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martes, 18 de diciembre de 2012

El castillo de soberrón

Como en todo aquello que carece de partida de nacimien­to y como para suplir los girones de historia documentada abandonados en el camino, en torno al Castillo de Soberrón la mentalidad popular se ha entretenido en tejer narracio­nes que, reproducidas oralmente de una generación a otra, para hurtar el hastío al tiempo, llegan tímidamente a noso­tros.
Entre brumas de leyenda, la tradición asegura que los ro­manos, para batir a los difíciles astures, construyeron allí un «castillo roquero» que, en los fragosos días de la Recon­quista, nuestros mayores aprovecharon como baluarte. Por derroteros distintos, la Historia, documentalmente, cita las potestades de su valle [1] y refiere las ahumadas que allí se hacían, bien para anunciar a los habitantes de los contornos la presencia de normandos, bien para dar cuenta a las gen­tes de mar de la cercanía de las ballenas. María Luisa Castellanos [2] apunta otro servicio más del Soberrón: «Era el reloj de los ancianos que a las doce en punto ponían el suyo en hora». Sabían perfectamente que cuando daba el sol en la punta del «cuchillón» era el meridiano del día.
Amorosamente recostado en la falda del Cuera, el Sobe­rrón encierra en sus entrañas un variado y rico tesoro de leyendas. Nuestras pretensiones, ambiciosas como las de to­do escritor, estaban encaminadas a substraer todos esos en­voltorios de ensueño. No fue posible. Celoso, consciente de su riqueza, el Soberrón, tan pronto advirtió nuestra presen­cia, cerró con siete cerrojos sus arcas. A pesar de todo, nuestra aventura no fue estéril; de lo que pudo ser un ban­quete de narraciones legendarias todavía nos cabe el honor de ofrecer algunas muestras.
A la primera leyenda le caben comienzos de romance:

«Tiene unos ojos mi niña
que pueden llamarse soles,
hermosa como la estrella
que brilla más en la noche.
¡Ay de mí si la persiguen
cuantos suspiran amores!
Y ¡ay de mí si la ve el moro
cuando la vega recorre!»

Así exclamaba don Alfonso. Mas ya era tarde. Servanda, su esposa, la de los ojos de sol, desdeñando patria, religión y marido, había entregado la pasión de su amor al moro Abdallá. Don Alfonso persigue a su esposa que iba huyen­do a caballo con el moro. Cerca de Llanes logra darles vis­ta. Al pie del Soberrón, en las inmediaciones del castillo, el caballo de don Alfonso muere de cansancio. Desvalido, ja­deante, sumando arrestos, les grita:
-¡Servanda, Servanda, entrad ahí...!
Apresuradamente, los fugitivos logran el castillo. Apenas tras-ponen el umbral de la puerta, como si se produjera un gran terremoto, entre las carcajadas del moro, dama, caba­llero y castillo desaparecen. Luego, con el silencio, en alas del viento, llega una voz:
-«En castigo de tus culpas, aquí permanecerás por espa­cio de mil miles de años, perjura de tu Dios, perjura de tu patria, perjura de tu marido; alaba, no obstante, la clemencia del Omnipotente y procura borrar con lágrimas la mancha de tus pecados.»
Aturdido, don Alfonso, sólo vio la abertura de una cueva que desde entonces se llamó la «Cueva de la Mora».
En las variaciones atmosféricas salía de allí, dicen, una neblina que luego se expandía por todo el Valle de Mijares. Decían entonces las viejas:
-Ya está la princesa mora cociendo el pan...
La otra narración, menos conocida y también moralizan­te, continúa en el tiempo los avatares de Scrvanda. Su nom­bre, acaso como penitencia, quedó en el olvido. Ahora es la «mora encantada» que todos los años, en la amanecida de San Juan, sale a la puerta de la cueva de Soberrón a coser y bordar. Lo sabían los pastores del Cuera, pero por más que vigilaban sólo lograban oírla cantar.
Un día, al fin, aconteció lo maravilloso. Mientras un pas­tor apacentaba sus ovejas se le acercó un desconocido que le preguntó:
-¿De dónde eres, pastor?
-De Soberrón, señor; cerca de Llanes.
-En la Cueva de Soberrón -le dice don Alfonso- ten­go a mi esposa encantada. ¿Podrías llevarle este encargo?
-Como usted mande, señor.
El desconocido, don Alfonso, entregó al pastor un extra­ño pan de siete picos. Antes le recomendó encarecidamente que no lo comiese y lo que debía hacer y decir a la puerta de la cueva.
Cuidadosamente, el pastor recogió el pan y se encaminó a su casa. Buena hija de Eva, la esposa, ante la presencia del marido y del extraño envoltorio, no logró vencer la cu­riosidad:
-¿Para qué es este pan?
-No preguntes nada, y por nada del mundo se te ocurra empezarlo.
Muy de mañana, el pastor se acercó a la cueva. Como le habían indicado, recitó la formulilla:

«Sal, mora encantada,
que aquí hay quien te quiere ver;
yo te traigo un encarguito
que te servirá muy bien.»

