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viernes, 11 de enero de 2013

El rey horn (king horn)

La canción de king horn es una novela inglesa que se cree compuesta a me­diados del siglo XII, en el Middland. Es uno de los más antiguos poemas popu­lares ingleses y refleja la época de las invasiones danesas.
El joven Horn era hijo del rey Murry y de la reina Gothilda de Suddene (lu­gar indeterminado, en la Dinamarca meridional). Horn creció en el palacio de sus padres, tratado por éstos con gran cariño. Pero esta felicidad se vio bien pronto truncada. Unos piratas arribaron a las costas del país y ataca­ron las ciudades, destruyéndolo e in­cendiándolo todo y dando muerte a cuantos se negaron a abjurar la fe cris­tiana.
La reina pudo encontrar refugio en una cueva. Los piratas hallaron al joven Horn en el palacio y le perdonaron la vida, en gracia a su belleza. Le pusie­ron en una nave, en unión de doce com­pañeros, y todos fueron abandonados a merced de las olas. Entre los compa­ñeros se encontraba el leal Athulf y el infiel Fikenhild.
El mar empezó a hincharse con aire amenazador. Los mancebos retor­cían sus manos con desesperación. El joven Horn cogió los remos con gran vigor. La nave era arrastrada por el mar con tanto ímpetu que los donceles se angustiaban pensando en que per­derían la vida. Así pasó el día y la no­che, hasta que empezó a amanecer, y Horn, dirigiendo su aguda vista hacia el horizonte, exclamó con voz alegre:
-Amigos, os anuncio una buena nueva. Veo una playa por la que andan hombres; oigo pájaros cantar y veo brotar la hierba.
Entonces los compañeros se alegra­ron mucho y esperaron impacientes que las olas los llevasen hasta la costa.
Por fin llegaron, pusieron pie en tierra y abandonaron la nave a las olas:
Horn habló así:
-¡Oh nave, que surcas las olas! ¡Ojalá tengas un buen día! ¡Que nin­gún escollo te haga naufragar! Si las olas te llevan a Suddene, saluda a los parientes que, transidos de dolor, que­daron allí. Saluda a Gothilda, la reina, mi buena madre. Y di al rey pagano, el que niega a Cristo, que he arribado a esta playa sano y con el ánimo alegre. Y que sepa que aún ha de sufrir los golpes que mi mano le asestará sin piedad.
Después de esto, los jóvenes empe­zaron a caminar por el país al que tan venturosamente habían llegado. Pronto encontraron algunos soldados, que los acompañaron hasta el palacio del rey de Westernesse, que tal era el nombre de aquella tierra. El rey se llamaba Ailmar, y recibió con amabilidad a los muchachos, quienes le hicieron un rela­to de sus desdichas. La desgracia y la hermosa presencia de Horn agradaron de tal manera al rey, que aceptó com­placido su presencia en la corte. Horn fue confiado a su senescal Athelbrus para que le educara y le diera instruc­ción.
Muy pronto Horn se ganó las sim­patías de los que vivían en el palacio. Aprendió con facilidad el oficio de caba­llero, la equitación y el manejo de las armas. Rimenhilda, la hija del rey, se sintió ganada por la belleza y gallardía del apuesto joven, y fue sintiendo por él un creciente amor.
Un día la princesa habló así al senes­cal Athelbrus:
-Deseo hablar con el doncel Horn. Condúcele hasta mi aposento.
Pero el viejo Athelbrus no vio aque­llo con buenos ojos, y, en vez de llevar al muchacho, introdujo en la cámara de la princesa a Athulf, el leal compa­ñero de Horn.
La princesa, cuando vio entrar a Athulf en lugar de aquel a quien espe­raba impaciente, se llenó de indigna­ción y reprochó al preceptor que no hubiese cumplido sus órdenes. La ira de la joven impresionó al anciano, el cual bajó al patio, llamó a Horn y le explicó que la princesa le había orde­nado que subiera inmediatamente a su habitación.
