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jueves, 10 de enero de 2013

Iktomi y el coyote

El sol del verano brillaba con fuerza sobre la lla­nura. Aquí y allá toscas matas de maleza salpicaban los ondulantes prados. Vestido con sus pantalones de flecos de piel de ante, Iktomi caminaba solo por la pradera, y su desnuda cabellera negra brillaba a la luz del sol. Avanzaba entre la hierba sin seguir ningún sendero definido.
Sus pasos le llevaban de una mata a otra de tupida maleza, levantando los pies con ligereza y posándolos suavemente, como un gato salvaje que se arrastra en silencio entre la espesa hierba. Al llegar a unos pasos de un brote de salvia silvestre se detuvo. Movió la ca­beza de un hombro al otro, y siguió la marcha. Un poco más adelante inclinó todo el cuerpo desde las caderas, a ambos lados. Luego se detuvo y estiró su largo y fino cuello como un pato, para ver qué había bajo lo que parecía un abrigo de piel tirado más allá de un grueso matorral.
¡Era un lustroso lobo de las praderas de rostro gris! Su afilado morro negro descansaba hundido entre las cuatro patas cómodamente estiradas; su hermosa cola peluda se enroscaba sobre la nariz y las patas; ¡un coyote durmiendo a pierna suelta a la sombra de un arbusto! Cuidadosamente, Iktomi levantó un pie y comenzó a acercarse apoyado sobre las manos. Suavemente alzó el otro pie y dio un paso, y así fue aproximándose más y más a la bola de piel que yacía inmóvil bajo la mata de salvia.
Ahora Iktomi estaba ya junto al coyote, observan­do atentamente sus párpados cerrados, que no mos­traban ni el más ligero estremecimiento. Apretó los labios hasta convertirlos en una línea y se inclinó lentamente sobre el lobo. Bajó la cabeza y puso la oreja junto a la nariz del animal, mas no pudo perci­bir el menor aliento.
"¡Muerto!" -dijo al fin. "Muerto, pero ¡hará bien poco que corría por estas praderas! ¡Vaya! Tiene una pluma fresca todavía en su garra. ¡Buena car­ne!" Agarró la pata con la pluma de pájaro y excla­mó,"¡Vaya, si todavía está caliente! Me lo llevaré a mi tienda y haré un asado para la cena. ¡Já, já!" -rió Iktomi, y agarró al coyote por las patas y se lo col­gó atravesado sobre los hombros.
El lobo era grande y el tipi estaba lejos, así que Ik­tomi avanzó con dificultad con su carga a la espalda y los hambrientos labios apretados. De vez en cuan­do parpadeaba con fuerza para sacudirse de los ojos el sudor salado que le chorreaba por el rostro.
Mientras tanto, el coyote a su espalda contempla­ba el cielo con los ojos totalmente abiertos, y su son­risa dejaba ver el brillo de sus largos dientes blancos.
"¡Andar sobre tus propias patas es cansado, pero que te lleven como a un guerrero tras una valiente batalla es fantástico!", se dijo el coyote para sus adentros.
Jamás había sido transportado a espaldas de na­die, y la nueva experiencia le encantaba, así que se dejó llevar tranquilamente en los hombros de Ikto­mi, y de vez en cuando sus ojos parpadeaban con guiños azules. ¿Nunca habéis visto a los pájaros cuando hacen guiños azules? Tal es el origen de esta expresión de la gente de las praderas. Cuando un pá­aro te observa desde lo alto de una rama, un fino te­jido blanco azulado cae rápidamente sobre sus ojos y de igual modo vuelve a levantarse; lo hacen tan rápi­damente que piensas que se trata sólo de un miste­rioso guiño azul. A veces, cuando los niños están soñolientos parpadean con guiños azules, y también las personas que son demasiado orgullosas para mi­rar a los otros con ojos amables muestran este frío parpadeo como el de los pájaros.
El coyote estaba adormilado y era orgulloso, y sus guiños eran casi tan azules como el cielo. De pronto el agradable balanceo cesó, interrumpiendo su nuevo placer. Iktomi había llegado a su hogar. El coyote tu­vo que despejarse inmediatamente, pues un instante después caía de los brazos de Iktomi. Vióse a sí mis­mo cayendo, cayendo por el espacio hasta que gol­peó el suelo con tal fuerza que durante unos instantes no pudo ni respirar. Sentía curiosidad por saber qué se proponía hacer Iktomi, así que se quedó tumbado ahí donde había caído. Iktomi empezó a saltar y bailar a su alrededor en una fiesta y danza imaginarias, murmurando una de sus misteriosas canciones. Apiló un montón de ramas de sauce secas y las partió por la mitad con la rodilla. Encendió en­tonces una gran hoguera junto a la entrada de su tienda. Las llamas subían a los cielos en vetas rojas y amarillas.
Por fin Iktomi se volvió hacia el coyote, que le había estado observando a través de sus pestañas. Tomó al animal por las cuatro patas, lo balanceó de un lado a otro y lo soltó hacia las llamas. Otra vez el coyote se vio cayendo por el espacio. El aire caliente golpeó sus narices, las rojas llamas bailaron ante sus ojos y finalmente cayó contra un lecho de ascuas crujientes. Con un rápido giro salió de las llamas de un salto, expulsando con sus patas una lluvia de bra­sas que fueron a caer sobre los desnudos brazos y hombros de Iktomi. Pasmado, Iktomi pensó que ha­bía visto un espíritu saliendo de su hoguera. ¡Las mandíbulas se le abrieron de golpe, y se llevó una mano a la boca, pues apenas podía evitar ponerse a gritar de terror!
El coyote se revolcó sobre la hierba, frotándose los dos lados de la cabeza contra el suelo, y muy pronto apagó el fuego de su piel. Mientras tanto Iktomi, con los ojos casi fuera de sus órbitas, soplaba con fuerza sobre una quemadura en su brazo moreno.
El coyote se sentó sobre sus patas traseras, al otro lado de la hoguera, y empezó a reírse de Iktomi.
"Otra vez, amigo mío, no des tanto por supuesto. ¡Asegúrate de que el enemigo está bien muerto antes de encender tu hoguera!"
Y tras esto salió corriendo tan rápido que su espe­sa cola se levantó hasta situarse en línea recta con el lomo.

0.175.3 anonimo (sioux) - 014

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