Y le entregó el pan. Pero como su mujer le había comido un pico la noche anterior, la mora no pudo salir. Con todo, le dijo al pastor:
-Aquí tienes quincalla de oro; escoge tres cosas.
Pensando en su mujer, eligió unas tijeras, un peine y una cinta de seda. Díjole luego la mora:

«¡Maldito seas...!
No te faltarán
ovejas que trasquilar
ni sarna que rascar,
y el cuerpo de tu mujer
lo verás tronzar.»

Ignorante, sin haber sopesado el alcance de lo sucedido, marchó el pastor. Al llegar a la Vega de Soberrón quiso ver la longitud de la cinta y la ató por un extremo a un árbol. Éste quedó tronzado, como se hubiera tronzado el cuerpo de su mujer de haberla usado. Del otro vaticinio, «ovejas que trasquilar ni sarna que rascar», aseguran los ancianos del valle que nunca les faltó en la familia...
Sigue en Llanes el recuerdo de estas aventuras; las úni­cas, insistimos, que logramos arrancar del impenetrable mutismo de la rocosa mole, de las que fue insobornable tes­tigo el Soberrón. En sus entrañas, vigilados eternamente por Servanda, mil tesoros y aconteceres esperan, en bandeja del paisaje, un conquistador. Os lo decimos muy confidencialmente [3].

Leyenda mitologica

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[1] Archivo Histórico Nacional, secc. Clero, leg. 4 940.
[2] CASTELLANOS, M. L., Baluarte de gracia: Llanes, México 1963, p. 215.
[3] Referencias de Fernando Carrera, Emilio Pola y Manuel Maya; cfr. CASTELLANOS, M. L., o.c., pp. 215-216; Cuentos y Leyendas, colecc. Temas Llanes, núm. 17, Llanes 1981, pp. 111-114; LLANO, A., o.c., pp. 92-93.

El castillo de mirallo

La lejanía de los tiempos olvidó en cendales de niebla el lugar del suceso que vamos a relatar, por más que algunos meollos quieran ver el escenario en la meseta de Eiros, pa­rroquia de San Félix de Mirallo, muy próxima a los límites de los concejos de Tineo y Allande.
Lo que hoy es ubérrimo praderío, fue en tiempos un montículo boscoso, en cuyo picacho se levantaba desafiante un viejo castillo; a sus pies un verde sinfin, coloreado por las viviendas de los colonos.
El mérito mayor del dueño del castillo era haber unido a todos los pobladores del valle en una causa común: el odio hacia su persona. Sanguinario, despótico, solitario, sin fa­milia y sin amigos, vivía en la sola compañía de una viejeci­ta que le servía. Muchas tardes se le veía pasear, por entre las almenas de su torre, atento a todo lo que acontecía en sus dominios.
Un día aciago, a un muchacho, hijo de uno de sus colo­nos de la Ablaneda, se le ocurrió encender una fogata. Las llamas subieron pronto alegres, chisporrotean tes,. a confun­dirse con la neblina del atardecer. Desde su atalaya alcanzó a observar el hidalgo de Mirallo aquel inusitado espectácu­lo y, vomitando ira por los ojos, ordenó traer a su presencia al culpable. Confesó el colono la falta de su hijo e impetró clemencia del altivo señor. No hubo perdón y aquel hombre de corazón de piedra, al decir de los lugareños, mandóle azotar. Se excedieron los verdugos y flaqueáronle las fuer­zas al humilde labrantín, produciéndose la muerte a los po­cos momentos.
Horrorizado el niño ante el cadáver de su padre, mez­clando en sus ojos desamparo, lágrimas y rabia, gritóle al noble:
-¡Maldito seas!
La imprecación del infante tuvo un eco prodigioso.
A los pocos días, sin que hubiera noticia de enfermedad alguna, moría el señor del Valle de Mirallo; tras él su fiel servidora. Ante los asombrados ojos de los habitantes de la comarca, el picacho se fue desmoronando y con él el casti­llo, cual si fuera construido sobre arena.
Cuentan las crónicas aldeanas, esas crónicas amenas que escuchamos en sabrosas pláticas a los viejos, que más de una vez algún vecino de Eiros, al cruzar en la noche la despoblada meseta, llegó a oír las quejas del señor de Mira­llo, como si lo estuvieran azotando [1].

Leyenda naturalista

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[1] Información recogida, el 11 de junio de 1970, de Albina Menéndez, de la Piñera, de ochenta y dos años de edad. El 24 de julio de 1983 visita­mos el praderío en la amable compañía de don Francisco Morán Bouso, guardia mayor de ICONA, que había dirigido las obras del actual pasti­zal; ya no pudimos localizar unos sillares de piedra que habían aparecido el año 1968 cuando se efectuaban las obras.