Horn así lo hizo, y cuando se vio ante la princesa, ésta le pidió que la tomase por dama. Pero el mancebo respondió:
-No soy digno de ello, pues aún no soy caballero.
Aquel mismo día la princesa dijo a su padre:
-Padre, Horn, el joven que ha lle­gado hasta nuestras costas con la ayu­da de Dios, es digno ya de ser armado caballero, pues se muestra muy hábil en la equitación y en el manejo de las armas. Su espíritu es noble y ansía rea­lizar hazañas.
Entonces el rey convocó a la corte y ante ella armó caballero al muchacho. Este, a su vez, como señor natural de los que le habían acompañado hasta allí, podía armarles a todos caballeros, y así lo hizo. Hubo una gran fiesta en el palacio; pero Rimenhilda no podía asistir a ella porque, según el derecho, le estaba vedado. Pero sentíase impa­ciente por ver a Horn, y así le mandó un emisario, quien dijo al joven:
-La princesa os pide que subáis a su habitación.
Horn subió; pero, según las leyes de la caballería, no podía ir solo, y lla­mó a Athulf para que fuera su acom­pañante.
Subieron los dos a la habitación de la princesa, y ésta exclamó:
-¡Oh, Horn, ya eres caballero, ya puedes tomarme por esposa!
Pero Horn respondió:
-Aún no soy digno. He sido arma­do caballero; pero no he probado mi valor realizando hazañas en vuestro nombre para merecer vuestro afecto.
La princesa, entonces, le dio un ma­ravilloso anillo y aseguró:
-Cuando estés en peligro, mira el anillo y piensa en mí.
El joven caballero abrazó a Rimen­hilda, la besó y se despidió de ella. Des­pués fue a ver al rey y le pidió permiso para marchar en busca de aventuras. El rey se lo concedió y el héroe fue a las caballerizas a buscar su corcel. El caballo sacudía su coraza, haciendo re­sonar todo el patio y brincando de gozo. Horn partió cantando alegre­mente.
Poco tiempo después Horn tuvo ocasión de demostrar su valor. A la sa­lida de un bosque, llegó Horn a una parte de la costa. Allí vio arribar una embarcación llena de infieles paganos, de feroces piratas daneses, que se lan­zaron a la playa gritando y preparán­dose para saquear el país.
Horn se lanzó contra ellos. En el momento en que penetró en-medio de la chusma de los piratas, y éstos iban a aplastarle con sus mazas, el caballero miró fijamente el anillo de Rimenhilda y pensó en ella. Y obtuvo la victoria contra los paganos.
El vencedor Horn dio muerte al caudillo de los piratas y regresó a pa­lacio. Se presentó ante el rey y exciamó:

-¡Oh rey! He cumplido con mi fe de caballero. Caminaindo por un bosque, llegué a una parte de la costa de tu país. Allí vi arribar a una airosa y fuer­te nave llena de piratas, los cuales se lanzaron a la playa con ánimo de atacar a los pacíficos ribereños. Yo, sin nin­guna ayuda, me lancé contra ellos, los combatí y los vencí. Y aquí te traigo al caudillo de estos paganos, que como ves han pagado cara su osadía.
El rey abrazó a Horn y le prometió premiarle su hazaña.
Pocos días después el rey salió de caza, y llevó consigo a Fikenhild, el des­leal compañero de Horn. Mientras tan­to, el caballero había subido a visitar a su amada. La encontró presa de terri­ble congoja y, cuando le preguntó la causa de su llanto, la princesa contestó:
-He tenido un terrible sueño. Esta­ba pescando, y un pez enorme me des­garró la red; temí perder el pescado que deseaba tener.
Horn trató de disipar la preocupa­ción de su amada; pero el presentimien­to de ésta se realizó. En el transcurso de la partida de caza el desleal Fiken­hild había denunciado al rey las relacio­nes de Horn con su hija, y, aunque sa­bía que eran inocentes, no lo dijo así.
