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jueves, 10 de enero de 2013

Iktomi y los patos

Iktomi es un Hombre-Araña. Viste pantalones marrones de piel de ciervo, con flecos largos y suaves a ambos lados, y calza finos mocasines adornados con cuentas. Lleva su largo pelo negro peinado con la raya en medio y sujeto mediante cintas de un rojo intenso. Las trenzas le caen sobre los hombros cu­briendo sus pequeñas orejas morenas.
A veces se pinta su cómico rostro de rojo y amari­llo, se dibuja grandes anillos negros alrededor de los ojos y se pone una chaqueta de piel de ciervo ador­nada con brillantes cuentas de colores bien cosidas a la piel. Iktomi viste como un verdadero guerrero Dakota. Ciertamente sus ropas y pinturas son lo me­jor de él, si es que puede decirse que la ropa es parte de un hombre o de un espíritu.
Iktomi es un pícaro. Siempre está haciendo alguna travesura. Prefiere poner lazos, a intentar cobrar la más pequeña pieza cazando honestamente. ¡Se ríe a carcajadas cuando algún incauto cae en sus trampas! Ninguna otra vida le parece tan espléndida como la suya, y a menudo su propia vanidad le lleva a chocar con el sentido común de la gente sencilla.
El pobre Iktomi no puede evitar ser un diablillo, y como es un malandrín no tiene un solo amigo. Na­die le ayuda cuando tiene problemas. Nadie le quie­re realmente. Los que se acercan a admirar su hermosa chaqueta y sus largos pantalones de flecos, pronto se marchan hartos de su palabrería vanidosa y risa sin corazón.
Así que Iktomi vive solo en una tienda situada so­bre la llanura.
Un día estaba sentado dentro de su tipi, ham­briento. De pronto salió afuera arrastrando una manta. La extendió sobre el suelo y la llenó de altas hierbas secas que arrancó con las manos. Ató des­pués con un nudo los cuatro extremos de la manta y se echó el bulto al hombro.
Con la mano izquierda desgajó una delgada vara de sauce y emprendió la marcha brincando y saltan­do. El hatillo de hierba se le balanceaba a un lado y otro de la espalda mientras corría con pies ligeros sobre el abrupto terreno. Pronto llegó hasta el borde de la gran planicie, y en a lo alto de una colina se detuvo para recuperar el aliento. Chasqueando sus resecos labios, como si estuviera probando una car­ne tierna, miró directamente hacia el fondo panta­noso del río. Protegióse los ojos con la delgada palma de la mano y contempló con atención las tierras bajas: "¡Ajá!" murmuró, satisfecho de lo que veía.
Un grupo de patos salvajes bailaba y se divertía en los pantanos. Formaban un gran círculo tocándose con las puntas de las alas extendidas. Dentro del co­rro se sentaban los cantores en torno a un pequeño tambor, moviendo las cabezas y guiñando los ojos. Cantaban al unísono una animada canción de baile, tocando alegre-mente el tambor.
Por el zigzagueante sendero cercano se aproximó hacia ellos la figura encorvada de un guerrero Dako­ta. Llevaba a la espalda un gran bulto, y avanzaba a trompicones ayudándose con una vara de sauce.
Ho! ¿Quién está ahí?" -dijo un viejo pato curio­so sin dejar de moverse en la danza circular. Los pa­tos tamborileros estiraron el cuello hasta estrangular su canto, intentando echar una ojeada al extraño.
Ho, Iktomi! Viejo amigo, dinos por favor lo que llevas en la manta. ¡No corras! ¡Alto! ¡Detente!" -le urió uno de los cantores.
“¡Para! ¡Quieto! ¡Muéstranos lo que llevas en la manta!" -gritaron otras voces.
"Amigos míos, no quiero echar a perder vuestra danza. Si supiérais lo que llevo en la manta ni siquie­ra os molestaríais en echarle un vistazo. ¡Seguid can­tando! ¡Seguid bailando! No debo mostraros lo que llevo a la espalda" -respondió Iktomi. Su respuesta terminó de deshacer por completo el corro de patos, y todos se apiñaron a su alrededor.