El bufón de vidiago


Había una vez en Vidiago un noble que era dueño de un hermoso castillo y de tantas y de tan considerables propie­dades que se le tenía por uno de los hombres más ricos del territorio. Era su esposa noble y recatada, hermosa y reza­dora; hacía honor a esa reputación, siendo gentil con los huéspedes, calentando como un rayo de sol los corazones, ejercitando ampliamente las virtudes de la caridad cristia­na.
Fundara el noble conventos, ermitas y hospitales, que ha­bía dotado con abundantes recursos; decoró iglesias y capi­llas y todos los días de fiesta vestía y alimentaba a un gran número de pobres, que ascendía a veces a centenares. Unas cuantas docenas de ellos se habían hecho asiduos: comían en el patio del castillo y no cesaban de prodigar alabanzas al hidalgo.
Una pena embargaba su corazón: no le había dado Dios descen-dencia por línea de varón. Sólo una hija, criada como flor de invernadero, rubia y delicada, de cuerpo hermosa­mente formado, que pasaba las más de las horas asomaba al amplio ventanal de la torre o paseando, en la compañía de una doncella aldeana, fiel como un can, por hermosos salones, almenas y jardines.
Algunas noches, por entre el fuerte murmullo del viento, se enfurecía el mar y llegaban al castillo unos extraños rui­dos; bien parecían suspiros, largamente contenidos, del monstruoso cuélebre. Más de una noche las dos jóvenes ha­bían conversado sobre el origen de aquellos ruidos y más de una vez concertaron acercarse al fenómeno.
Por fin, una noche el fuego de la curiosidad se avivó y, no les siendo posible seguir dominando sus anhelos, calzaron sus zapatos y, sigilosamente, salieron del castillo, ilumina­das por una antorcha; descendieron por la suave y solitaria ladera del montículo en que se alzaba la noble morada y marcharon tras el perro hasta llegar a una encrucijada, en un robledal, junto a un manantial. Aquellas aguas se junta­ban en una fuente, en cuya piedra había mandado el noble de Vidiago tallar un banco para descanso de los peregrinos. De pronto, ante ellas, con una potencia misteriosa, se eleva en el aire una tromba de agua entremezclada en blanqueci­na espuma, seguida de enorme y lastimero trueno. La an­torcha se apagó y las dos jóvenes, como queriendo ahuyentar el pánico, se abrazaron, deshaciéndose en lágrimas.
Una música suave, como de laúd, las despertó de su des­concierto. La doncella rubia, grácil y de serenos ojos azules, latiéndole en desorden el corazón, sólo acertó a escuchar:

«Señora, soy vuestro cautivo,
que vos preso me lenedes,
que por vos muero e por vos vivo,
fazed, pues, lo que queredes».

Con la música habían cesado los ruidos. Asomaba ya el sol del nuevo día cuando la doncella, sola, erguida, mirando atentamente en su derredor, avanzando por el sendero fue a encontrar al gentil trovero. Sin perder detalle de la varonil aparición, la joven mantenía en ella la mirada de sus cáli­dos ojos. Tras el respetuoso saludo, sin dejar de mirarse, los dos jóvenes se abandonaron en sabrosa plática. El trovero no apartó la vista de la belleza de la doncella, quien a su vez hizo lo mismo y no dejó de admirar al joven, que repre­sentaba una considerable parte del mundo con la que desde tanto tiempo había soñado en secreto. Habla nacido el amor.
Pero, de súbito, bajó avergonzada la mirada: a sus oídos habían llegado los ruidos de la mesnada del castillo. El cas­tellano de Vidiago sorprendió la escena y furioso se arrojó sobre los enamorados. Los dos cuerpos son lanzados a una ahoyadura con salida a la mar, por donde emergían los rui­dos que la fuerza expansiva del aire producía.
Aseguran los viejos del lugar que en las noches en que suena el «Bufón», entremezclados con los truenos, se oyen lamentos de madre y suspiros de amo[1].

Leyenda naturalista

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[1] Nos contó la leyenda por vez primera la señorita Inés Villar, de Vidia­go, en 15 de abril de 1965, entonces profesora del Instituto de Enseñanza Media de Llanes. Don José Zorrilla estuvo en Vidiago en 1882, invitado por su amigo Manuel Madrid, y en tan sugestivos parajes se inspiró para escribir El Bufón de Vidiago, poema que sirve de introducción a El Cantar del Romero, Barcelona 1886; cfr. GROSSI, R., Zorrilla y Asturias y los asturianos, en BIDEA, núm. 63, Oviedo 1968, pp. 73-84. Este bufón no es, como ha­brán advertido nuestros lectores, en el sentido de ningún gracioso; se trata de un chorro de agua que con la fuerza del oleaje asciende a gran altura en la costa; vide V., La leyenda del Bufón de Vidiago, en EOA, núm. extr., Llanes 1963, s.p.; VARIOS, Cuentos y Leyendas, Temas Llanes núm. 17, Llanes 1981, pp. 115-117.