El rey se encolerizó, y creyó que Horn trataba de traicionarle y de des­honrar a la princesa. Y cuando volvió a palacio llamó al joven caballero, y, reprochándole su proceder, le expulsó del reino.
El doncel, antes de partir, procuró obtener una entrevista con Rimenhilda. Y le dijo que le esperase siete años, y, si al cabo de ellos no había vuelto, podía casarse con otro.
Después se abrazaron tiernamente, y la desdichada princesa al ver partir a Horn cayó desvanecida, rendida por el dolor. Horn no podía detenerse más, so pena de sufrir el castigo del rey, y encomendó su amada al fiel Athulf.
Horn emprendió el camino de Irlan­da, y allí fue acogido por el buen rey Thurston, quien le tomó a su servicio. Pronto tuvo ocasión el joven de demos­trar su valor. Unos paganos llegaron al país y se internaron en él, matando y saqueando. Horn marchó contra ellos, y dio muerte al gigante que los capita­neaba. Antes de morir, el coloso ex­clamó:
-Éste me ha vencido, no el viejo rey de Suddene.
Entonces comprendió Horn que había hecho justicia a su padre, al dar muerte a su asesino. El mancebo vol­vió con el cuerpo del caudillo pirata, al que había logrado vencer y fue reci­bido en la corte con gran alegría y los más altos honores. El buen rey Thurs­ton le abrazó y le ofreció a su hija por esposa, y con ella el derecho a la suce­sión al trono. Pero Horn rehusó y dijo:
-Deseo serviros durante siete años, y si al cabo de ellos os pido la mano de la princesa, entonces estaréis obligado a concedérmela.
El rey aceptó y Horn permaneció siete años sin enviar mensajeros a Ri­menhilda ni intentar tampoco regresar a su país.
Pasó el tiempo, y Rimenhilda en vano esperó la llegada del mensajero de Horn. Pero un día su fidelidad hubo de ponerse a dura prueba. Llegó a la corte un rey llamado Modi, el cual pidió la mano de la doncella a su padre y éste se la concedió.
La princesa, al ver la amenaza que se cernía sobre sus deseos, llamó al fiel Athulf y, de acuerdo con él, envió un mensajero a Horn.
El enviado procuró cumplir con su misión lo más aprisa posible. Fue a Irlanda y encontró al joven, al cual comunicó el mensaje de la princesa.
Horn le dio la siguiente contesta­ción: el domingo de la boda estaría de vuelta a la hora oportuna.
El mensajero emprendió el regreso; pero la mala fortuna hizo que naufra­gase la nave, pereciendo él ahogado. Rimenhilda, que cada mañana espiaba el regreso del enviado, halló su cadáver en la playa.
Mientras tanto, Horn se había pre­sentado ante el rey Thurston y le había confesado toda la verdad.
-He de llegar a tiempo para im­pedir que Rimenhilda sea esposa de otro. En cuanto a vuestra hija, la amo como a una hermana y desearía que fue­se la mujer de un bravo caballero lla­mado Athulf, que es como hermano mío.
El rey Thurston se mostró del todo complacido y dio permiso a Horn para que regresase a Westernesse, concedién­dole también una escolta de caballeros irlandeses.
Llegó el domingo, y mientras las campanas llamaban a la boda de Ri­menhilda y de Modi, Horn desembarcó y pidió a los caballeros que esperasen ocultos en un bosque cerca de la orilla. El corrió a toda prisa hacia el castillo. En el camino encontró a un peregrino, al cual preguntó:
-¿Vienes de la iglesia? ¿Se han ce­lebrado ya las bodas de la princesa?
El peregrino contestó:
-¡Ay!, tristes bodas son éstas para la bella Rimenhilda... No ha cesado de llorar en toda la mañana y dice que no puede casarse porque ya tiene esposo, aunque está muy lejos y no puede venir a socorrerla.