"¡Tenemos que ver lo que llevas! ¡Tenemos que sa­ber lo que hay en tu manta!" -le gritaron en sus mis­mas orejas. Algunos de ellos empezaron incluso a frotar sus alas contra el misterioso bulto. Iktomi res­pondió astutamente: "Amigos míos, lo que llevo en mi manta no es más que un montón de canciones".
"¡Oh, entonces déjanos oír tus canciones!" -chilla­ron los patos curiosos.
Por fin Iktomi accedió a cantar sus canciones. To­dos los patos empezaron a agitar sus alas encantados, gritando "¡Hoye! ¡Hoye!"
Iktomi dejó el bulto en el suelo con mucho cui­dado.
"Primero voy a levantar una choza de paja, porque nunca canto mis canciones al aire libre", dijo.
Rápidamente dobló unas varas verdes de sauce, clavando las dos puntas de cada vara en el suelo. Las cubrió luego con una gruesa capa de paja y hierbas. Pronto la cabaña estuvo lista. Uno por uno los gor­dos patos entraron contoneándose por una pequeña abertura que era la única entrada de la cabaña. Junto a la puerta Iktomi les sonreía mientras entraban a la cabaña, sin quitar ojo a su hatillo de canciones.
Iktomi comenzó a cantar en voz baja sus extrañas y viejas melodías. Los patos se sentaron con los ojos muy abiertos, formando un círculo en torno al mis­terioso cantante. La cabaña estaba oscura, pues Ikto­mi se había cuidado de cubrir la pequeña entrada. De pronto elevó la voz. Los sorprendidos patos se agitaron mientras Iktomi cambiaba su canto a un to­no menor. Éstas eran sus palabras:
"Istokmus wacipo, tuwayatunwanpi kinhan ista ni­sasapi kta," que es, "Con los ojos cerrados deberéis bailar. Quien se atreva a abrirlos, rojos por siempre los tendrá".
Los patos se levantaron y comenzaron a bailar con las alas muy pegadas al cuerpo al ritmo de la voz y el tambor de Iktomi. ¡Y bailaban con los ojos cerrados! De pronto Iktomi dejó de golpear su tambor. Empe­zó a cantar más alto y más deprisa, mientras parecía moverse por el centro del círculo. Ningún pato se atrevía siquiera a pestañear. Tenían todos los ojos muy cerrados y bailaban más y más rápido.
¡Arriba y abajo, de izquierda a derecha saltaban los patos, dando vueltas sin parar en aquella danza ciega! Era una danza difícil para aquellos patos curiosos.
Por fin uno de ellos no aguantó más y abrió los ojos. Fue un Skiska quien se atrevió a entreabrir lige­ramente sus ojillos y echar una mirada a Iktomi, que seguía en el centro del círculo. "¡Oh! ¡Oh!" -graznó aterrorizado. "¡Corred! ¡Volad! ¡Iktomi está retor­ciéndonos la cabeza y rompiéndonos el cuello! ¡Salid corriendo y volad! ¡Volad! -gritó. Entonces los pa­tos abrieron los ojos. Allí, junto al hatillo de cancio­nes de Iktomi yacía sobre sus espaldas la mitad de la bandada.
Los demás salieron volando por la abertura que Skiska había efectuado en su huida mientras avisaba a sus compañeros, pero al elevarse en el cielo azul los patos se miraron los unos a los otros y empezaron a gritarse: "¡Oh! ¡Tienes los ojos rojos! ¡Y tú también!" Las palabras de advertencia del canto mágico de Ik­tomi habían resultado ciertas.
"¡Já, já!" -rió Iktomi, desatando las puntas de la manta, "Ya no tendré que volver a sentarme en mi tienda a pasar hambre". Volvió entonces a su casa ca­minando despacio con la manta llena de hermosos patos, y dejó que las lluvias y los vientos dieran cuenta de la pequeña cabaña de paja.