El aviso del cid

A oídos de Alfonso IX de León había llegado la fama de San Salvador de Oviedo, a donde acudían en tropel, según Rodrigo Jiménez de Rada, «de todas partes del mundo los pueblos cristianos a loar a Dios y pedirle merced» [1]. Así se expresaba la copla:

«El que va a Santiago
y no al Salvador,
visita al criado
y deja al Señor» [2]

Dispuso viaje el monarca, llenó de dones su arca andarie­ga y con vistosa y nutrida comitiva se vino de romería a Oviedo. Con gran satisfacción y júbilo, con estrépito y con murallas y calles bien engalanadas recibieron los de Oviedo a su rey. Rezó Alfonso IX ante el Señor San Salvador y se retiró a descansar.
Bien entrada la noche, dos sombras se acercaron a la puerta mayor de la catedral, alzaron el aldabón y lo dejaron caer fuertemente. El ruido, pesado y sordo, cruzó todo el recinto sagrado como un rayo. Nadie respondió. Pasados unos momentos el aldabón volvió a sonar, más fuerte y más insistente.
Tiempo después alguien preguntó desde dentro:
-¿Quién va?
No hubo respuesta. El propio prelado don Juan, que ha­bía oído los ruidos desde sus aposentos, acudió a preguntar:
-Quién llama así en la Casa del Señor?
Las sombras respondieron:
-Somos Fernán González y Rodrigo Díaz de Vivar.
-¡Santo Dios! ¡Ambos sois muertos! -dijo el obispo don Juan.
-Y muertos venimos. Decid al rey don Alfonso que den­tro de tres días tendrá lugar la batalla de las Navas de To­losa y que nosotros le daremos el triunfo.
Se hizo silencio. Las sombras se alejaron y se diluyeron en la noche.
Tres días después, pese a la ausencia del monarca en e campo de batalla, Dios le cubrió de gloria en las Navas. No faltó quien asegurase que por las armas cristianas habían peleado como bravos dos caballeros fantasmas, montando soberbios alazanes oscuros y cubiertos de negras capas.
Noticioso el soberano, daba

«... crecientes gracias
a Dios y Santa María
Por esta tan gran victoria
y gloria tanta comlida».

Consta el suceso en gruesos pergaminos escritos por muy reverendos cronistas. Uno de ellos, Alfonso Marañón de Es­pinosa, lo refiere de esta manera:

«Y sucedió en esta Santa Iglesia lo que a muchas personas graves y doctas he oído contar. Una noche, antes de que se diera la batalla, dieron grandes golpes a la puerta mayor de esta Santa Iglesia. Despertaron los sacristanes y preguntando quiénes eran, les respondieron que eran el Cid y el Conde Fer­nán González, que iban a ayudar en la batalla al rey de Castilla. El siguiente día y la noche siguiente volvieron a dar los mismos golpes, y dijeron a los sacristanes que eran los mismos que la noche pasada y que avisasen a su rey cómo el rey de Castilla había vencido en la batalla y muerto grandísi­mo número de moros»[3]

Ante la afirmación de un cronista tan sesudo sólo nos resta decir:

«Y si lector, dijeres, ser comento,
como me lo contaron te lo cuento».


Leyenda historica

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[1] MENÉNDEZ PIDAL, R., Primera Crónica General, Madrid 1906, p. 348; ID., «La historiografia medieval sobre Alfonso II» , en Estudios so­bre la monarquía asturiana. Oviedo 1949, p. 28.
[2] Cfr. VÁZQUEZ DE PARGA, L.; LACARRA, J. M. y URIA RIU, J. Las Peregrinaciones a Santiago de Compostela, T. II, Madrid 1949, pp. 462-463; GONZÁLEZ GARCIA, V. J., Las primeras rutas jacobeas (Parte Local), Oviedo 1965, p. 4; MARTÍNEZ, E., Llanes en la ruta jaco­bea, Oviedo 1968, p. 55.
[3] MARAÑÓN DE ESPINOSA, A., Historia eclesiástica de Asturias, Gijón 1977, pp. 117-118. Aunque con notables variantes, también figura en: GARCÍA DE DIEGO, V., o.c., p. 317; ANÓNIMO, Tradiciones Asturianas. El Aviso, en «El Oriente de Asturias», núm. extr., Llanes 1961, s.p.

