba, empuña­da por su mano derecha como un rayo de sol.
Los doce hermanos se detuvieron a algunos pasos de ellos, y el mayor, di­rigiéndose a Hialmar y Odd, les dijo:
-Conocemos bien vuestro valor y sabemos el mérito de los rivales con que vamos a enfrentarnos. Sin embar­go, os espera una terrible tarea: somos doce y bien armados. Obremos, pues, como personas que saben razonar y no menospreciemos al que cae. Con­vengamos, si os place, que el vencedor no se ha de apropiar de las armas del muerto y que respetará su cadáver tra­tándolo con los honores que merece. Si muero en la lucha, quiero que Tur­fing sea colocada junto a mi cadáver bajo el montón de piedras que lo cu­bran. Los supervivientes darán, con admirable respeto, sepultura a los ven­cidos.
Todos se comprometieron a hacer lo que acababa de proponer Argan. In­mediatamente después, unos y otros se lanzaron al ataque: Hialmar contra Argan; Orvar-Odd contra los once her­manos restantes.
Odd no era muy alto, pero tenía una musculatura de acero y una gran sangre fría que le ahorraba el esfuerzo de dar golpes inútiles.
Uno tras otro fue haciendo caer a los once hermanos. Cuando hubo aca­bado no tenía más que ligerísimas he­ridas.
Se acercó entonces a Argan y Hial­mar. Inmediatamente vio al primero tendido en tierra: los puños crispados, los ojos dilatados y una gran herida en el pecho.
Hialmar, a gran distancia, estaba sentado en un banco de hierba.
Odd le tocó suavemente en el hom­bro y le dijo:
-Amigo, no pareces demasiado con­tento. ¡Qué gran combate debes haber librado!
Hialmar entreabrió los ojos, sonrió a su hermano y respondió con voz débil:
-Turfing me ha atravesado el cora­zón con su hoja bañada en la sangre del dragón. Pronto dejaré de existir. Pero antes, querido Odd, escúchame: el anillo que ves en mi dedo lo recibí de mi señora Gunhilda, que al dármelo pronunció estas palabras: «Si vuelvo a verlo en vuestro dedo viviré y seré la mujer más feliz de la tierra. Si no es así, os aseguro que he de morir de pena.» No lo saques pues de mi dedo. Lleva mi cuerpo a Upsala para mostrar­lo a Gunhilda y ruégale que no muera por mí que he muerto por ella, para darle la vida. Dile, también, que la última palabra que ha estado en mis labios ha sido su nombre.
Hizo un esfuerzo para besar el ani­llo y expiró.
Odd juntó los cuerpos de los doce hermanos, uno al lado del otro, y dejó a cada uno sus armas, al mismo tiempo que colocaba sobre el pecho de Argan la espada Turfing, cuyo brillo había desaparecido como el del sol cuando se oculta tras las negras nubes.
Elevó sobre el cadáver de Argan un majestuoso túmulo que los pája­ros de presa rozaron con sus alas mientras trazaban en el cielo sus rá­pidos círculos.
Una vez hubo cumplido con este deber, según la palabra empeñada an­tes del combate, Orvar-Odd bajó a la ribera y cargó entre los brazos el cuerpo de Hialmar. Lo colocó en la cubierta de una de las embarcacio­nes con la cabeza vuelta hacia el nor­deste y, maniobrando hábilmente las velas, emprendió lentamente la ruta de Suecia.
Llegó a Upsala un atardecer. En el castillo del rey se celebraba una gran fiesta, pero a ella no asistía la princesa Gunhilda. Sola en sus habitaciones, me­ditaba tristemente con la cabeza vuelta hacia el mar.
Odd atravesó el palacio con el cuer­po de su amigo. Entró en la habitación de la princesa y depositó el cuerpo de su hermano en el suelo, a los pies de Gunhilda.
-Princesa -dijo, aquí tenéis a Hialmar, vuestro futuro esposo, que ha muerto por defenderos. El anillo de oro que sus labios ya fríos han be­sado, está aún en su dedo, a fin de que vos no muráis de pena como le pro­metisteis. He aquí la prenda de su fe y de su voluntad. El último nombre, la última palabra que ha estado en sus labios, ha sido el vuestro. Y yo he ve­nido para. deciros precisamente todo esto, tal como él me lo pidió.
Gunhilda se puso en pie con rigidez, para desfallecer inmediata-mente y caer envuelta entre sus bellos y dorados ca­bellos. Su corazón se había roto.
Los enterraron juntos en Upsala, bajo el mismo túmulo de piedras.

Fuente: Antonio Urrutia

0.079.3 anonimo (vikingo) - 015

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