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jueves, 10 de enero de 2013

El sapo y el niño

Las aves acuáticas volaban sobre los lagos pantano­sos. Era, pues, la temporada de caza. Los hombres, armados con arcos y flechas, vadeaban los ríos y la­gos, moviéndose por los arrozales silvestres con el agua hasta la cintura. Cerca, en las tiendas, las muje­res asaban patos salvajes y confeccionaban almoha­das con las plumas.
En el tipi más grande estaba sentada una joven madre, recubriendo con púas de puercoespín los largos flecos de un almohadón de piel de ciervo. A su lado un recién nacido de ojos negros reía y hacía gorgoritos con la garganta. Alzaba sus manitas y piececitos, jugando con los cordeles de su gorrito lleno de adornos que colgaba vacío de un palo de la tienda.
Al poco, la madre dejó a un lado las púas rojas y los hilos blancos hechos de nervios de animal. El pe­queñín se había quedado profun-damente dormido. La mujer se inclinó sobre él apoyándose sobre un brazo y le cubrió con una manta ligera mientras le arrullaba cantando una nana. Era ya casi hora de que su marido regresase.
Recordó de que no quedaban ramitas de sauce pa­ra el fuego, así que rápidamente se ciñó la manta a la cintura y con un hacha de mango corto en el cintu­rón se dirigió a toda prisa al barranco del bosque. Era fuerte, y manejaba el hacha como cualquier hombre. Su amplio vestido de piel le permitía mo­verse con soltura. Pronto emprendió el camino de vuelta, cargando a la espalda una pila de largas ramas de sauce sujetas mediante un lazo a los hombros.
Cerca ya de la entrada de la tienda se agachó, ladeó el montón de leña y con ambas manos des­hizo el lazo por encima de la cabeza. Dejó así la madera en el suelo y desapareció en el interior del tipi. Un instante después salía corriendo y gritando: "¡Mi hijo! ¡Mi pequeño ha desaparecido!" Su vista penetrante barrió el horizonte de este a oeste y de norte a sur. Por ningún lado se advertían signos del niño.
Corrió con los puños apretados a los tipis cerca­nos, diciendo: "¿Alguien ha visto a mi niño? ¡Ha de­saparecido! ¡Mi pequeño ha desaparecido!"
Hinnú!¡Hinnú!" -exclamaron las mujeres, levan­tándose y precipitándose fuera de sus tiendas.
"¡No hemos visto a tu niño! ¿Qué ha pasado?" -interrogaron.
La madre les relató lo ocurrido con lágrimas en los ojos.
"Buscaremos contigo" -le dijeron, cuando se dis­ponía a partir en busca de su bebé.
Se encontraron con los maridos que volvían de la caza, quienes dando la vuelta, se unieron a la bús­queda del niño perdido. Recorrieron en vano las ori­llas de los lagos y se adentraron en los altos juncos. El niño había desaparecido. Tras muchos días y no­ches se abandonó la búsqueda. Era verdaderamente triste escuchar los lamentos de la madre llamando a su hijito.
El otoño pasó. Los pájaros volaban ya muy alto hacia el sur, y pronto desaparecieron todos los tipis de las orillas de los lagos, a excepción de uno.
Después la nieve del invierno cubrió el suelo y el hielo los lagos, pero todavía seguía escuchándose el la­mento de la madre desde el interior de la tienda soli­taria. También podía oírse a cierta distancia la voz del padre cantando una triste canción.
Pasaron diez veranos y otros tantos inviernos des­de la extraña desaparición, y cada otoño llegaban con los cazadores los desgracia-dos padres para tratar una vez más de encontrar a su pequeño.
La décima temporada de caza llegaba a su fin, y uno por uno los tipis fueron plegados y las familias comenzaron a marcharse de la región de los lagos. La madre caminaba una vez más por la orilla de la ma­risma, llorando. Una tarde estaba parada junto al agua cuando desde el otro lado del lago un par de negros ojos brillantes se pusieron a espiarla tras los altos juncos y el arroz silvestre: un muchachito salva­je había interrumpido sus juegos entre la alta hierba. Apartó descuidadamente de su cara redonda la larga cabellera que le caía suelta por sus hombros y su es­palda morena. Llevaba por toda vestimenta un tapa­rrabos hecho de hierba dulce tejida, y agazapado junto al suelo pantanoso escuchaba el lamento de la india. A medida que fue haciéndose más y más ron­co, hasta convertirse en sollozos que sacudían la es­belta figura de la mujer, los ojos del muchacho se oscurecieron y quedaron humedecidos por las lágri­mas.