El arca de las reliquias

Bajo palabra de honor, protestamos que el suceso mara­villoso que vamos a relatar está consignado en la ponderada Relazión histórica, erudita y philosófica de la muy noble, heróica y leal Villa de Luarca, en este Prin¿ipado de las Asturias, con noticia de algunos principales sucesos y notizias de antigüedades curiosas, fechada en 1767 y debida a la pluma y al ingenio del escri­bano don Joseph Peláez y Coronas, inserta en su «Prontua­rio de Escriptura».
Protestamos a la vez que lo propio refiere, en su obra Las famosas reliquias asturianas y Luarca, el muy curioso y docto historiador don Jesús Evaristo Casariego, vecino de la mis­ma Villa quien, siendo niño, escuchó el mencionado suceso de labios de «viejos marineros y ancianos pesquitas» [1].
Mostrábase la mar, aquella mañana invernal, brava, co­rajuda, con amenazantes cresterías y aceros; al mediodía, como ovejas dóciles al silbido del pastor, las nubes, en den­sos mohos blanquecinos, fueron metiéndose lentamente al poblado por la abertura estrecha del puerto, disipándose luego. La mutación, aunque un tanto misteriosa, había pa­sado desapercibida para la mayoría de las gentes.
Como muchas tardes estivales, también aquella, las gen­tes de mar se habían asomado al acantilado, sin otro re­cuerdo ni otra esperanza que el mar, por ese placer miste­rioso en que para nada entra la curiosidad ni la ambición, para contemplar el horizonte, el mismo que ajustaba su vi­da a las costumbres eternas.
Por entre el hermetismo característico de los hombres que han labrado su vida cabe la mar, cundió la sorpresa, el asombro: una embarcación de gran porte y extraño vela­men se acercaba a puerto, atracando instantes después. Pu­so pie en tierra un hombre fornido, de mediana edad, ata­viado al uso oriental y revestido de una especial autoridad, que solicitó la presencia de algún presbítero.
Hay un silencio como religioso. En los ojos de todos, ojos claros, serenos, limpios por brisas y honradez, rutilaba el misterio. Llegaron, al fin, los sacerdotes y tras breve parla­mento, con desmedido respeto, desembarcaron un arcón adornado con lustrosos herrajes que, sin equivocarse, todos los presentes creyeron repleto de tesoros. En un mar como domesticado, el navío volvió a tomar pulso a las aguas.
Cuenta el cronista que de las alturas bajaron los lobos, que se pusieron en adoración. Y «apareció uno muy grande que se puso a dar vueltas en torno al arca, parándose frente a ella y arrodillándose».
Ese mismo día el arca con sus santas reliquias, «que vi­nieron de Hierosalem», reemprendió viaje hacia la capital del reino, encontrando asiento para siempre en la Cámara Santa de la Santa Iglesia Basílica de San Salvador de Ovie­do. Al lugar de su arribada le pusieron el nombre de Luar­ca, que quiere decir tanto como el Lobo del Arca.

Leyenda marinera

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[1] El ms. de José Peláez Coronas, que se custodia en la Biblioteca Na­cional, secc. ms., sig. 9-6 036, fue incluido como apéndice en la obra de Jesús Evaristo Casariego, Las reliquias asturianas y Luarca, Oviedo 1966, pp. 73-81. El propio autor hace referencia a la leyenda en las pp. 58-59.

Doña jimena

A decir verdad, Alfonso II gozaba de las simpatías gene­rales de sus súbditos. A los ovetenses, sin embargo, preocu­paba la soltería del monarca, sobre la que la fantasía popu­lar había urdido mil amores secretos. Hasta llegó a decirse que el rey había secretamente casado con Berta, hermana de Carlomagno, y que su castidad era hija del gran amor y fidelidad que a su esposa profesaba. Mas,

«cuéntase d'él en su historia,
que este noble Rey había
una muy hermosa hermana,
que como a sí la quería,
llamada doña Jimena...» [1]

