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jueves, 10 de enero de 2013

Iktomi y la rata almizclera

Iktomi estaba sentado sobre el suelo desnudo jun­to a un lago, bajo las ramas de un alto sauce. Un montón de rescoldos indicaba la existencia de un fuego reciente. Iktomi comía un delicioso pescado cocido de cierto pote de sopa que sostenía entre sus tobillos cruzados.
Tenía hambre, así que sumergía con rapidez su cu­chara de cuerno negro en la sopa. Iktomi no comía de forma regular, y a menudo, aun hambriento, de­bía pasarse sin comida.
Bien oculto entre el lago y el arroz silvestre, no apartaba los ojos del pote de pescado. Como no sa­bía cuándo volvería a comer, quería saciarse para unos cuantos días.
How, how, amigo mío!" -dijo una voz que salía del arrozal. Iktomi se asustó tanto que casi se ahoga con la sopa. Con la cuchara en el aire miró atenta­mente hacia las altas cañas.
How, amigo mío!" -dijo la voz de nuevo, esta vez muy cerca de él. Iktomi se dio la vuelta y allí es­taba una rata almizclera que acababa de salir del la­go, con el pelaje aún empapado de agua.
"¡Oh, es mi amiga la que me ha asustado! Me preguntaba si era un espíritu quien me hablaba desde el arrozal. ¡How, how, amiga mía!" -saludó Iktomi. La rata se quedó allí parada, sonriendo. En sus labios se apuntaba ya un "Sí, amigo mío" en cuanto Iktomi le preguntase: "Mi amiga, ¿quieres sentarte a mi lado y compartir mi comida?" Esa era la costumbre de la gente de las praderas, pero Ikto­mi permaneció sentado sin decir nada. Empezó a tararear una vieja canción de danza y a golpear sua­vemente el borde del pote con su cuchara de cuer­no de búfalo. Ante semejante falta de hospitalidad, la rata empezó a sentirse incómoda y a desear estar otra vez bajo el agua.
Tras muchos latidos de corazón, Iktomi dejó de golpear con su cuchara de cuerno, levantó la vista y miró a la rata a la cara.
"Amiga mía" -le dijo- "Vamos a echar una carrera para ver quién gana este pote de pescado. Si gano yo, no tendré que compartirlo contigo. Si ganas tú, po­drás comerte la mitad." Se levantó entonces de un salto y comenzó a ajustarse el cinto.
"Amigo Ikto, ¡no puedo echar una carrera contigo! No soy una buena corredora, y tu eres ágil como un ciervo. No vamos a echar ninguna carrera", respon­dió la rata hambrienta.
Iktomi permaneció unos segundos con la mano en su barbilla prominente. Su mirada estaba fija en el aire. La rata le espiaba con el rabillo del ojo, sin mover la cabeza: se daba cuenta de que el taimado Iktomi urdía alguna treta.
"Sí, sí" dijo Iktomi, volviéndose de pronto hacia la visitante indeseada. "Me pondré una gran piedra en la espalda, y así no podré correr a mi velocidad habitual; la carrera será justa".
Mientras decía esto, apoyó la mano en el hombro de la rata y comenzó a caminar por el borde del lago. Cuando llegaron al lado opuesto Iktomi se puso a buscar una roca pesada. Encontró una semienterrada en las aguas poco profundas de la orilla. La extrajo, la secó y la envolvió con su manta.
"Ahora, amiga mía, tu correrás por el lado izquier­do del lago, y yo por el otro. ¡El premio es el pescado cocido que está en aquel pote!", dijo Iktomi.
La rata almizclera ayudó a Iktomi a levantar la pe­sada roca y ponérsela a la espalda. Después partieron, y cada uno tomó uno de los estrechos senderos que atravesaba las altas cañas que bordeaban la orilla. Ik­tomi descubrió que su carga era en verdad pesada. Las gotas de sudor le colgaban de la frente como per­las, y su pecho se agitaba pesada y rápidamente.
Echó una mirada al otro lado del lago para ver hasta dónde había llegado la rata, mas no pudo ad­vertir ni el más leve indicio de su presencia. "¡Vaya, está corriendo muy agachada!" -se dijo. Por más que escrutaba las altas hierbas de la orilla, no veía agitar­se ni una sola. "¡Ah!, ¿Es que va tan adelantada que las hierbas que ha movido en su carrera están quietas otra vez? -exclamó Iktomi. Asustado por la idea, dejó caer rápidamente la pesada piedra de su espal­da. "¡Ya está bien!", dijo, palmeándose el pecho con ambas manos.
De un salto reanudó la carrera. Las matas de hier­ba y cañas se aplanaban bajo sus pies, y apenas habían vuelto a levantar sus cabezas cuando Iktomi estaba ya a muchos pasos de distancia.
Pronto alcanzó el montón de cenizas frías, y allí se quedó parado y rígido como si hubiera llegado al borde de un acantilado invisible. Sus ojos negros mi­raban atónitos al suelo vacío. ¡El pote de pescado ha­bía desaparecido! No había ni rastro del Hombre de las Aguas, la rata almizclera.
"¡Oh, si hubiese compartido mi comida como un verdadero Dakota nunca la hubiera perdido toda! ¿Por qué no pensé que la rata correría bajo el agua? ¡Ella nada mucho más deprisa de lo que yo pueda correr! Eso es lo que ha hecho. ¡Se ha reído de mí, que llevaba un peso a la espalda, mientras ella salía disparada hacia aquí como una flecha!"
Así lamentándose, Iktomi se acercó al borde del agua. Se inclinó hacia delante con las manos sobre las rodillas y escudriñó las profundidades del lago.
"¡Allí!" -exclamó, "¡Ya te veo, amiga mía, sentada con mi potecito de pescado entre los tobillos! Amiga mía, estoy hambriento. ¡Dame un hueso!"
`¡Ja, ja, ja!" rió el Hombre de las Aguas, la rata al­mizclera. El sonido de su risa no salía del lago, pues le llegaba de encima de la cabeza. Todavía con las manos en las rodillas, Iktomi giró su rostro hacia arriba, hacia el gran sauce. Abriendo mucho la boca imploró: "Amiga mía, amiga mía, dame un hueso para roer".
"¡Ja, ja!" -rió la rata, e inclinándose un poco sobre la rama en que estaba sentada dejó caer un hueseci­llo afilado en la garganta misma de Iktomi, que casi se ahoga antes de poder sacárselo. En el árbol la rata reía a carcajadas. 'La próxima vez dile esto al amigo que te visite: "Siéntate a mi lado, amio mío, y déja­me que comparta contigo mi comida"

0.175.3 anonimo (sioux) - 014

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