Cuando por fin los gemidos cesaron, el muchacho se levantó de un salto y se alejó corriendo como una ninfa, con los pies ligeros y amplia zancada. Llegó así a una pequeña cabaña hecha de juncos y hierbas.
"¡Madre! ¡Madre!" -dijo el muchacho, casi sin aliento- "¡Dime qué voz era esa que he oído, que sonando tan dulce a mis oídos, me ha hecho saltar lágrimas!
"Han, hijo mío" -gruñó una enorme y horrible sa­po hembra- "Era la voz de una mujer que lloraba. Hijo mío, no digas que te gusta. No me digas que hi­zo brotar lágrimas en tus ojos. Nunca me has escucha­do a mí llorar. Puedo agradar a tu oído y romperte el corazón. ¡Escucha! -le dijo la vieja sapo.
Acto seguido salió de la cabaña y se quedó parada junto a la entrada. Era muy anciana, y el esfuerzo le hizo resoplar con fuerza. Había criado una gran fa­milia de sapitos, pero por ninguno de ellos había conseguido sentir amor, ni siquiera lástima. Tam­bién ella había oído el lamento de la voz humana, maravillándose de la garganta que era capaz de pro­ducir aquel extraño sonido. Ahora, ansiosa por con­servar a su niño robado, se aventuró a llorar como lo hace la mujer Dakota, y rompió con una voz grosera y ronca:
Hin-hin, piel de coneja! ¡Hin-hin, Armiño, Ar­miño! ¡Hin-hin, manta roja con borde blanco!"
La fea Madre Sapo trataba de agradar los oídos del niño pronun-ciando nombres de útiles valiosos, pues ignoraba que las palabras del llanto Dakota son los nombres de los seres amados que se han ido. Una vez acabó de chillar todas aquellas cosas absurdas con su voz torturante, la vieja sapo movió complaci­da sus ojos secos, y de un salto volvió a la cabaña y le preguntó al niño:
"Hijo mío, ¿ha hecho mi voz brotar lágrimas de tus ojos? ¿Lleva-ron mis palabras placer a tus oídos? ¿No te gusta más mi lamento que el de la mujer?
"¡No, no!" -dijo el niño poniendo mala cara y ha­ciendo pucheros impaciente- "¡Quiero escuchar la voz de la mujer! Dime, madre, ¿por qué la voz hu­mana desata todos mis sentimientos?"
La Madre Sapo pensó: "El niño humano ha oído y visto a su verdadera madre. Me temo que no podré retenerle más tiempo. ¡Oh, no! ¡No puedo deJ ar irse a la hermosa criatura a quien he enseñado a llamar­me "madre" todos estos inviernos!"
"Madre" -continuó la voz del muchacho- "dime una cosa. Dime por qué todos mis hermanitos y her­manitas son distintos a mí".
El enorme sapo feo, mirando a su prole de sapitos rechonchos, respondió: "El hijo mayor es siempre el mejor.
Su respuesta acalló al niño durante un tiempo. A partir de entonces, la vieja Mamá Sapo empezó a vi­gilar a su hijo estrechamente. Cuando al muchacho se le ocurría salir solo, Mamá Sapo sacaba a empujo­nes a uno de sus propios hijos obligándole a ir tras el niño, diciéndole: "No se te ocurra volver sin tu her­mano mayor".
Así, el muchacho salvaje de pelo largo y suelto se sentaba cada día en una isleta del pantano, oculto tras los juncos. Pero nunca solo. A sus pies podía verse siempre un pequeño Hermanito Sapo dando brincos a su alrededor.
Un día, un cazador indio se internó en las aguas del pantano y advirtió la presencia del muchacho. Había oído hablar del niño robado hacía mucho, mucho tiempo.
"¡Tiene que ser él!" -murmuró, mientras corría hacia su tienda. "¡He visto a un muchacho de pelo negro jugando entre los juncos!" -gritó a los demás al llegar al poblado indio.
Al momento acudieron los desgraciados padres, exclamando: "¡Es él, nuestro hijo!" El cazador les condujo sin perder un momento hacia el lago, y oculto entre los arrozales silvestres señaló con dedo tembloroso al muchacho que jugaba ajeno a cuanto pasaba.
"¡Es él, es él!" -gritó la madre, pues le había reco­nocido.
El cazador se apartó en silencio, mientras los feli­ces padres se deshacían en caricias hacia su bebé aho­ra convertido en un alto muchachito.

0.175.3 anonimo (sioux) - 014

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