Pese a la insistencia de los rumores, nadie en Oviedo aceptaba seriamente que doña Jimena sostuviera ilícitas re­laciones de amor. El recogimiento, las caridades y la piedad negaban lo que encubrían. Por si esto fuera poco, la prince­sa ya había manifestado a su hermano el deseo de profesar en la Orden de San Benito, lo que la colocaba fuera de toda sospecha. Con todo, un rumor cada día más fuerte empeza­ba a relacionarla con un niño al cuidado de unas dueñas que, de tiempo en tiempo, separadamente, visitaban una dama y un caballero, principales ellos; había llamado la atención el cuidado que ponían en recatar sus personas de la curiosidad de las gentes.
Los días de doña Jimena discurrían tranquilos. Las más de las tardes bordabá ornamentos para el culto de San Sal­vador, platicaba con damas de acrisolada virtud y algún que otro clérigo sobre asuntos espirituales o atendía a los muchos negocios de caridad que su hermano le tenía enco­mendados.
Ya la habían dejado sus amistades y viajaba por la región del ensueño cuando unos leves golpecitos, producidos en una de las puertas, la trajeron a la realidad; delante de ella, como cosa de pesadilla, su primo y pretendiente don Ordo­ño. Tras unos instantes de vacilación, recuperado el domi­nio sobre sí misma, dijo:
-Osado sois, don Ordoño, atreviéndoos a llegar a mis aposentos.
-¿Acaso no fuisteis vos misma quien me ha dado entra­da? -opuso él.
-¿Qué queréis decir? -preguntó ella con recelo.
-Nada que pueda molestaros; habéis hecho bien en abrirme por si algún riesgo amenazara vuestro honor en esta soledad... Al tiempo, pláceme que me recibáis de ma­nera tan reservada para reiteraros mi promesa de amor.
-Habéis de saber, don Ordoño, que mi honor no precisa de guardianes y, por lo que se refiere a vuestro amor, de sobra sabéis que mi vida está destinada a Dios.
Riendo burlonamente, argumentó el caballero:
-Vuestras inclinaciones repentinas, prima, tienen mu­cho de excusa con vuestro hermano y conmigo. Yo no qui­siera saber que otro amor os impida amarme, toda vez que otra causa no se me alcanza.
Fue entonces cuando la dama señaló imperativamente la puerta con el índice, extendiendo el brazo derecho.
-No será sin que sepa antes el nombre de mi rival..., si es que lo tiene.
-Lo tiene y de muy limpio linaje -repuso ella con aire retador.
-¡Su nombre! -requirió él, destemplado.
-Os haría temblar. ¡Salid!
Don Sancho Díaz, conde de Saldaña, caballero muy prin­cipal de la corte asturiana, llegaba en aquel preciso momen­to a la puerta de la estancia. La fuerza de la conversación le movió a escucharla:
-Decidme su nombre -tornó a requerir don Ordoño­o advertiré al rey del engaño en que vive.
-Por Dios que no haréis tal cosa -clamó, suplicante, doña Jímena. Si sois caballero no os atreveréis a pertur­bar la paz de mi existencia.
-Mi corazón, señora, clama venganza; si mi rival es ca­ballero ha de discutir con la espada tamaña burla; mas pienso que vuestro amante no será caballero, sino un mal nacido y de la más baja condición.
-¡Frena tu lengua, don Ordoño, o vive Dios que os la arranco! -requirió, violento, el de Saldaña, saliendo al cen­tro de la sala.
-¡Santo Dios, el de Saldaña! -exclamó desconcertado don Ordoño.
-¡El mismo!; y vengo a exigiros cuentas de las injuriosas palabras que usasteis con mi esposa, que, a la postre, espo­so soy y no amante de doña Jimena. Mal nacido y de peor condición sólo es el que afrenta a una dama...
-Me ofendéis, don Sancho... Parece que olvidáis que ha­blaba con mi prima.
-Que a las veces es mi esposa -interrumpió el de Sal­daña, y espero que mañana, al alba, nos veamos tras la basílica de San Julián. Ahora, marchaos.
Faltóle tiempo a don Ordoño para encontrar a su primo Alfonso el Casto, en tanto que don Sancho intentaba en vano consolar a su esposa.
Tan pronto como el monarca oyó la relación de su primo, con la cólera en el espíritu quiso saber por sí mismo de la verdad de la denuncia, acompañado de su guardia perso­nal. Irrumpió violentamente en la estancia, sorprendiendo a los amantes en íntimo coloquio. Ante la presencia del sobe­rano quedaron atónitos los esposos; mudo de indignación quedóse el rey al comprobar con chispeantes ojos lo que en su propia casa acaecía. Hizo un gesto el de Saldaña, cual si pretendiera, suplicante, acercarse al monarca; pero inter­pretándolo don Alfonso como atentatorio a su persona, gritó:
-¡A mí, el rey!
Cuatro guardas armados penetraron en la sala.
-Maniatad a ese hombre y llevadle preso -ordenó. Mientras los soldados cumplían el regio mandato, Jimena corrió a postrarse ante su hermano:
-¡Perdón!... ¡Perdón, mi señor!... ¡Perdón por el silencio y perdón por nuestro hijo!... ¡Por vuestro sobrino, señor!...
Como reguero de pólvora corrieron los sucesos por toda la ciudad entremezclados con el perejil de la fantasía popu­lar que no dejaba de urdir misteriosos y contradictorios acontecimientos. Los ovetenses perdieron el sosiego.
Se murmuraba, se susurraba, se decía... que doña Jime­na había salido a medianoche de palacio y que estaba ence­rrada en algún convento; que en las inmediaciones de la basílica de San Julián había aparecido el cadáver de don Ordoño, el primo del rey; que don Sancho Díaz, cargado de cadenas, había salido para el castillo de Luna; que el monarca había prohijado a un niño que cuidaban unas due­ñas en las afueras de la ciudad, que era su sobrino...
La tradición asturiana asegura que aquel niño llegaría a ser el muy noble y grande caballero Bernardo del Carpio [2].

Leyenda historica

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[1] GONZÁLEZ GARCÍA, V. J., Bernardo del Carpio, Oviedo 1960, p. 64.
[2] MIGUEL VIGIL, C., Asturias Monumental, Epigráfca y Diplomática, texto, Oviedo 1887, p. 134; CABAL, C., o.c., pp, 480-481; GARCIA DE DIEGO, V., o.c., pp. 170-176

