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viernes, 11 de enero de 2013

El rey valdemar y la pequeña tove

Nunca se conoció amor tan grande como el que sentía el rey Valdemar por la pequeña Tove. Tan grande era, que, cuando ella murió, el rey no quiso que enterrasen el cadáver, sino que lo hizo guardar en una sala de palacio próxima a su habitación. Y cuando el rey salía de viaje por el país hacía que condujesen el cadáver en su compañía. Los cortesanos estaban cansados del capricho del rey y se esforzaban en adivinar la causa de tan gran amor.
Uno de ellos descubrió al fin que a la pequeña Tove, su madre le había dado un anillo encantado para asegu­rarle el amor del rey aun después de su muerte. El cortesano fue una noche al catafalco donde yacía Tove y le qui­tó el anillo encantado.
A la mañana siguiente el rey pre­guntó:
-¿Por qué no se ha dado aún se­pultura a la pequeña Tove? No pode­mos tener en nuestra compañía un ca­dáver. Hay que dar a la tierra lo que es de la tierra.
Y el rey dio orden a sus cortesanos de que enterrasen el cadáver antes tan amado y del que no se había querido separar hasta entonces. Aquella misma mañana el rey notó que uno de los cortesanos le era mucho más simpático que antes. Y concibió por él un afecto tan grande, que le elevó a los cargos más importantes del reino, e hizo que comiese en un sillón de la misma al­tura y dignidad que el suyo.
Pero este cortesano se hallaba ator­mentado por los remordimientos, pues sabía que su elevación a cargos de tanta importancia no se debía a sus méritos, sino a la virtud del anillo en­cantado. Al mismo tiempo sufría por la crítica y comentarios de los demás cortesanos, que no sabían a qué era debida una carrera tan brillante. Al fin, el cortesano salió una noche de palacio y arrojó el anillo en medio de un lago que estaba en el bosque de Gurre. Desde entonces el rey sintió tanto agrado por este lugar que no quiso habitar en otra parte. Hizo cons­truir en medio de las aguas un cas­tillo que tenía comunicación con tierra por medio de un puente maravilloso de cobre batido. Tanto le gustaba vivir allí que con frecuencia decía que Dios podía guardarse su paraíso si no le privaba de la posesión de su castillo de Gurre.
Pero estas palabras irreverentes fue­ron la causa del castigo del rey. Dios privó a su alma del descanso y después de su muerte le condenó a vivir siem­pre y a errar en las tinieblas de la noche, cazando por los bosques. Mu­chas noches se le oye aún pasar en medio de un griterío infernal, seguido de un tropel de demonios. Ésta fue la leyenda del rey y del anillo encantado.  

Fuente: Antonio Urrutia

0.079.3 anonimo (vikingo) - 015



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