Horn dijo al peregrino:
-Buen peregrino: tus vestiduras es­tán rotas; las mías están nuevas. ¿Quie­res que las cambiemos?
El peregrino aceptó, y cambiaron los vestidos. Horn, además, ensució su rostro de manera que tomó un aspecto de mendigo, y era difícil reconocerle.
Llegó Horn al castillo, y ya iba a pe­netrar en él, cuando uno de los guar­dianes le cortó el paso.
-¡Eh, tú!, ¿adónde vas? ¿Crees que puedes andar por aquí como por el campo?
Horn le asió con sus fuertes brazos y le arrojó al foso, rompiéndole las cos­tillas. Después penetró en el castillo y se dirigió a la sala del banquete y se puso en un rincón, junto a los men­digos.
Horn miró a un lado y a otro y vio a su amada Rimenhilda sentada, con aspecto de muerta, y llorando.
Horn buscó a Athulf, pero no le en­contró, porque éste se hallaba en la torre, esperando ver llegar las naves de su amigo y señor.
En aquel momento la princesa se levantó; tomó un cuerno y con él se di­rigió a la fila de caballeros y escuderos. Tras ella, las sirvientas, con jarros de cerveza y vino. Según el ritual germá­nico, la novia había de escanciar a los invitados y beber con ellos a su salud.
Entonces Horn la llamó y le dijo:
-Ven primero a escanciar para un pobre mendigo sediento.
Rimenhilda se extrañó de la insolen­cia del que creía un pedigüeño. Le dio un vaso lleno hasta el borde de espu­mosa cerveza y le dijo:
-¡Bebe y sáciate! Nunca he visto atrevimiento como el tuyo.
Pero Horn entregó el vaso sin tocar­lo con sus labios al mendigo que estaba junto a él e interrumpió a la princesa:
-¡Oh reina querida! No quiero be­ber en un vaso tan pesado, sino en una copa fina. Tú crees que soy un mendi­go, ¿no es cierto? Pues lo que soy, en realidad, es un pescador. He venido para pescar en tu boda. Mi red está tendida ya hace siete años. Siete años hace que la tendí, ahí cerca, y he venido para coger un pez. No sé si lo tendré ya. Si lo tengo, será tuyo. ¡Oh reina, bebe conmigo! ¡Bebe conmigo a la sa­lud de Horn!
La princesa miró fijamente al men­digo, sintió que su corazón se paraba y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Pero llenó el cuerno y bebió a la salud del peregrino. Horn bebió, a su vez, y después arrojó el anillo de Rimenhilda en el fondo del vaso. La princesa reco­noció su anillo; pero disimuló y subió a su habitación.
Allí comprobó que ciertamente era el anillo que diera a su amado.
Mandó llamar al extraño mendigo y le preguntó:
-¿De dónde tienes tú este anillo? ¿Qué sabes de Horn y de su suerte? Horn respondió:
-He estado muy lejos de aquí y he navegado en la misma nave que el no­ble Horn. Pero éste enfermó antes de llegar a tierra y murió, encargándome antes que trajera este anillo, para de­volvéroslo. Y antes de morir, besó mu­chas veces el anillo.
La princesa, al oír estas palabras, cayó encima de su lecho, deshecha en lágrimas.
-¡Ah corazón, rómpete de dolor! ¡Ya has perdido a Horn, por el que en vano suspiraste durante siete años! ¡Siete años le esperé y ahora sólo sé que ha muerto!
Y la princesa buscó entre las ropas de la cama un puñal que tenía prepara­do para impedir con su muerte la con­sumación de su matrimonio con Modi. Sacó el puñal y ya iba a clavárselo en su dulce pecho, cuando Horn, rápida­mente, le cogió la mano, y le dijo:
-¡Basta! ¿No me reconoces? Soy tu Horn, soy Horn de Westernesse... ¡Abrázame, amor mío!