Don opas

Lo dejó escrito Cabal: «Don Opas se multiplica en Cova­donga, como si la venganza popular juzgase poco para su traición un solo castigo» [1]. Y no se olvidó de consignarlo Armando Cotarelo y Valledor: «Opas fue rastrero, espía, traidor y sacrílego; pero sobre su memoria, como estigma de perpetuo oprobio, pesa hace doce siglos el triple anatema de la tradición, la historia y el arte»[2].
Había estallado la tempestad. Bien guarecido don Opas, encendido de rabia y de coraje, veía cómo los guerreros de Pelayo atacaban a los moros con furia, sin tregua y cuerpo a cuerpo. Silbaban las flechas disparadas por los arcos, caían las piedras de las alturas y resbalaban los caballos en el lodo o bajo el golpe mortal de las espadas.
Espantables eran las voces de las víctimas; aquí pedía alguien auxilio, allá se ahogaba un moro y acullá un tercero imploraba a gritos la misericordia de Alá. El relámpago, con su voz fosforescente, daba tétrico color a los montones de cadáveres, mientras las aguas tintas en sangre empeza­ban ya a salirse de su curso. Los defensores de la patria a grandes voces victoreaban a Pelayo, héroe glorioso de aque­lla tremenda lucha.
En aquel momento don Opas espoleó a su caballo en di­rección a Cangas. Como alma que lleva el diablo, en espec­tacular galope, corrió por entre robles y rocas, volándole la capa agitada por el viento. Prosigue en su veloz carrera. De repente, frenó el caballo, se apeó de un salto y empezó a notar cómo su cuerpo se endurecía como roca...
Asomaban, entonces, en el firmamento las estrellas ves­pertinas.
Y por si esto fuera poco, el pueblo, que siempre hizo jus­ticia a los infames, le condenó además, sin apelación, a los infiernos. Así, «en cierto relieve existente en las arquivoltas de la antigua portada de Santa Eulalia de Abamia, que re­presentan una figura entre llamas y un sayón tirando de su luenga caballera, cree ver la del odioso arzobispo arrastrado por el demonio» [3].

Leyenda naturalista

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[1] CABAL, C., Covadonga, Madrid 1918, p. 155.
[2] Batalla y Santuario de Covadonga, Oviedo 1918, p. 47.
[3] Ibíd.; BELLVIUNT, O., y CANELLA, F., Asturias, T. II Gijón 1897, p., 19; GONZÁLEZ SOLIS, P., Memorias Asturianas, Madrid 1890, pp. 555-556.

Darás posada a los pobres

Escondido tras el follaje de una exuberante vegetación y adormecido a la sombra de las montañas, se halla el pueblo del Condado, municipio de Laviana, arrullado por la sem­piterna cantinela del Nalón que se desliza perezosamente, como deleitándose en las caricias de la feraz vega. En el espejo de sus aguas saltan risas y suspiros de hermosas xa­nas que, cantando, en las luminarias mañaneras de San Juan, peinan sus cabellos de oro.
El Condado tiene su origen en el año 856 y debe su fun­dación al rey Ordoño I, al decir de la tradición. Conserva del pasado el torreón romano, las ruinas de la leprosería de San Lázaro de Colmillera y la casa-palacio de recios muros, ancha portalada y alegre solana, lar de esta aleccionadora leyenda.
Vivía en esta casa solariega un noble caballero, dueño y señor de vidas y haciendas. En la principal fachada cam­peaban los gloriosos escudos con que los reyes habían re­compensado los servicios de sus antepasados.
Ocurrió una noche de cruel invierno. Los vientos azota­ban con violencia las paredes; el aullido de los lobos erizaba los cabellos. Hay nieve. Cuando más arreciaban los gemi­dos del viento, haciendo crujir puertas y ventanas, dejáron­se oír unos recios golpes en los portones palaciegos. Saltó el hidalgo con presteza del lecho y se asomó a la ventana. Un anciano, cubierto de harapos, muerto de frío y de angustia, suplica por Dios albergue para aquella noche.
Por respuesta, el seco sonido de una ventana al cerrarse con brusquedad. Luego, silencio.
Pocos días después organizaba el hidalgo una cacería a la que eran invitados los infanzones del valle.
Subían ya la pronunciada ladera que conduce a Peña­ mayor. La nieve, espesa, hace penoso y lento el caminar. El hidalgo del Condado, a quien apasiona la caza, habíase se­parado de sus compa-ñeros en persecución de una hermosa pieza. Caía la noche. Al verse en la imposibilidad de reunir­se con sus amigos, decide pasar la noche en una aldea, a escasa distancia de aquel lugar. Encaminóse a la primera casa y llamó a la puerta, sin obtener respuesta. Lo mismo pasó en las demás. Unicamente en una vio una cabeza aso­mada a una ventana, que luego se cerraría con estrépito. Luego, sólo los pasos y el piafar inquieto de su caballo.
Aléjase con la esperanza de hallar otra aldea, mientras juraba terribles maldiciones de venganza. Las tinieblas ha­bían invadido el suelo; la fatiga va minando ya sus fuerzas cuando, de pronto, se estremece de terror al sentir el tétrico aullido de los lobos que, hambrientos y desafiantes, acechan a su presa.
-¡Señor, no me abandones! -musitó ahogadamente.
Ve, entonces, ante él una blanca figura, cubierta con tú­nica, rasgadas frente y manos por horribles heridas, que dulcemente le reprocha:
-¿Por qué me llamas ahora, tú que rechazas al que en mi nombre a ti acude?
-¡Perdón, Señor, perdón...! -acierta a balbucir el infe­liz, cayendo en tierra.
Un rayo de luz hiere su retina y abre los ojos. Mira en torno suyo y comprueba con asombro, que se halla en una iglesia. Entonces, en un arranque de sinceridad, postróse de rodillas para dar gracias a Dios por haberle salvado. Una voz sosegada, la del Santo Cristo, dando respuesta a la pregaria, le susurra:
-¡Que la paz sea contigo!
Comentaban, días más tarde, extrañados, los lugareños del Condado el cambio brusco que, sin causa aparente que lo justificara, se había obrado en su señor. El motivo de aquellos comentarios era el ver desaparecidos de la casona solariega los gloriosos escudos, y en su lugar una tosca ins­cripción en el dintel de la ventana:

«Auxilium meum a Domino
Qui fecit coelum el terram».
(PSAL. 120)

Bajo otra que, no hacía mucho tiempo, se había cerrado con estrépito tras un pobre mendigo que, temblando de frío v soledad, pedía humilde cobijo para una noche, había la­brado esta sentencia:

«Dará posada a los pobres
El que habitara esta casa,
Y no la ocupe ni herede
El que no quisiera darla».
(AÑO 1725)

Y cuenta la tradición que nunca viajero alguno encontró cerradas las puertas de la orgullosa casona [1].

Leyenda religiosa

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[1] Nos relató la leyenda, el 12 de agosto de 1961, don Joaquín Iglesias González, de tan grata recordanza, canónigo peniterciario de Covadonga, natural del Condado. También nos aportaron datos don Luciano López García-Jove y don Gumersindo Castaño. Tal como aparece la narración, no hay relación cronológica entre hecho legendario y epigrafia; mas prefe­rimos ser fieles al dictado popular, sin aliños o aditamentos, siempre perju­diciales en estos casos.

Covadonga, allande y laviana

Grandes preparativos se hacían en lo alto del monte Prie­na desde que una pastorcilla topara con una hermosa talla de la Virgen.
De todos los contornos suben las gentes con los materia­les; talan árboles y sientan los cimientos para el ermitorio. A la mañana siguiente los hallan en la cueva; lo mismo sucede a la otra noche, e igual a la otra mañana. El carpin­tero promete a todos:
-Esta noche duermo aquí; yo averiguaré quién...
Amarróse a una viga y tendióse a dormir. Ni que decir tiene: amaneció en la cueva.
Fue, entonces, cuando todos los lugareños vieron patente la voluntad de la Virgen, que escogía aquella cueva para... salvar a España. Así recoge los hechos la lírica popular:

«¡Oh, Virgen de Covadonga!
¡Oh Soberana princesa!
No quisiste vuestra casa
en lo más alto de Priena.
Quísola, usted, la Señora,
nel cumbre de aquella peña,
un carpintero curioso
le cortaba la madera,
de día se la cortaba
y de noche se lo llevan».

Aún añade otra tonada:

«La Virgen de don Pelayo
no quiso subir a Priena,
quiso estar en Covadonga
porque es su trono la Cueva» [i]

La versión allandesa reviste estos caracteres.
Mientras apacentaban sus rebaños, hallaron unos pasto­res, entre las ramas en flor de unos avellanos, la imagen de la Virgen. Comunicado el suceso al párroco, convino en que la bajaran al templo parroquial. A la mañana siguiente ha­bía desaparecido de la iglesia, encontrándola de nuevo so­bre las ramas de los mismos avellanos. Al repetirse el he­cho, entendieron todos el deseo de la Virgen de recibir allí la veneración de sus hijos. Días más tarde se iniciaban las obras de la suntuosa capilla que, aunque muy remozada, aún subsiste [ii].
Por Laviana la leyenda recorre otros derroteros.
Habían decidido los vecinos de Pola de Laviana levantar un templo en honor de la Santísima Virgen. A la hora de elegir el emplazamiento surgió el litigio; pretendían unos la campa del Otero, mientras otros, acaso los más, se inclina­ban, por el recinto de la villa. Acumularon, por fin, los ma­teriales en el lugar designado por los más, con idea de co­menzar la edificación al día siguiente. Mas, durante la no­che, desaparecieron los acopios, hallándolos a la mañana siguiente en el Otero; sobre ellos, radiante, la imagen de la Virgen.
Ya no hubo lugar para el cabildeo. Obedientes todos a los designios de la Madre de Dios, levantaron el santuario que, con reformas y ampliaciones de por medio, ha llegado a nosotros. Lo relata así el cantar:

«No pudieron los señores
tener iglesia en el pueblo,
porque la quiso la Virgen
en la campa del Otero»[iii].

Leyenda religiosa



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[i] CABAL, C., La divina peregrina, Oviedo 1948, p. 119; LLANO ROZA DE AMPUDIA, A., Una leyenda de Covadonga, en C, núm. 34, Co­vadonga 1923, pp. 185-186.
[ii] Datos proporcionados por Antonio García Linares, de Pola de Allan­de, en 15 de junio de 1969.
[iii] JOVE CANELLA, J. M., Topografía médica de Laniana, Madrid 1927, pp. 95-96; LÓPEZ GARCIA JOVE, L., Novena en honor de Nuestra Señora del Otero de Pola de Laviana, Oviedo 1938; PÉREZ SILVA, B., La Virgen del Otero (Pola de Laviana), Gijón 1983. Salvo detalles, la leyenda es común a multitud de santuarios. Algo parecido ya lo contaron Varrón y Dionisio de Halicarnaso acerca de los penates, que marcharon del templo oue les hicie­ra Alba, pues querían quedarse en Laviniun.