Llegó por fin a su tipi en las tierras altas e hizo un gran fuego junto a la entrada. En torno a las llamas plantó varias estacas afiladas, y en cada una ensartó un pato para que se asara, y enterró unos pocos para que se hicieran bajo las cenizas. Entró al tipi y volvió a salir con varias conchas muy grandes, que eran sus latos. Colocó una bajo cada pato, murmurando, “La deliciosa grasa que rezume sabrá muy bien con las pechugas bien hechas".
Avivó el fuego con más varas de sauce y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. Su larga barbi­lla apuntaba hacia las rojas llamas apoyaca en sus rodillas, mientras los ojos descansaban en los patos que se tostaban. Iktomi cruzaba una y otra vez sus largas y huesudas manos por encima de los tobillos, olfateando impaciente tan delicioso aroma.
El fuerte viento que avivaba el fuego hacía al tiem­po crujir a un viejo árbol situado junto a la tienda. El árbol se balanceaba de un lado a otro, gimiendo con voz de viejo, "¡Ayuda! ¡Me voy a romper! ¡Me voy a caer!" Iktomi se encogió de hombros sin apar­tar ni un instante la vista de los patos. El goteo de la grasa ambarina sobre los platos nacarados regalaba sus ojos hambrientos. El viejo Árbol-Hombre conti­nuaba pidiendo ayuda.
"¿Eh? ¿Qué ruido es ese que hiere mis oídos?" -exclamó Iktomi llevándosela mano a la oreja. Se levantó y miró a su alrededor. El quejido procedía del árbol. Iktomi empezó a trepar por el tronco pa­ra averiguar la causa del desagradable sonido. Sin darse cuenta apoyó el pie derecho sobre una rama resquebrajada, y en ese mismo instante una ráfaga de viento cerró la hendidura de la rama, quedando el pie de Iktomi atrapado por una fuerte garra de madera.
"¡Oh! ¡Me ha aplastado el pie!" -aulló como un cobarde, y en vano tiró y se retorció tratando de li­berarse.
Sentado allí, prisionero del árbol, vio a través de las lágrimas que bañaban sus ojos una manada de lo­bos grises que vagaban por las praderas. Iktomi agitó sus manos hacia ellos gritándoles con todas sus fuer­zas: "¡Eh! ¡Lobos árbol ¡No vengáis aquí! Estoy atra­pado en este árbol y los patos se me están enfriando. ¡No vengáis aquí a comeros mi comida!"
Al oír estas palabras, el jefe de la manada se volvió hacia sus compañeros y dijo:
"¡Ah! ¡Escuchad a ese idiota! ¡Dice que tiene unos patos para comer! ¡Vamos allí corriendo a co er nuestra parte!", y los lobos partieron a toda prisa za­cia el hogar de Iktomi.
Desde lo alto del árbol Iktomi tuvo que contem­plar cómo los lobos devoraban sus hermosos patos asados. El pie le dolía cada vez más. Los lobos rom­pían los pequeños huesos de los patos con sus largos dientes, y se comían los tuétanos grasientos. El dolor del pie comenzó a subirle por todo el cuerpo. "¡Hin-hin-hin!" -sollozaba Iktomi, mientras las lá­grimas surcaban la pintura roja de sus mejillas.
Los lobos comenzaban ya a marcharse cuando Ik­tomi gritó llorando, "¡Al menos me habéis dejado los patos bajo las cenizas!"
"¡Ho!¡Po!" -exclamaron los malvados lobos- "¡Di­ce que hay más patos debajo de las cenizas! ¡Venid! ¡Vamos a dar buena cuenta de ellos!"
Volvieron entonces corriendo a la hoguera apaga­da y con sus garras sacaron a los patos con tal ansia que se levantó una nube de cenizas como humo gris.
Hin-hin-hin!" -gimió Iktomi cuando los lobos se marcharon.
Demasiado tarde ya, volvió la fuerte brisa y al pa­sar separó otra vez la hendidura del árbol, dejando libre a Iktomi. Pero ¡ay! Su festín de patos había de­saparecido.

0.175.3 anonimo (sioux) - 014

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