La princesa creía soñar. Mas Horn no tenía tiempo que perder. Volvió al bosque, donde previno a sus compa­ñeros y los trajo al castillo. Rimen­hilda, en tanto, avisaba a Athulf. Horn, al frente de los irlandeses, asaltó el castillo y dio muerte a todos, a excep­ción del viejo rey Ailmar y de los doce compañeros de Horn, incluso el traidor Fikenhild. Todos juraron obediencia a Horn. El rey Ailmar mandó entonces que las campanas anunciaran la nueva boda; pero Horn no quiso tomar por esposa a Rimenhilda sin que su heroís­mo librara a su patria del yugo pagano.
Horn agrupó a los fieles caballeros irlandeses y les propuso que le acom­pañaran en la nueva empresa. Los ir­landeses aceptaron entu-siasmados y Horn se puso al frente de ellos, llevan­do también al fiel Athulf.
Embarcaron en rápidas y hermosas naves. Durante el camino, mientras el viento hinchaba las velas y los remeros rompían las olas, el héroe recordaba, y Athulf junto a él, aquel otro viaje que hicieron de jovencitos, sin amparo al­guno. Y el corazón de Horn se alegraba al ver de qué manera volvían, podero­sos, a reconquistar la lejana patria per­dida. Al desembarcar, encontraron a un caballero de avanzada edad, quien, al ver a los guerreros, se aproximó a ellos. Pronto averiguaron que era el padre de Athulf, y éste besó con lágrimas en los ojos al buen viejo, que les explicó que la reina vivía aún.
Horn se adelantó a reconocer el te­rreno. Después tocó en el cuerno la se­ñal de guerra; se le unieron todos los caballeros y se trabó un terrible com­bate, en el que todos los paganos pere­cieron.
Entonces la paz reinó ya en Suddene. Horn reconstruyó los templos y mandó cantar misas y colocar otra vez las cam­panas. Encontró a su madre y fue co­ronado rey en solemne ceremonia.
Pero entretanto, en Westernesse, el traidor Fikenhild quiso- apoderarse de la princesa, Con astucia o con amena­zas consiguió su propósito. Y, para pre­venirse de la venganza de Horn, orde­nó construir en la playa una fortaleza en lo alto de una roca, a la cual se podía llegar sólo en la marea baja, y aún en­tonces con gran dificultad. Allí arrastró a Rimenhilda. Una noche, Horn, allá en Suddene, soñó que su amada era llevada por la fuerza en una nave; que la nave zozobraba y que, al querer sal­varse la princesa y llegar a la playa, Fikenhild se lo impedía con la espada en la mano.
Lleno de terror por este sueño, el joven volvió a embarcar con sus parti­darios en las fuertes naves y se dirigió a Westernesse. Cuando llegó, ya la prin­cesa había sido llevada a la inexpugna­ble fortaleza. De nuevo tuvo que dis­frazarse; esta vez de músico de camino. Llegó a la fortaleza en la hora de la marea baja y pidió permiso para dis­traer a los señores con sus bellas can­ciones. Nada sospechó Fikenhild y per­mitió que entrara el juglar. Éste pene­tró en la sala donde estaba Rimenhilda, y empezó a cantar unas bellas cancio­nes; pero la princesa, entristecida, no pudo soportar más el dolor y se des­mayó. Esto llenó de tristeza a Horn, y también le dio resolución para obrar. Miró fijo el anillo de la joven y sacó la espada, pues la había traído escondida. En aquel momento llegaban los caba­lleros. Horn mató a los criados de Fi­kenhild y aun al mismo traidor.
Después de esto, el joven recom­pensó a los irlandeses e hizo que Athulf se casase con la hija del buen rey de Irlanda. Las bodas de Horn y Rimen­hilda se celebraron con gran pompa. El héroe y su esposa volvieron a Suddene, donde reinaron con gran benevolencia durante muchos años.
Ésta es la historia del rey Horn, de sus desdichas y amores, de sus hazañas y de su valor.

Fuente: Antonio Urrutia

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